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– No voy a preguntarle cómo lo ha sabido. Pero ¿no es evidente por qué no?

– ¿Acaso es un obstáculo hoy día? -Morel se había quitado los anteojos y los limpiaba. Le hacía parecer mucho más joven… y débil como si fuera fácil destruirlo, pensó Stephen.

No hacía falta preguntar a Claire para saber su opinión sobre las nuevas leyes de divorcio.

– Imagino demasiado bien lo que diría. No la culpo en absoluto, uno reacciona ante tales cuestiones con el corazón. Los sentimientos no siempre están al día con los decretos revolucionarios.

Un hombre sentado cerca miró en su dirección.

Morel se inclinó hacia delante.

– Baje la voz y tenga cuidado con lo que dice. Toda prudencia es poca para los extranjeros. Hasta para los norteamericanos.

– Suelo olvidarlo. Sophie me acusa de considerar su revolución como una consecuencia menor de la nuestra.

– Deben de tener mucho que decirse.

– Bueno, en Sophie hay más de lo que uno ve. Al principio no lo aprecié. Estaba… en fin, distraído.

Tenía una sonrisa boba y encantadora que desarmaba por completo. Bastaba con verla para comprender que estaba enamorado, pensó Joseph. Pobre diablo. Se sirvió el resto del vino en su vaso. Le produjo una macabra satisfacción oír a Fletcher admitir que Sophie se consideraba demasiado buena para él. Resentido, la imaginó viviendo el resto de sus días sola, una polvorienta reliquia de un mundo que ya no contaba. Se imaginó visitándola: él se mostraría cortés, ella se quedaría junto a la ventana y lo observaría marchar pensativa. Ojalá…

– Nunca la hubiera creído capaz de sacrificar la felicidad de dos personas por un principio anticuado. Aunque supongo que no cabe sorprenderse de que una aristócrata se aferré a las diferencias sociales. Es de esperar.

Ligeramente sorprendido, Stephen se dio cuenta de que Morel estaba muy borracho.

– Antes que una preocupación por las distinciones, revela delicadeza de sentimientos -protestó él. ¿Qué sabía ese hombre de Claire, de todos modos?

Pero Morel, tratando de llamar la atención de un camarero, parecía haber perdido todo interés en el tema.

– ¿Otra botella?

Stephen puso una mano sobre su vaso medio lleno.

El camarero retiró la botella vacía y trajo a Morel su armagnac. Había dejado de llover.

El hombre del gorro rojo que los había saludado al entrar levantó una mano hacia ellos al marcharse.

– ¿Un paciente? -De buena gana Stephen hubiera seguido el gorro rojo, pero no le pareció bien dejar solo a Morel.

– ¿No ha estado en la ejecución de esta mañana? -Y ante la mirada perpleja de Stephen añadió-: Ese era el verdugo. Un tipo bastante agradable.

– ¿Asiste a menudo a ejecuciones?

– Lo hacía de joven. Hubo un tiempo en que fue una especie de moda entre los estudiantes de medicina. Pero, en este caso, me pidieron que fuera. Para que diera mi opinión profesional sobre la nueva guillotina. Tengo que redactar un informe.

– Entiendo. ¿Y qué le ha parecido?

– Eficiente.

– ¿Más humana que la horca?

– Oh, sí. Solo un silbido y un ruido sordo.

– ¿A quién…?

– Un molinero condenado por acaparar harina. Giraud, el verdugo, se olvidó de enseñar la cabeza. Después estuvo hablando mucho rato conmigo sobre el asunto. Se pregunta si la guillotina no le quita su dignidad: un profesional como él reducido a tirar de una cuerda como un campanero de pueblo. Traté de hacerle ver que podía enorgullecerse de tener la hoja perfectamente afilada a todas horas.

– ¿Mucha gente?

– Bastante, teniendo en cuenta el tiempo. La curiosidad por la nueva máquina, ya sabe. Y los acaparadores siempre atraen a la gente, por supuesto. Aunque ya no es lo mismo, ya no los ves retorciéndose y pataleando en la horca.

– Dicen que el rey tuvo una buena muerte.

– Deje que le diga algo, Fletcher -los anteojos destellaron-: No existe ninguna buena muerte. Existe la muerte y punto.

– Le entiendo.

Joseph apuró el armagnac.

– Un silbido y… -dejó el vaso en la mesa con un golpe seco- ¡zas! -Stephen lo observó algo consternado-. ¿Sabe en lo que no puedo dejar de pensar, Fletcher? -Los anteojos avanzaron bruscamente-. En lo rápida que es. Les permitirá matar a muchísima gente.

4

– ¿Has leído Le Citoyen de esta semana?

– No lo recibimos. Louis lo desaprueba. ¿Por qué?

– Hay un nuevo club para mujeres. Quieren que los dos sexos participen en igualdad de condiciones en la vida política. Puede inscribirse cualquier mujer mayor de dieciocho años. No hay que pagar nada para hacerse socia.

– Verás, he de tener en cuenta las opiniones de Louis.

– ¿Las pálidas y adustas hijas de la república cosiendo para los soldados?

– Ese sería sin duda el enfoque adecuado. ¿Aprueban el vestido de amazona?

– Creo que esa clase de cosas solo se da en París.

– Nuestros modistos están tan al día como cualquiera. ¿Más té?

Sophie rehusó con la cabeza.

– Me gustaría… no sé, hacer algo útil. -Con tres de sus largas zancadas se plantó junto a la ventana por la que entraba furtivamente la primavera en el salón de Isabelle. En la calle de abajo, un hombre salía de la farmacia-. Allí está ese abogado, Chalabre. Debe de ser el único hombre de Castelnau con menos de cuarenta años que todavía lleva peluca. Mi padre dice que no es de fiar.

