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– Sí, hombre…

– ¿Y entonces?

– Los austríacos van a atacar, ya que el emperador así lo cree, y a partir de ahora serás más útil en tu división.

– Eso es precisamente lo que había comprendido, mi coronel.

– No soy yo quien decide.

– Lo sé. Nadie decide.

– Coge tus cosas…

El tirador regresó al campamento de oficiales, recogió su equipo, examinó sus armas y cartuchos y partió hacia el puente pequeño que unía la isla a la orilla izquierda, sin volverse. Lejeune habría querido gritarle que él no tenía nada que ver con aquello, pero eso no era del todo cierto, por lo que se calló, desolado, como si hubiera traicionado la confianza de un buen muchacho. Sin embargo, tanto allí como en la espesura de Aspern, donde Paradis iba a reunirse con la división Molitor, todos arriesgaban la piel.

– ¡Ah, se mueven! ¡Por fin! ¡Id terminando!

Inquieto y satisfecho a la vez, con esa excitación que precede a los combates antes de que corra la sangre, Berthier prestó su anteojo a Lejeune para asegurarse de que no tenía telarañas en los ojos. Estaban en lo alto del campanario de Essling, desde donde se abarcaba toda la planicie. Lejeune lo constató: el ejército austriaco recorría la planicie al paso, en una línea de arco de círculo.

– ¡Avisad de inmediato a Su Majestad!

Lejeune bajó corriendo los peldaños de madera de la escalera de caracol, corriendo el riesgo de golpearse contra una viga y engancharse los pies con las espuelas, cruzó la iglesia corriendo, salió por el gran pórtico abierto y encontró al emperador en la plaza, sentado en un sillón, los codos sobre una mesa en la que había desplegado un mapa preciso de la región que indicaba el menor relieve y casi los senderos ocultos por las mieses demasiado altas.

– Síre!-gritó Lejeune-.

– ¿Qué hora es?

– Mediodía.

– ¿Dónde están?

– ¡En las colinas!-¡Bravo! No estarán ahí antes de una hora.

El emperador se levantó frotándose las manos y, de buen humor, pidió su sopa con macarrones proporcionada por una cantina ambulante. Los marmitones avivaron el fuego de los braseros para recalentar el caldo y echaron la pasta ya cocida, aguijoneados por el emperador porque la comida no estaba lista. Berthier se presentó a su vez para confirmar la noticia.

¡Los austríacos avanzan!

– ¿Todo está en su lugar? -preguntó Napoleón.

– Sí, Síre.

Entonces se tomó la sopa, soltó un juramento porque quemaba, se vertió un poco en el mentón, reclamó a gritos el parmesano que se habían olvidado de servirle y entrecerró los ojos para saborear mejor, no el plato, sino sus pensamientos. A su alrededor, los oficiales le contemplaban, de repente tan tranquilo, y la sangre fría de su señor les devolvía la confianza, aunque tuvieran un nudo en la garganta antes de entrar en combate. Habían recibido unas órdenes claras, y tenían que cumplirlas al pie de la letra porque todo parecía previsto, incluso la victoria. El emperador conocía la habilidad estratégica del archiduque Carlos, su talento de organizador y sus vacilaciones, y por lo tanto sabría aprovecharse de todo ello. Obedeciendo a una señal, Berthier vertió chambertin en el vaso. En aquel momento Périgord llegó a la plaza, extenuado, saltó del caballo humeante y anunció: -Síre, el puente grande acaba de soltarse.

El emperador barrió con la manga la sopa y el vino, y se levantó enfurecido.

– ¿Quién me ha endilgado semejantes majaderos? ¡A esos pontoneros hay que fusilarlos por deserción delante del enemigo, eso es lo que se merecen!

– Sed más preciso -pidió Berthier a su edecán.

– Veréis -dijo Périgord, recobrando el aliento-, ha habido una crecida repentina, el agua ha subido demasiado rápido…

– ¿Y eso no estaba previsto? -rugió el emperador.

– Sí, Majestad, pero lo que no estaba previsto es que los austríacos, apostados lejos, corriente arriba, en un meandro del río, lanzaran contra nuestro puente barcas cargadas de piedras que han destrozado los maderos, roto las amarras…

– Incapaci! ¡Incapaces!

El emperador iba de un lado a otro, vociferando. Se detuvo y agarró a Lejeune por el dormán de piel.

– ¡Vos habéis pertenecido al cuerpo de ingenieros! ¡Id a colocar de nuevo ese puente!

Los oficiales tradujeron la situación: más puente practicable significaba más contacto con la orilla derecha, el revituallamiento, las municiones, las tropas que llegarían de Viena y el ejército de Davout. Lejeune saludó, montó en el primer caballo a mano, el de Périgord, quien ante la urgencia no osó protestar, y se alejó, apretando el paso de la montura. El emperador deslizó una mirada circular y aviesa a los presentes y dijo en un tono helado:

– ¿Por qué os quedáis clavados en el suelo como espantapájaros? ¡Este contratiempo no cambia nada! ¡Volved a vuestros puestos, massa d i cretíni! ¡No servís para nada!

Luego conversó en privado con Berthier, súbitamente aplacado, como si hubiera fingido su cólera, y le dijo:

– Si han advertido al archiduque del accidente, y deben de haberlo hecho, querrá aprovecharse. Va a precipitar el movimiento y atacarnos en masa, porque imagina que estamos bloqueados en la orilla izquierda.

– Le recibiremos, Sire.

– ¡Los muy idiotas! ¡El Danubio está de nuestra parte!

