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Incluso con dos carretas, pusimos cuatro días en vaciar El Estanque. Los habitantes de la ciudad se quejan de sus mudanzas; no se imaginan lo que se puede llegar a acumular de cosas en una granja a lo largo de toda una vida, todas útiles y la mayoría de mucho bulto. Sin contar, por supuesto, los animales, el forraje y el grano.

Por fin, al quinto día se pudo retomar la labranza del pequeño terreno en los Rhunes, ocasión para nosotros de aplicar las nuevas consignas de seguridad. Jacquet aró, mientras uno de nosotros, por turno, montaba la guardia, armado con la carabina en la pequeña colina que domina los Rhunes por el oeste. Si el centinela veía uno o varios individuos sospechosos, la consigna era tirar al aire y no dejarse ver, lo que daría tiempo a Jacquet a que se refugiara en el castillo con el caballo y a nosotros mismos llegar a los lugares de refuerzo con las escopetas -tres, ahora, con la escopeta de Wahrwoorde, cuatro con la carabina.

Era bien poco. Pensé entonces en el arco de Wahrwoorde, que se había revelado como un arma tan peligrosa y tan precisa para un combate de cerca. Birgitta me había enseñado la teoría del tiro, mucho más delicada de lo que se creería a primera vista y, en medio del escepticismo general, comenzaba a ejercitarme en el camino que llevaba al primer recinto. Con un poco de asiduidad, obtuve resultados satisfactorios y poco a poco aumentaba mi distancia. A cuarenta metros, conseguí colocar, en mis días buenos, una flecha sobre tres en el blanco. No era Guillermo Tell, ni tampoco el Wahrwoorde, pero en el fondo era quizá mejor que lo que a la misma distancia podía hacer una escopeta que, a partir de los cincuenta metros, dispersa enormemente sus plomos. Estaba asombrado, también, de la fuerza de penetración de la flecha, que se incrustaba tan bien en el grueso blanco trenzado que a veces me hacían falta las dos manos para retirarla.

Ante estos resultados, el espíritu de competencia se despertó entre mis compañeros y el entrenamiento con el arco se convirtió en nuestro pasatiempo favorito. Muy pronto fui alcanzado y hasta superado por el pequeño Colin quien, a sesenta metros, metía sus tres flechas con regularidad en el blanco y comenzó incluso, poco a poco, a acercarlas al centro.

De nosotros cinco, de nosotros seis contando a Jacquet, a quien todavía no le era permitido tirar, Colin era con mucho el más pequeño y el menos robusto. Estábamos tan acostumbrados a su pequeñez que nos parecía como perteneciente a su esencia y lo llamábamos el pequeño Colin, incluso delante de él. No pensábamos que pudiera ofenderse, ya que nunca había protestado por esa denominación. Y ahí, de golpe, al ver la inmensa alegría que le dio su superioridad sobre nosotros, con el arco en la mano, me di cuenta que siempre había sufrido por su frágil estatura. Hasta el arco mismo era más grande que él. Pero cuando lo tomaba en mano, lo que le sucedía con frecuencia, porque comenzó a ejercitarse más que ninguno de nosotros, era un rey. A mediodía, después del almuerzo, lo veía sentado bajo una de los dos ajimecas de la sala grande, tragándose el pequeño manual de tiro al blanco que Birgitta me había comprado y que yo no había abierto nunca. Total, nuestro pequeño Colin se convirtió en nuestro gran arquero. Así lo empecé a llamar, notando de qué manera la palabra "gran", aun en el sentido figurado, le causaba placer. Convenció a Meyssonnier de que con su colaboración pusiera manos a la obra para hacer otros tres arcos. Según él, todos tenían que tener el suyo, y se pudieron escuchar sus lamentos por no tener su pequeña forja de La Roque (se ocupaba al mismo tiempo de cerrajería y plomería) para fabricarnos las puntas de las flechas. Yo alentaba todas esas iniciativas., porque pensaba que cuando más adelante ya no tuviéramos cartuchos, ni con qué fabricarlos, nuestras escopetas no nos servirían para nada, en un mundo donde la violencia, con toda probabilidad, no desaparecería por falta de armas de fuego.

Un mes había ya trascurrido desde que Momo había tocado la campana para anunciar al alba el nacimiento de los mellizos de Marquesa, cuando una noche, alrededor de las siete, en el momento en que iba a cerrar mi pieza del torreón para bajar a la casa, con mi Biblia bajo el brazo, Thomas ya en el rellano diciéndome, tienes todo del santo varón, y yo, con la mano derecha girando la llave pero con la cabeza dada vuelta del lado de Thomas para contestarle, cuando de pronto el badajo resonó de nuevo, pero no al vuelo, como aquella vez, sino con dos notas graves, y una tercera más débil, volviendo insólito y pesado al silencio que siguió. Me inmovilizó. No podía ser Momo. No era su estilo. Volví a abrir la puerta, deposité la Biblia sobre la mesa, tomé la carabina y pasé una escopeta a Thomas.

