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11

La portera entregó a Stephen su correo con una sonrisa en la que la insinuación y la zalamería pugnaban por imponerse.

– ¡Tanta correspondencia, monsieur! Monsieur ha trabajado sin descanso en las vacaciones.

Una vez en su estudio, se tendió en el diván sin quitarse las botas y se quedó dormido, rodeado de las cartas de Claire.

Le había pedido que le escribiera y ella así lo había hecho, casi a diario. Anne, su cuñada, seguía pachucha después de dar a luz a su cuarta hija, esperaba que estuviera disfrutando en Suiza, ¿se parecían a él sus primos?, estaba leyendo una novela ambientada en Persia, había habido una violenta tormenta, ¿a cuántas lecheras había conocido? En pocas palabras, notas encantadoras y vacías. Lo que quería decirle solo podía medirse por su cantidad. Y la tinta violeta que había elegido.

Su amigo Chalier irrumpió en la habitación, exigiéndole que le contara todas las «diabluras» que había hecho, luego lanzándose, sin más, a describir la Fiesta de la Federación que había señalado el primer aniversario de la toma de la Bastilla. Chalier, en calidad de guardia nacional, había jurado lealtad a la nación, sus leyes y el rey en una ceremonia organizada por Lafayette.

– ¡Qué multitud, Fletcher! Ciento cincuenta ciudadanos de todas las clases sociales, e innumerables mujeres. Vi a una duquesa en una carretilla de caoba empujada por sus hijas, a cual más hermosa, todas con guirnaldas de rosas. Lafayette montaba su corcel blanco. Levantamos el brazo derecho, así… -comprobando la pose en el espejo- y cuando el general hubo leído el juramento, todos gritamos: Je le jure! Todos al unísono: Je le jure! Nuestra compañía estaba tan cerca del pabellón real que podría haber arrancado las plumas de avestruz del sombrero de la reina. -Chalier apartó una pila de libros, miró detrás de una maceta de latón abollada en la que había plantada una higuera, abrió y cerró armarios-. ¿No tienes vino? ¿Dónde están tus modales?

– ¿Llovió todo el día, como dijeron los periódicos?

– Diluvió. Una conspiración aristocrática, eso está claro. Pero nada logró desmoralizarnos. Bailamos a la luz de las antorchas alrededor de la Bastilla hasta el amanecer. Me pasé borracho una semana por lo menos. -Chalier hablaba distraído. Había encontrado varias notas y las leía con interés: «Mlle. Thouars, rué de Petit-Pont, 23 bis, llenita, alta, ropajes para posar; Mlle. Coren-tin, passage du Maure, 6, joven m. guapa, de asombrosas proporciones».

– Hice un boceto de la escena para los periódicos. -Stephen, buscando debajo del diván, salió triunfal. Le pasó la botella, abrió un portafolio y empezó a hojear el contenido-. En Suiza no había nada que hacer por las noches aparte de dibujar y beber licor de cereza. Hice bocetos de memoria de casi todo el mundo. Las chicas de allí eran tan feas que dibujar al natural era impensable. Y las montañas ofrecen tantas posibilidades. Aquí tienes… ¿qué te parece?

Chalier se acarició el bigote.

– No entiendo de arte, pero sé lo que vi, y las nubes no se separaron de ese modo por encima de la cabeza de Lafayette.

– Se trata de una licencia artística, bobo. El rayo de sol simboliza el triunfo de la libertad al perforar con sus rayos las oscuras nubes de la opresión. Incluso los elementos apoyan al pueblo de Francia contra la tiranía, ¿comprendes?

– Ya, pero en realidad no escampó, ¿sabes? Yo acabé calado hasta los huesos. -Revolviendo entre los dibujos, Chalier se detuvo-. ¿Mentías sobre las chicas?

Esa manera que tenía Claire de ladear ligeramente la cabeza, la había plasmado como rigidez. Stephen frunció el entrecejo y miró alrededor en busca de un trozo de tiza. Repartidos en varias superficies había un busto de yeso, aceite secante, una palmatoria, un cuaderno, una botella de queroseno, otra de aceite de linaza, varios trapos, barniz, una paleta limpia, varias sucias, un cuchillo, jabón suave para limpiar pinceles, una naranja seca y arrugada que se había cubierto de un exquisito moho verde azulado -lo examinó con admiración-, un plato descascarillado, un jarrón oriental, un puñado de monedas y dos trozos de carbón.

– Naturalmente, hacen falta ciertos retoques antes de que empiece el cuadro.

– Entiendo, entiendo… tu marquesa provinciana. Bueno, es hermosa, eso te lo aseguro, a no ser que sea otra licencia artística. Pero ¿es virtuosa?

– Por supuesto.

– Lástima. Solo hay una manera de tratar un capricho pasajero. -Chalier creía un deber aconsejar en tales cuestiones. ¿Acaso no tenía Stephen seis meses menos que él, y era estadounidense? Estudió la cabeza de su amigo, inclinada sobre la mesa-. Fletcher -dijo con severidad-, te das cuenta de que es un capricho pasajero, ¿verdad?

– El caso es… -Stephen se quedó muy quieto un instante-. Cuando la veo, estoy totalmente seguro de mis sentimientos, y si ella no estuviera casada, todo sería muy sencillo. Pero tiene un marido y un hijo, y cuando estoy lejos de ella… -Se quedó mirando fijamente su vaso, y una esquirla de conocimiento sobre sí mismo se insertó en el silencio-. Tal vez es la que más me gusta cuando estoy con ella -dijo por fin- y las demás me gustan más cuando estoy con ellas. Lo que sea más fácil, ¿comprendes?