– Ojalá pudiera oíros, Síre -masculló el jefe de estado mayor.

– ¡Périgord! -llamó el emperador-. Avisad al señor duque de Rivoli que los austriacos pueden aparecer a lo largo de ese meandro del Danubio que termina en Aspern…

Périgord también tomó prestado el primer caballo disponible, que por suerte estaba más fresco que el suyo, y partió para comunicar la orden al mariscal Masséna. El emperador le vio alejarse entre los bosquecillos, sonrió y murmuró a Berthier:

– Si lanzan embarcaciones para destrozar nuestro puente grande, Alexandre, es que ya se han instalado junto al Danubio. -Por lo menos una vanguardia…

– ¡No! Venid.

Napoleón empujó a su jefe de estado mayor hacia la mesa, dio la vuelta al mapa y, en el reverso, garabateó un plano a lápiz. Berthier miraba y escuchaba.

– Carlos envía tropas a través de la planicie, es la flecha A. -Sólo se les ve a ellos.

– ¡Exactamente! Entretanto, desde el Bisamberg, ahí, arriba y a la izquierda de mi plano, donde sabemos que los austriacos acampan desde hace días, envía otro ejército, sin duda más imponente, con cañones, que avanza a lo largo del Danubio: es la flecha B. Esperan llegar detrás de Aspern, atacar por sorpresa cuando les esperamos en otra parte, precipitarse detrás de nuestras líneas, rodearnos…

El emperador siguió garabateando con el lápiz y su plano se iba convirtiendo en un embrollo indescifrable, pero Berthier había comprendido.

Cuando cabalgaba rodeando un bosquecillo, Lejeune reconoció por sus penachos a los tiradores de Molitor. No quería retrasarse, pues en primer lugar no tenía tiempo que perder, y luego no quena encontrarse cara a cara, por un azar desagradable, con el soldado Paradis, quien tanto había esperado permanecer al lado del estado mayor y lejos del fuego. ¿Cómo explicarle que Berthier se había mostrado muy firme?: «Nada de favoritismos, Lejeme, y cada uno en su puesto. Enviad a su regimiento a vuestro cazador de conejos. ¡Nada de malos ejemplos!». Lejeune no había sabido responderle. En aquella fase de los acontecimientos, ¿para qué diablos podía servir un explorador? Había necesidad de artilleros y tiradores. Cierto que obedecer no borraba los remordimientos, pero la acción iba a barrerlo todo.

El coronel franqueó al paso el puente pequeño batido por el oleaje. El Danubio había crecido mucho, los tablones vacilaban y su caballo metía los cascos en los charcos. En la isla pudo seguir de nuevo el curso del río, y descubrió la catástrofe en el otro lado. El gran puente flotante estaba abierto por el medio y las fuertes olas que penetraban por la brecha seguían arrancando vigas. Las amarras se rompían una tras otra, demasiado tensas, y una parte de la obra corría el riesgo de ir a la deriva, pese a los esfuerzos de los pontoneros y los zapadores requeridos. Por medio de varas, bicheros, hachas y mangos de piqueta intentaban apartar las barcas lastradas con cascotes que los austríacos lanzaban a la corriente. Una de esas embarcaciones había encallado en la ribera de la isla y Lejeune la examinó. Era una barca pequeña, triangular y de bastante calado, que habían llenado de voluminosos pedruscos. Debido a su forma, había navegado dando vueltas y chocó a gran velocidad, por todos sus ángulos, con las embarcaciones encadenadas que sostenían el puente grande en la superficie del Danubio. Lejeune se dijo que había sido una locura tender a toda prisa un puente flotante sobre un río en crecida. Ahora el enemigo se aprovechaba, y con razón, pues era fácil. Echó pestes contra aquella chapuza por falta de tiempo, pero jamás se habría atrevido a decírselo a alguien. Habrían debido esperar a que el Danubio se apaciguara y volviera a encontrar su curso, dos semanas, un mes como mucho, y tender un puente sólido con postes clavados en el fondo. Estas especulaciones no servían para nada. Tenía que dirigir los trabajos de reparación, encontrar el medio de dispersar en las riberas las barcas y los troncos de árbol que enviaban los austríacos para destruir el frágil puente.

Con cierto cansancio, Lejeune se quitó los adornos del uniforme que podían ser un estorbo, y los dejó caer sobre la hierba: el sable, el casco, el portapliegos. Divisó a un oficial de ingenieros que se afanaba en desviar una de aquellas terribles barcas triangulares, con diez hombres que sostenían un grueso madero para detenerla, y aguardaban el choque. La veloz embarcación chocó con aquella especie de ariete improvisado, los hombres soltaron su presa, cuatro de ellos cayeron tumultuosamente al agua, pero lograron aferrarse a los postes y pontones todavía sujetos, golpeándose, gritando, tragando el agua fangosa, pero el proyectil derivó y volcó en la isla.

– ¡Capitán!

El oficial de ingenieros, empapado, con el mostacho goteante, tomó la mano que Lejeune le tendía y se alzó sobre el puente. No pidió nada y se puso a las órdenes del enviado del estado mayor con pantalones rojos. Eso le aliviaba.

– ¿Cuántas de nuestras barcas de sostén se han llevado, capitán?

– Una decena, mi coronel, y no hay manera de encontrar otras.

– Lo sé. Vamos a construir balsas.

– ¿Balsas? ¡Para eso se necesitan horas!

– ¿Tenéis otra solución?

– No.

– Reunid a vuestros hombres.