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– Mañana veremos.

– ¡Pues tú, Fayolle, tú crees!

– ¡Muy bien! Te pido que esperes para estar seguros.

– ¿Y si matan al general? ¿Qué sería entonces de nosotros?

– Habríamos tenido la negra…

La desventura dejó al soldado Pacotte muy escéptico. En su villa de Ménilmontant no creían demasiado en esa clase de sandeces. Cuando le reclutaron era aprendiz de carpintero y tenía el hábito de las cosas concretas, tornear una pata de mesa, clavar tablas y derrochar su paga en los ventorrillos. Dio unas palmadas en la espalda de Fayolle, a quien impresionaba esa historia.

– Hay que cambiar de ideas, amigo mío. ¿Y si fuésemos a saludar a nuestra austríaca? Nos espera. ¡Atada como está, no creo que se transforme en fantasma!

– ¿Te acuerdas del sitio?

– Lo encontraremos. El pueblo no tiene más que una calle.

Descolgaron el farol de una carreta y se encaminaron a Essling, cuyas casas eran todas parecidas. Se equivocaron dos veces. «¡Maldita sea! -gruñó Fayolle-. ¡No la encontraremos nunca!» Más adelante, Pacotte reconoció a la luz del farol el cuerpo de su asaltante, al que nadie había enterrado. Los dos hombres se miraron sonrientes y empujaron la puerta. Pacotte dio un paso en falso y la vela del farol se apagó.

– ¡No fastidies, hombre! -exclamó Fayolle, y se envolvió una mano en la capa para extraer el vidrio quemante, mientras Pacotte golpeaba el eslabón. Por fin llegaron al piso y avanzaron hasta la habitación del fondo, donde la joven no se había movido.

– ¿Cómo se dice «buenos días, hermosa mia» en alemán? -preguntó Pacotte.

– No sé nada -replicó Fayolle.

– Duerme curiosamente bien…

Dejaron el farol sobre un taburete de tres patas y Fayolle, con el sable, cortó las ataduras. El coracero Pacotte, tras quitarle la mordaza, se guardó en el bolsillo los tirantes de terciopelo atados al cuello que la mantenían fija, y entonces se inclinó y besó a su prisionera en plena boca. Dio un salto atrás.

– ¡Diablo!

– ¿No sabes despertarla? -le preguntó Fayolle, divertido.

– ¡Está muerta!

Pacotte escupió en el suelo antes de limpiarse la boca con la manga.

– Sin embargo, nuestra muñeca no tiene los pies fríos -siguió diciendo Fayolle mientras palpaba a la joven.

– ¡No la toques, eso trae desgracia!

– ¿No crees en mis fantasmas pero ahora te castañetean los dientes? Sé fuerte, gallina.

– No me quedo aquí.

– ¡Pues vete! Déjame el farol.

– No me quedo aquí, Fayolle, eso no se hace, todo esto…

– ¡Y te crees un guerrero! -se burló Fayolle, desabrochándose el cinturón.

Pacotte bajó precipitadamente la escalera en la oscuridad. Una vez en el exterior, se apoyó en el muro de la casa y respiró a fondo varias veces. Se sentía mal, le flaqueaban las piernas. No se atrevía a imaginar a su cómplice, que se afanaba con aquella pobre campesina muerta, asfixiada por la mordaza, que él, Pacotte, había debido de apretar demasiado al anudarla. Tenía aspecto de fanfarrón, pero nunca había sentido deseos de matar. En combate, pase, porque no hay manera de sobrevivir si no es así, ¿pero allí?

Transcurrieron largos minutos.

Allá abajo, cerca de la iglesia, unos soldados cantaban. Fayolle salió por fin. No intercambiaron una sola palabra acerca de la austríaca, pero Pacotte le pidió:

– Dame la luz, voy a vomitar.

– No tienes necesidad de ver, yo sí.

– ¿Ver qué?

– Mis zapatones nuevos. -Señaló el cuerpo tendido en el patinillo-. Es el momento de aligerar a este buen hombre de sus zapatos. Los necesito más que él, ¿no crees?

Fayolle se agachó y dejó el farol en el suelo. Extrajo las espuelas para probarlas en los zapatos del cadáver y soltó un juramento: ¡era imposible ajustarlas! Se levantó decepcionado.

– ¡Pacotte! -gritó.

Con el farol en el extremo del brazo extendido, se alejó calle abajo, rezongando:

– ¿Es que no puedes responderme, pedazo de cerdo?

Distinguió una forma cerca de un árbol y avanzó en aquella dirección.

– ¿Necesitas un árbol para echar la papilla?

A grandes zancadas, hollaba la hierba y las ortigas del suelo al lado de la cuneta, cuando tropezó con un obstáculo, un tronco cortado, sin duda. Lo golpeó con el pie y comprobó que no se trataba de madera. Era blando como un cuerpo. Se agachó y el farol iluminó un uniforme. Como el soldado estaba tendido de bruces, le dio la vuelta: embadurnado de vómito y sangre, su amigo Pacotte tenía un cuchillo clavado en la garganta.

– ¡Alerta!

A pocos pasos, en la oscuridad, los austríacos de la Landwehr, una milicia popular, con chaquetas gris ratón, el sombrero negro adornado con una rama provista de hojas, se agachaban para desaparecer en los trigales.

