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Cavada la fosa, y el muerto en tierra, relevo de su puesto de avanzada sobre la carretera de La Roque al indispensable Peyssou, lo reemplazo por Colin, porque no quiero ser sorprendido en pleno trabajo por un ataque diurno, aunque lo estime muy poco probable. Formo dos equipos. El uno, bajo el mando de Peyssou, acarrea al pie de la obra para construir su pared los bloques ya labrados de los que tenemos en el primer recinto considerables montones. El otro, compuesto por las cuatro mujeres y Evelina, rellena las bolsas de arena, las cierra y las lleva al borde de los fosos en previsión de su amontonamiento. Tenemos dos carretones metálicos que no van a parar de acarrear durante todo el día.

Para perder menos tiempo, para tener siempre a alguien próximo a la empalizada, decido que mientras dure la alerta tomaremos todos, por turno, nuestras comidas en la cocina del castillete de entrada, y se reducirán a un plato de fiambre, ya que la Menou y la Falvina tendrán algo más importante que hacer que cocinar.

Antes de que Peyssou haya colocado la primera piedra, voy a sacar los dos carretones, el nuestro y el del Estanque. Los pongo próximos a los fosos, en la zona sin trampa de la playa de estacionamiento. Así colocados, no molestan el tiro de ninguna manera y evito encerrarlos detrás de la pared que construimos, dado que ésta, en mi mente, tiene que convertirse en un elemento permanente de fortificación. Porque, incluso suponiendo que un día seamos atacados por una banda que no disponga de bazookas, el gran portal de madera del castillete sigue siendo el elemento débil de Malevil: el adversario puede quemarlo o derribarlo. Y es interesante prohibirle el acceso por medio de una pared detrás de la cual no se puede pasar más que por un estrecho pasaje fácil de anular bajo un fuego intenso.

Me doy cuenta que los albañiles de la Edad Media no escatimaban respecto a la dimensión de los bloques de piedra que tallaban. Los que manipulamos vienen de las ruinas del viejo burgo construido en el primer recinto (en los tiempos en que había un juez de paz en Malevil) y son de un peso respetable. No es asunto de poca monta levantarlos y calzarlos en la rodilla doblando las piernas antes de dejarlos caer con alivio dentro del carretón. A veces hay que hacerlo entre dos. He apostado a Colin como centinela, precisamente para evitarle este ejercicio de fuerza. Pero Thomas, a pesar de su buen estado físico, me parece que tiene dificultad en hacerlo. Meyssonnier chorrea. Solamente Jacquet, con sus brazos de gorila, parece perfectamente cómodo y levanta sin esfuerzo los bloques para lo cual yo hubiera debido reclamar su ayuda.

En cuanto a mí, estoy decepcionado de mi estado físico, y como siempre en casos parecidos en lugar de comprobar, como lo hubiera hecho a los treinta años, que estoy cansado y fuera de forma, me digo que estoy envejeciendo y me sumo en la tristeza. No por mucho tiempo, porque recuerdo de golpe que he dormido muy poco la noche anterior, y que no me han faltado ni las tensiones ni las emociones. Esta comprobación me vuelve a dar, a falta de nuevas fuerzas, una mejor moral, y aguanto el ritmo, traspirando a chorros bajo un sol caliente con tiempo pesado, con las uñas rotas, las manos doloridas y el lomo duro.

A las trece, Meyssonnier evoca la guardia nocturna que hemos compartido y se va a dormir "un momentito". A las quince, contento de todos modos de haber superado en ciento veinte minutos el récord de resistencia de Meyssonnier me acomete un desfallecimiento repentino y me detengo. Por otra parte, Peyssou tiene más piedras de las que necesita y reclama la ayuda de Jacquet para la elaboración de la pared. Paso el comando a Meyssonnier que vuelve -dos horas más tarde- de su "momentito", anuncio a todos que yo también me voy a descansar y cuando me alejo, oigo a Meyssonnier que manda a Thomas, muy cansado, a reemplazar a Colin a nuestro puesto de avanzada sobre el camino de La Roque.