– El mío dice que el tuyo exagera las cosas.

– Él tiene que saberlo, ya que padre se queda casi todas las noches en casa de él para ahorrarse ir hasta Montsignac. Y cuando viene a casa, se encierra con carpetas llenas de declaraciones. Apenas lo hemos visto las últimas semanas.

– ¿Por qué es tan complicado?

– Un sospechoso a quien esperaba interrogar se ha alistado como voluntario y ahora se encuentra en alguna parte de los Países Bajos. A otro lo han encontrado en el fondo del río. Dos testigos dicen que estaba borracho y tropezó, pero una carta anónima afirma que lo atacaron y lo arrojaron al agua. Tiene un cardenal en la frente, pero los médicos no están seguros de si se produjo antes o después de que se ahogara.

– ¡Médicos! -exclamó Isabelle con el aire de quien podría decir mucho más.

– Y al sacerdote que sobrevivió a la matanza lo encontraron muerto en la prisión el mes pasado. Al parecer lo envenenaron. Todavía están tomando declaración a los celadores y demás prisioneros. -Sophie volvió al sofá y cogió su taza-. Pero ¿sabes?, mi padre está en su elemento. Ha recuperado esa mirada exaltada que creíamos que solo ciertos budines podían todavía suscitar.

– Come otra galleta.

– ¿Cómo haces para tener azúcar? -preguntó Sophie con envidia-. Ha escaseado desde las rebeliones de los esclavos en las colonias. -«La mitad de las injusticias del mundo tienen sus orígenes en el azúcar», decía a menudo su padre. Eso no impedía que se quejara cuando no había.

– El hijo menor de Louis tiene un contacto. No hacemos preguntas.

Sophie tomó otra galleta. Después de la tercera, preguntó:

– ¿Ves mucho a Joseph Morel?

– No. ¿Por qué? -Isabelle parecía alerta.

– Le envié un geranio una vez. Me preguntaba qué había sido de él.

– Los hombres siempre los riegan demasiado. -Isabelle siguió observándola-. Las relaciones entre él y mi padre han sido bastante tensas desde su nombramiento. Lleva años dándole la lata con sus proyectos de ventilación y Dios sabe qué más, y ahora es difícil persuadirlo de que los abandone. Mi padre dice que son una sarta de tonterías, y que por lo mismo podrías sacarlos a todos fuera para que murieran del frío y terminar de una vez. Pero claro, él no aprueba las innovaciones de ninguna clase.

Sophie se toqueteó la manga, en la que se había soltado un hilo.

Isabelle la observó y bebió té. Aquellas habitaciones encima de la farmacia, oscuras y atestadas, no eran a lo que estaba acostumbrada. Pero olían a resinas, bálsamos, hierbas, flores, frutas, cortezas, hongos, raíces, aceites, bebidas alcohólicas, antimonio, vinagres, purgantes, opiatos, miel, mercurio, elixires, sales, jarabes sencillos y compuestos. En Navidad Louis se le había aparecido con un bezoar, una calcificación que se encontraba en el aparato digestivo de los rumiantes y la gente ignorante le atribuía propiedades de antídoto; lo había hecho engastar y colgar de una cadena de oro para que lo llevase alrededor del cuello. Su vida conyugal era como los cajones con marquetería de nogal que cubrían una pared de la farmacia: se abrían uno por uno, introduciendo el dedo en el hueco de debajo del tirador de latón, hasta que se aprendía cuáles era mejor dejar cerrados.

Sophie se levantó de un brinco y rodeó dos veces el sofá. Luego volvió a sentarse.

– Siempre tienes tus rosas -dijo Isabelle.

– A veces las rosas no bastan -repuso la hereje.

– Es el cambio de estación. Yo también me sentía así.

– ¿Y ahora? ¿Eres feliz?

– Por supuesto. Todo será distinto cuando tengamos hijos -dijo Isabelle.

– Si me meto en política -dijo Sophie- tal vez no pase tanto tiempo pensando en… otras cosas.

– Hablaré esta noche con Louis -dijo Isabelle, pensando: Pobre Sophie, primero el americano y ahora Joseph-. Pero ¿sabes?, él único remedio efectivo es beber muchos refrescos y esperar que pase.

5

Mientras hacía cola para enseñar sus papeles en el puesto de control del este, Joseph vio un cabello castaño ensortijado que le resultó familiar y llamó a Lisette. Esta llevaba una cesta cubierta con un trapo y le explicó que había ido a ver a su madre, que estaba achacosa.

– No le pasa nada serio, solo está cansada de vivir.

Un hombre con una mugrienta chaqueta otrora azul y la cara medio oculta bajo una barba poblada, se abría paso hacia ellos apoyándose en muletas. Tenía una pierna amputada por encima de la rodilla y tendía con torpeza un sombrero a la gente de la cola.

– Limosna para un viejo soldado.

Joseph meneó la cabeza; pero Lisette sacó el monedero y echó una moneda en el sombrero.

– Vive la république! -dijo el mendigo y les clavó sus ojos sin brillo e inyectados en sangre-. Vive la Révolution! -Siguió arrastrándose.

Una mujer con un gorro adornado con lazos verdes empezó a reprender a Lisette.

– Con eso solo los alienta. Mi marido dice que la mayoría de los mendigos que vemos por aquí haciéndose pasar por veteranos se han cortado ellos mismos las piernas y los brazos para vendérselos a los carniceros.