Masséna había hecho encender braseros y colocar faroles en los postes de sostenimiento. Había confiado al ordenanza el uniforme bordado de oro y el bicornio, e iba de un lado a otro para apresurar la consolidación del puente pequeño. Con las botas en el limo del río, cogió por el cuello a un pontonero ahogado a medias por un remolino del río. Masséna tenía la energía de los brutos. Trepaba a las viguetas, llevaba tablas, adiestraba con el ejemplo, haciendo el trabajo de diez hombres. Nunca había estado enfermo, excepto una sola vez, en Italia. Había conseguido trapichear unas licencias de importación que le habían aportado tres millones de francos. El emperador, advertido, le rogó que entregara una tercera parte al Tesoro. El mariscal lloró y adujo su economía, su familia que le costaba cara, afirmó que era pobre, que estaba endeudado. Esto terminó por exasperar al emperador, quien le confiscó la totalidad de la fortuna colocada en una banca de Livorno. Entonces Masséna enfermó.

En medio de la acción, el mariscal se olvidaba de sus bandidajes, su avaricia y el oro de los genoveses, del que suponía que reposaba en un cofre de Viena. Ya se ocuparía de eso más ade lante. Sin que, al parecer, le costara ningún esfuerzo, alzó una viga enorme para que los zapadores pudieran fijarla con sus cabos en uno de los barquichuelos, lastrado con proyectiles, que se bamboleaba en el fuerte oleaje. Algunos maderos se desprendieron del piso inacabado y se alejaron corriente abajo. Masséna gritaba como un energúmeno. Delante, en la isla, otros pontoneros trataban de efectuar la unión. Los dos equipos debían encontrarse hacia la mitad de aquel brazo furioso del Danubio. Casi lo habían conseguido, y ahora se lanzaban cables a los que habían fijado piedras, que los de delante cogían al vuelo para tenderlas como un esbozo de parapeto. Abajo las aguas seguían creciendo, agitadas, y así los hombres avanzaban unos al encuentro de los otros, viga tras viga, madero tras madero, arrastraban, anudaban, clavaban a la luz incierta y rojiza de las grandes antorchas, mojados por las olas que chocaban con su obra, agobiados, entumecidos, unidos con una cuerda como rosarios humanos. Masséna los alentaba e insultaba como un domador, magnífico, con la corbata arrollada por debajo del mentón, las mangas de la camisa de seda arremangadas hasta los codos. Al borde del piso reconstruido, alzó una madera de cadenas con la mano derecha y las arrojó a un sargento enganchado a un pontón: «¡Alrededor de ese tronco!». El sargento tenía los dedos helados y no lograba rodear el poste designado, su embarcación cabeceaba, las frías olas le alcanzaban el rostro, corría el riesgo de perder el equilibrio. Masséna bajó hacia él por un cordaje, apartó al incapaz y fijó las cadenas. Una ráfaga de viento desvió la humareda, los hombres tosieron y el trabajo prosiguió a ciegas. «¡A la derecha! ¡Más a la derecha!», gritaba Masséna como si, con su único ojo, viera mejor en la noche que los pontoneros habituados al ejercicio. Por el otro lado, en la Lobau, el resto del ejército esperaba pasar, con la mochila en la espalda y el fusil a los pies. Los de las primeras filas veían a su mariscal y, si no le querían, aquella noche por lo menos le admiraban. Otros rezaban para que aquella porquería de puente no se sostuviera jamás, que el Danubio lo dispersara y que ellos regresaran a sus casas.

Doscientos metros más lejos, en un claro en el centro de la isla, los oficiales del estado mayor y su personal descansaban sobre el césped. Muchos de ellos llevaban en cajitas talladas anillos, retratos en miniatura, un mechón del cabello de su querida, de cuyos méritos se jactaban para olvidar el presente. Algunos reanudaban sus cantinelas nostálgicas:

Me abandonáis para ir hacia la gloria.

Mi tierno corazón seguirá por doquier vuestros pasos…

Lejeune callaba, sentado bajo un olmo. Mientras que su ordenanza, a gatas, soplaba las brasas de un fuego de ramas, Vincent Paradis desollaba dos liebres que había abatido con la honda. Ins pirado por la noche campestre, aquella calma, aquel verdor, Périgord acababa de disertar sobre Jean Jacques Rousseau:

– Dormir en verano sobre la hierba y bajo las estrellas, pase, pero no muy a menudo. Hay hormigas y, además, los pájaros te despiertan al amanecer con su bullicio. Se está mejor entre las sábanas, con la ventana bien cerrada, preferentemente acompañado, soy un poco friolero.

Entonces se dirigió a Paradis:

– Guárdame las pieles, muchacho. Me irán de primera para lustrarme las botas… ¡Conejos! ¡Cada vez que veo a esas bestezuelas vuelvo a pensar en la caza frustrada de Grosbois! ¡Qué bobo llega a ser nuestro mayor general!

– Desmañado, es posible, pero no bobo -le corrigió Lejeune, bastante contrariado-. No exageréis, Edmond. Y además, nosotros ni siquiera participamos en esa cacería.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó un coronel de húsares que gozaba por anticipado del cotilleo.

– De aquella jornada en la que, para adular al emperador…

– Para serle agradable -rectificó Lejeune.

– ¡Es lo mismo, Louis-François!

– No.

– El mariscal, para adular a Su Majestad… -repitió el húsar que estimulaba al maldiciente Périgord.

– El mariscal Berthier -siguió diciendo éste- había ofrecido al emperador una cacería de conejos en sus tierras de Grosbois. Ahora bien, si había caza, no había un solo conejo. ¿Qué hace el mariscal? Encarga un millar. Llegado el día, se sueltan los conejos, pero en vez de correr para librarse de las escopetas, los animales se dirigen hacia los invitados, les aguan la fiesta, se deslizan entre las botas, en absoluto asilvestrados, y poco les falta para hacer tropezar a Su Majestad. El mariscal se había olvidado de precisar que quería conejos de coto, y le habían entregado conejos de granja: ¡al ver a toda aquella gente habían creído que les traían comida!