En mi cuarto, apenas tengo tiempo de desvestirme. A pesar de la frescura de los enormes muros, hace mucho calor. Me aplasto sobre mi cama, inerte, con las piernas pesadas, las brazos sin fuerza y me duermo. Es una siesta muy agitada que culmina en pesadillas. No voy a contarlas. Ya hay suficientes horrores en la realidad. Y además, es el tipo de sueño que todo el mundo ha tenido: usted se ve perseguido por gentes que quieren su muerte. Cuando lo alcanzan, los golpea y sus golpes no tienen fuerza. Si siquiera usted no tuviera esa pesadilla más que una sola vez, pero no, se repite. Lo cansador es su recurrencia. Y lo odioso, en mi caso, es que el perseguidor es Bebella, vestido con una pollera, con sus largos cabellos rubios flotando detrás de él, y el cuchillo en la mano.

Justo en el momento en que el filo del cuchillo alcanza mi garganta, me despierto. Abro los ojos. En verdad hay una mujer en mi habitación, pero gracias a Dios, no es Bebella. Es Cati.

Está parada al pie de mi cama. La malicia baila en sus ojos. Me mira sin decir nada. Y bruscamente, se tira sobre mí, pesa sobre mi cuerpo todo a lo largo y aplasta sus labios contra mi boca.

Aún estoy a medias dormido y Cati casi puede parecer un sueño, porque además se ocupa de todo con una destreza que me asombra. Cuando por fin estoy totalmente despierto, es demasiado tarde, ya estoy preso. El remordimiento llega al mismo tiempo que el placer y se borra cuanto más se intensifica éste. Y se intensifica hasta el delirio, dado y compartido por una pareja totalmente desencadenada, accediendo al punto al más alto grado de participación y encontrando la manera de renacer y de morir dos o tres veces en el poco tiempo que yo mismo empleo en caer en el apaciguamiento.

Con gran trabajo recupero mi aliento. La miro. No la encontraba tan bonita. Es como para creer que mis ojos han cambiado. La veo ahora preciosa en el cálido desorden en que está. Al mismo tiempo, mi sentido moral vuelve a la superficie y le digo con reproche, pero sin poner demasiado énfasis en el reproche: -¿Por qué has hecho eso, Cati?

Es un poco flojo. Y un poco hipócrita también, en vista de que lo que ha hecho no lo ha hecho sola.

Al instante me replica con fuerza, con vivacidad:

– Primero, me gustas, Emanuel, por más viejo que seas (gracias). La verdad, si tuviera que clasificar, aparte de Thomas, te pondría en seguida después de Peyssou (gracias otra vez).

Toma su tiempo, yergue la cabeza y en sus ojos hay una llamita.

– Y sobre todo, quise que supieras, Emanuel, que Cati es alguien. Cati no es una pequeña jorobona como creías tú. ¡Cati es una mujer, una de verdad!

Dejemos de lado (pobre Miette) la fraterna alusión. Sentada a lo escriba sobre la cama, con los pelos revueltos, la mejilla roja, el seno menudo pero en fuego, Cati me mira, triunfante, con sus ojos vivos brillando de orgullo. A primera vista, puede parecer absurdo que esté tan orgullosa de cualidades amorosas de las que no tiene ningún mérito y que ha recibido al nacer. Pero nosotros, de nuestro lado -yo entre otros-, ¿no somos acaso igualmente presumidos de nuestra virilidad? ¿Y a ese respecto, jactanciosos y vanos como pavos reales? Y además, en el fondo, no es tan estúpido. Porque, en realidad, desde hace algunos minutos, tengo mucha más consideración por Cati de la que tuve hasta ahora. A mí también me parece que es "una mujer, una de verdad". Si no fuera por Thomas y el desgraciado sentido moral que me aflige, me inclinaría a ver en este fin de siesta el primer acto de un hábito.

