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– ¿Qué? -dije incrédulo…-. ¿Y esas personas extrañas, somos nosotros?

– No especialmente -dice Gazel bajando los ojos.

– ¡Ah, porque hay otras personas en el asunto, además de nosotros!

– En fin -dice Gazel- es una decisión del consejo parroquial.

Le digo con indignación: -¡Bravo por el consejo parroquial! ¿Y no se le ha ocurrido al consejo parroquial que Malevil podría aplicar la misma regla a la gente de La Roque?

Gazel, con los ojos bajos, guardó silencio como un crucificado Estaba viviendo, como hubiera dicho Fulbert, un "momento muy doloroso". Yo seguí:

– No ignoras sin embargo que Fulbert cuenta con mandarte aquí, el domingo próximo, a decir misa.

– Ya sé -dice Gazel.

– ¡Entonces, tú tendrás derecho a entrar en Malevil y yo no tendré derecho a penetrar en La Roque!

– En fin -dice Gazel- es una decisión temporaria.

– Vamos, vamos. ¿Y por qué es temporaria?

– No lo sé -dice Gazel dándome toda la impresión al instante de que lo sabía muy bien.

– Bueno, entonces, hasta mañana -dije con tono glacial.

Gazel me dijo hasta luego y me dio la espalda para montarse en su burro. Yo lo llamé:

– ¡Gazel!

Volvió hacia mí.

– ¿Qué clase de enfermedad tiene Armand?

La idea me había rozado, en efecto, de que una -epidemia hacía estragos en La Roque y que La Roque se aislaba para evitar su expansión. Ocurrencia idiota, pensándolo bien. Presuponía en Fulbert ideas altruistas.

Sin embargo, mi pregunta produjo un efecto extraordinario sobre Gazel. Enrojeció, sus labios temblaron y sus ojos se pusieren a girar dentro de sus órbitas como para escapar a los míos.

– No sé -balbuceó.

– ¿Cómo, no sabes?

– Es Monseñor quien cuida a Armand.

Necesité un buen segundo para comprender que ese Monseñor se refería a Fulbert. Pero de todos modos, una cosa era segura: si Monseñor cuidaba a Armand, es porque su enfermedad no era contagiosa. Dejé ir a Gazel y después de la comida de la noche, reuní la asamblea para discutir la carta que acabábamos de recibir.

Expliqué, que en lo que me concernía, me chocaba sobremanera lo absurdo de las pretensiones de Fulbert. A mi criterio, esta carta reflejaba lo que había de megalomaníaco y de neurótico en su carácter. Era de toda evidencia que se había hecho elegir obispo para tener preeminencia sobre mí, ordenar a Gazel y luego eliminarme a mí como rival eclesiástico. Había un lado infantil en esta sed de dominio. En lugar de tratar de fortificar a La Roque contra los saqueadores, lo que no era una pavada, se empeñaba en una lucha contra mí, contra mí que lo había prevenido del peligro. Y esta lucha la iniciaba sin estar en una posición ventajosa para ganarla, pues su brazo secular se limitaba a Armand y Armand estaba en cama, víctima de una misteriosa enfermedad.

Todo esto me inclinaba a la risa, pero mis compañeros no tomaron a risa el asunto. Desbordaron de indignación. Habían ofendido a Malevil. Exactamente como si su bandera (que no tenía sin embargo más que una existencia potencial) hubiera sido insultada. ¡Fulbert había osado tocar al abate de Malevil y a la Asamblea que lo había elegido! ¿Por qué tiene ese que venir a joder acá?, dice el pequeño Colin, poco amigo sin embargo de palabras groseras. Meyssonnier opinó que había que ir a tirarle de las orejas a ese triste señor. Y Peyssou declaró que, si el domingo próximo Gazel tenía el caradurismo de presentarse, le metería su hisopo donde se imaginan. Total, que parecía que hubiéramos vuelto al tiempo del Círculo, cuando los miembros de la liga de Meyssonnier, al pie de las murallas de Malevil, y los protestantes de Emanuel parados sobre las almenas, se insultaban con la última grosería (y mucha invención) antes de venirse a las manos. Hasta la médula, dice Peyssou, golpeando la mesa, se la encajaré hasta la médula, a Gazel.

Un poco sorprendido por esta explosión de patriotismo malevilense, di entonces a los compañeros lectura de la respuesta que había preparado en el curso de la tarde y que sometía a su aprobación.

A Fulbert le Naud, cura de La Roque

Mi querido Fulbert:

Según los documentos más antiguos sobre Malevil que tenemos en nuestro poder, y que datan del siglo XV, había en esa época, en efecto, un obispo de la Roque, que fue entronizado en 1452 en la iglesia del burgo por el señor de Malevil, barón de La Roque.

Resulta de esos mismos documentos, sin embargo, que el abate de Malevil no dependía de ninguna manera del obispo de La Roque, sino que era elegido por el señor de Malevil entre las personas del sexo masculino de su familia con residencia en su castillo. La mayoría de las veces, un hijo o un hermano menor. Solamente derogó esta regla Sigismundo, barón de La Roque, que no teniendo ni hijo ni hermano, se nombró a sí mismo abate de Malevil en 1476. Desde esa fecha y hasta nuestros días, el señor de Malevil fue por derecho abate de Malevil, aunque a veces delegase en un capellán el ejercicio de su ministerio.

No cabe duda que Emanuel Comte, en tanto que propietario actual del castillo de Malevil, ha heredado las prerrogativas inherentes a su castellanía. Así lo ha juzgado la asamblea de los fieles que, por unanimidad, ha confirmado en sus títulos y funciones al abate de Malevil.