– Perfectamente. -Chalier hizo un giro ante el espejo, admirando su admirable figura-. Yo tampoco he estado ocioso, ¿sabes? He ido a la Ópera cada noche de esta semana y he descubierto a una bailarina a la que debes conocer. Yo ya lo he hecho… y nos espera a los dos a cenar esta noche. Este vino es repugnante, Fletcher, hasta para un extranjero. ¿No tienes nada más?

– Lo siento pero no.

– Date prisa, entonces… Pediremos que nos traigan champán a nuestro palco y llegaremos a tiempo para el último acto.

Mientras se ponía la chaqueta, Stephen volvió a mirar su boceto de Lafayette prestando juramento.

– Tengo medio pensado convertirlo en un cuadro y presentárselo al general. Podría suponerme encargos, ¿no crees?

– ¿Por qué no le presentas un boceto íntimo de tu marquesa en su lugar? Sé con cuál me quedaría yo.

El ruido de botas despertó a la portera en su cuarto. Acostada en la cama, tapada hasta la barbilla a pesar de la benignidad del tiempo, escuchó cómo el estrépito de la escalera hacía añicos la suave noche de septiembre.

12

Habían nacido un triste día de noviembre, un día brumoso de sol bajo y rojo. Cuando Sophie las vio apenas tenían diecisiete horas, y dormían en el grueso colchón de plumas al lado de su madre, que había insistido en tomar ponche caliente para celebrar el nacimiento. Leche tibia con azúcar era lo que se acostumbraba tomar por una hija, o incluso dos, pero la bonita joven recostada contra el cabezal ahuecó sus rizos castaños e informó a Sophie que no iba a pasar por eso, ah no. En cuanto llegaron los primeros dolores de parto le dijo a Henri que le tuviera el ponche listo, y que quedara claro que a ella nunca le había gustado la leche, todo el mundo sabía que provocaba enfermedades.

Su suegra -desdentada, reumática, jorobada sin remedio a los cincuenta y tres años- trajo el ponche a las dos jóvenes sin decir una palabra. De todos modos, estaba claro lo que pensaba. Se sentó lo más lejos posible de la cama, lo que no era muy lejos, e hizo crujir sus nudillos en señal de desaprobación.

Sophie, después de darle una moneda de plata para cada una de las criaturas, admiró sus espesas pestañas castaño dorado. Alargó un dedo vacilante para acariciar sus caritas arrugadas y estuvo de acuerdo en que eran perfectas. Luego felicitó a su madre por la hazaña.

– La comadrona ha dicho que eran las primeras mellizas que traía al mundo. -Debajo de las sábanas, Jeanne palpaba el envoltorio de las monedas, tratando de adivinar su valor antes de dejarlas en la almohada-. Viene de mi familia, por supuesto; tengo dos tíos gemelos y la madre de mi padre era gemela.

Su padre tenía una posada en un pueblo al otro lado de Castelnau. No habían sido pocos los que habían dado muestras de desaprobación ante la decisión de Henri, el joven más apuesto de Montsignac, de casarse con una desconocida.

– ¡Lo sabía! -exclamó su suegra desde el taburete junto a la lumbre-. Nunca ha habido nada parecido en nuestra familia.

– ¿Habéis decidido cómo llamarlas?

– Antoinette y Victorine.

Llegó un resoplido de la chimenea.

– ¿Por qué no iba a llamarlas como mis padres? Henri estuvo de acuerdo, después de todo lo que han hecho para ayudarnos. Si no fuera por ellos -Jeanne alzó la voz-, no habríamos podido dar de comer a bocas inútiles.

– ¿Inútil yo? Cuando ella se pasa horas chismorreando en el río y yo me rompo la crisma en ese supuesto campo, bueno solo para piedras y malas hierbas, eso sí que es inútil, y ya verás si no me dan todos la razón, vergüenza me daría a mí tener algo así en mi dote.

– Aunque quién va a bautizar a los angelitos, no tengo ni idea. -Jeanne miró de soslayo a su visitante y la punta de su lengua asomó entre los labios-. ¿Se ha enterado de lo del padre Valcour? ¿No es escandaloso? Eso jamás habría ocurrido en mi pueblo.

En su última misa, el padre Valcour había informado a sus boquiabiertos feligreses que la Iglesia no era sino un instrumento para apuntalar el privilegio y divulgar la ignorancia, y que, por lo que a él respectaba, la dejaba y se proponía casarse a la primera oportunidad con la viuda que llevaba cuarenta años limpiándole la casa y preparándole las comidas.

– ¡A sus edades! Es repugnante. Los dos tienen más de sesenta años. -Jeanne se inclinó sobre Sophie-. Claro que hacía años que todos lo sospechábamos.

– Creo que ha sido muy valiente por parte del padre Valcour -dijo Sophie, para quien dieciocho siglos de dogma se habían reducido a dos artículos de fe: severidad hacia los monjes y obispos, a quienes se les consideraba disolutos y cosas peores, y respeto a los párrocos trabajadores que vivían inmersos en los problemas cotidianos-. ¿No te parece conmovedor que se hayan querido en secreto todo este tiempo?

A punto de resoplar, Jeanne cambió de parecer y se enroscó un rizo alrededor del índice.

– Por supuesto, una joven dama como usted no puede imaginarse… pero las que tenemos marido sabemos que los hombres solo van detrás de una cosa. -Echó un vistazo a la chimenea y susurró-: No lo creerá, pero aun estando yo de ocho meses… Por supuesto, no le dejé, pero eso demuestra cómo son, ¿no? -Se recostó de nuevo contra el cabezal y sonrió. Henri estaba loco por ella, algo que no podía esperar que la pobre mademoiselle de Saint-Pierre, de nariz aguileña y pecho plano, comprendiera.