¿Quién decía que Cati no era inteligente? Con los ojos fijos en los míos, esos ojos en los que hace un instante he leído tanto placer -todo el placer que ha recibido y aquel del que está tan locamente orgullosa de haberme dado- siguen y penetran uno después de otro todos mis pensamientos a medida que se suceden. Cati ve -o lo siente, poco importa cómo me comprende- que la subestimación en que la tenía ha sido del todo superada, que le reconozco ahora mucho valor. Se sumerge en la ebriedad de esta promoción. Está con la cabeza echada hacia atrás, los labios entreabiertos, los ojos brillantes. El triunfo es un vino que ella hace chorrear por su garganta.

Digo con voz ahogada:

– De todos modos, Cati, tendremos que contarle esto a Thomas.

Esa idea me echa un jarro de agua fría, pero no a ella. Dice con una risita:

– No te preocupes, vamos. De eso me encargo yo. De eso no tienes que ocuparte tú.

Tal desfachatez me deja estupefacto.

– Pero vamos, Cati, se va a poner furioso, herido…

Menea la cabeza.

– Pero. Para nada. Te quiere demasiado.

– Y yo se lo pago con creces -digo y, pensándolo bien, me siento molesto de decir eso en un momento tal.

– ¡Ah, ya sé! -dice, volviendo por un momento a su antigua acritud-. ¡Querías a todo el mundo en Malevil, menos a mí!

Se recobra con una pequeña carcajada:

– ¡Pero eso se acabó!

Se levanta y se arregla. Y haciéndolo, me mira con un aire de posesión, como si acabara de comprarme en la gran tienda de la capital y se volviera a su casa con el paquete bajo el brazo. A su casa, o a la mía. Porque su mirada "apropiatoria" gira ahora por mi pieza, se detiene en mi escritorio (¡la foto de tu alemana!) y más largamente sobre el canapé debajo de la ventana. Dos morisquetas marcan esas dos etapas.

– ¡En fin, menos mal que me he ocupado de ti! ¡Pobre Emanuel, no se puede decir que tengas muchas satisfacciones en este momento!

De golpe, sus ojos recomienzan a brillar. Me mira, con los ojos relampagueando de insolencia.

– ¿Y por Evelina, todavía no te has decidido?

¡Por Dios, se lo cree todo permitido! Estoy furioso. Pero no, por qué mentir, no estoy furioso. Mucho menos, en todo caso, de lo que hubiera estado antes. ¡Es asombroso lo que me ha dulcificado! Lo ve perfectamente, por otra parte, e insiste.

– ¿No contestas?

– ¿Qué quieres que te diga? ¡Tiene trece años!

– Catorce. He visto sus papeles.

– En fin, es una chiquilina.

Alza el brazo.

– ¿Una chiquilina? ¡Vamos, una mujer! ¡Y que sabe muy bien lo que quiere!

– ¿Y qué es lo que quiere?

– ¡Tú, naturalmente!

Y estalla en una carcajada, triunfante.

– ¡Y te conseguirá! ¡Te conseguí, yo, abate de Malevil!

Es la flecha del Parto, pero no me la tira mientras huye: se tira a mi cuello y me lame la cara.

– Te veo inquieto, Emanuel. Te dices: ¡ahora, la disciplina, al cuerno! ¡Con esta loca! ¡Y bueno, desengáñate! Es todo lo contrario. ¡Ya verás! ¡Con toda puntualidad, ahora! ¡Un verdadero soldadito! ¡Vamos, me voy!

Es puro fuego esta muchacha. La puerta golpea. Estoy estupefacto, avergonzado, encantado. Me tiro la toalla alrededor del cuello y bajo un piso para darme una ducha y aclarar mis ideas. Pero la ducha terminada, mis ideas no son más claras. Y en el fondo, me importa muy poco. Una cosa es cierta: durante una hora no he pensado en Vilmain y me siento completamente entonado, confiado, lleno de optimismo.