Por otra parte, no le es posible a Malevil reconocer la legitimidad de un obispo de quien no ha pedido su nominación a Su Santidad y que tampoco ha entronizado en un burgo que forma parte de sus dominios.

Malevil entiende, en efecto, conservar la integridad de sus derechos históricos sobre su feudo de La Roque, aun si en su vivo deseo de paz y de buena vecindad, no prevé, por el momento, acción para hacerlos valer.

Consideramos sin embargo que toda persona habitando La Roque y que se estime perjudicada por el poder de facto establecido en el burgo, puede en cualquier instante acudir a nosotros para ser restablecido en sus derechos.

Pensamos también que el burgo de La Roque debe sernos en todo momento accesible y que ninguna puerta del burgo podría quedar cerrada sin injuria grave ante un mensajero de Malevil.

Te ruego creas, mi querido Fulbert, en la expresión de mis sentimientos más devotos.

Emanuel Comte, Abate de Malevil

Debo subrayar aquí que en mi espíritu esta carta no era más que una farsa destinada a poner a Fulbert en su lugar oponiéndole una parodia grotesca de su propia megalomanía. Incluso debo decir, que en ningún momento y bajo ningún concepto yo me creía ni me tenía por el heredero de los señores de Malevil. Y tampoco tomaba en serio el vasallaje de La Roque. Sin embargo leí mi carta con un aire impasible, estimando que su humor sería así más apreciado por mis compañeros.

Me equivocaba. No lo entendieron para nada. Admiraron el tono de mi carta (es oportuno, dijo Colin) y se entusiasmaron de buena gana por su contenido. Pidieron ver los documentos sobre los cuales se fundaba, y tuve que levantarme para ir a buscar en las vitrinas de la sala de la casa esas memorables reliquias así como la transcripción en francés moderno que el tío había hecho hacer.

Fue un delirio. Fue necesario leer y releer todos los pasajes que establecían que La Roque era nuestro feudo, así como la decisión histórica de Sigismundo de nombrarse a sí mismo abate de Malevil. Y bueno, ves, dice Peyssou, no me hubiera imaginado que teníamos derecho a elegirte como lo hicimos. ¡Hubieras debido mostrarnos esto antes!

La ancianidad de nuestros derechos los sumergía en el delirio. ¡Cinco siglos, dice Colin, te das cuenta! ¡Cinco siglos que se tiene derecho a ser abate de Malevil! No hay que exagerar, dice Meyssonnier, honesto muy a pesar suyo, hemos tenido también la revolución francesa. ¡Pero no ha durado tanto tiempo, dice Colin, no puedes comparar!

Lo que los excitó sobre todo al último grado, fue la entronización del Obispo en nuestro feudo de La Roque por el Señor de Malevil. A pedido de Peyssou expliqué la palabra lo mejor que pude. Bueno, está claro, Emanuel, dice Peyssou, como no has entronizado al Fulbert, no es más obispo que mi culo (aprobación calurosa). Después de eso, no se trató de otro asunto que el de organizar una expedición contra La Roque para vengar el insulto que nos había sido infligido y establecer en él nuestros derechos soberanos.

Asistía mudo al desenfreno de las pasiones nacionalistas que yo mismo había desencadenado. A mi parecer, no podía ya revelar a mis compañeros la intención de parodia que tenía mi carta. Se habían entusiasmado demasiado.

Me hubieran tomado fastidio. Traté sin embargo de calmar a los más ardientes y lo conseguí con la ayuda de Thomas y de Meyssonnier, de Colin después, cuando solemnemente se tomó la decisión de que no abandonaríamos nunca a "nuestros amigos de La Roque" (Colin). Y que en el caso en que fueran molestados o perjudicados, Malevil intervendría como, por otra parte, quedaba dicho en mi carta.

Gazel volvió al día siguiente. Le entregué la carta sin una palabra y se fue. Dos días más tarde, la ZDA estaba terminada y el trigo lo bastante maduro como para que se levantara la cosecha.

Fue un largo asunto, pues hubo que cortar las espigas con la hoz, ponerlas en gavillas, traer las gavillas a Malevil, establecer una área en el primer recinto y separar con el mayal los granos de la paja. La operación movilizó mucha mano de obra y cuando hubo terminado, cada uno de nosotros hubiera podido darle un sentido más nuevo a la bíblica frase sobre el pan y el sudor.

A pesar de todo, fue posible decir que la cosa valía la pena. Aun teniendo en cuenta la parte estropeada por los saqueadores, la cosecha dio una proporción de diez bolsas por una. O sea en total mil doscientos cincuenta kilos de granos. Era poco con relación a nuestras importante reservas para el trigo (debidas en gran parte al botín del Estanque). Era mucho por ser la primera cosecha desde el día del acontecimiento y como promesa para el porvenir.

La noche que siguió a la cosecha, fui despertado por un ligero ruido a mi lado y más precisamente por la imposibilidad en que me encontré al principio en mi semisueño, de comprender el origen. Pero cuando mis ojos se abrieron, aun sin ver nada, pues la noche era oscura, supe que sobre el canapé cerca de la ventana Evelina sollozaba a golpecitos en su almohada.

– ¿Lloras? -dije a media voz.

– Sí.

– ¿Y por qué?

Aquí, una sucesión de sollozos apagados y de resoplidos.

– Porque estoy triste.

– Ven a contarme eso.

No fue más que un salto desde su canapé a mi cama, y se apelotonó en mis brazos. ¡A pesar de que se había rellenado, me pareció todavía bien liviana! Sobre mi hombro, no pesa más que un gatito. Y sigue sollozando.