Sin una palabra y desde que llegamos al llano, con Thomas adelantándose con sus rápidos trancos, corrí hasta el castillete de entrada. Estaba desierto. La Menou y Momo debían estar en la casa, la primera preparando la comida de la noche, el segundo dando vueltas alrededor de ella con la esperanza de sisar algo. En cuanto a Colin y Peyssou, que esta noche tenían que dormir en el castillete de entrada, no tenían por qué encontrarse allí durante el día. Mirando a las corridas las piezas desiertas del castillete, mientras Thomas se quedaba afuera para vigilar la puerta, me di cuenta hasta qué punto nuestras consignas de seguridad eran insuficientes. Los muros del primer recinto, mucho menos altos que los del segundo, no estaban fuera de escala, ni fuera de alcance de una cuerda provista de un gancho. En cuanto a los fosos, no eran franqueados por un puente levadizo como los del primer recinto sino por un puente que permitía acercarse al pie de las murallas y escalarlas, mientras estábamos todos reunidos en la casa comiendo.

Volví a salir del castillete y, en voz baja, le dije a Thomas que fuera por la escalera de la muralla y de arriba apuntara al o a los visitantes por las aberturas de los matacanes que dominan el portal. Esperé que estuviera en su lugar, luego me acerqué a paso de lobo de la mirilla, la corrí suavemente dos o tres milímetros y acerqué mi ojo con prudencia.

Aproximadamente a un metro de mí, por lo tanto atravesado ya el puente, vi a un hombre de unos cuarenta años a caballo de un gran burro gris, con el cañón de su escopeta en bandolera apareciendo por su hombro izquierdo. Estaba con la cabeza descubierta, muy oscuro de piel y de cabello, vestido con un traje color antracita bastante polvoriento y, detalle que me llamó la atención, llevaba colgado sobre el pecho, a la manera de los obispos, un crucifijo de plata. Me pareció alto y vigoroso. Su fisonomía estaba impregnada de la mayor calma y observé que no parpadeó cuando, levantando la vista en la dirección de los matacanes, vio a Thomas que lo apuntaba.

Abrí ruidosamente la mirilla del todo y grité con fuerza:

– ¿Qué quieres?

El tono brutal no produjo ningún efecto en el visitante. No se sobresaltó, miró hacia la mirilla y dijo con voz grave y sosegada:

– Y bueno, verlos primero y luego dormir esta noche en el castillo. No tengo ningún interés en volver a hacer durante la noche el camino que acabo de recorrer.

Noté que se expresaba bien, hasta con rebuscamiento, articulando con cuidado y con un acento que, sin ser del todo el de aquí, se le aproximaba. Seguí:

– ¿Tienes otra arma contigo además de la escopeta?

– No.

– Te convendría contestar la verdad. Te registraremos en cuanto hayas entrado.

– Tengo un cuchillo de bolsillo, pero no llamo a eso un arma.

– ¿Es a resorte?

– No.

– ¿Cómo te llamas?

– Fulbert le Naud. Soy sacerdote.

Sobre su calidad de sacerdote no hice ningún comentario.

– Escucha, Fulbert. Saca la culata de tu escopeta y métela en el bolsillo de tu chaqueta.

Obedeció en seguida mientras comentaba en tono neutro:

– Son desconfiados.

– Tenemos razón para serlo. Nos han atacado.

Proseguí:

– Escucha, voy a abrirte. Pasa la puerta sin desmontar, te detienes a diez metros y no desmontas hasta que yo te lo diga.

– Entendido.

Levanté la cabeza.

– Thomas, síguele apuntando.

Thomas dijo que sí con la cabeza. Tomé mi carabina con la mano derecha, saqué el seguro, descorrí los dos cerrojos de la puerta, atraje el montante hacia mí y esperé. Cuando Fulbert hubo pasado, cerré la puerta tan rápido que empujé la grupa del asno. Dio un brinco hacia adelante seguido de una espantada que por poco desmonta al visitante. En La Maternidad los caballos se pusieron a relinchar, el burro irguió sus largas orejas y se puso a temblar un poco sobre sus patas cuando Fulbert lo frenó.

– Desmonta -le digo en dialecto- y dame tu culata.

Obedeció, prueba de que comprendía el dialecto. Puse la culata en mi bolsillo. Estaba casi seguro de la inutilidad, en este caso, de tantas precauciones, pero la desconfianza tiene esto de común con las otras virtudes: no es eficaz sino a condición de no admitir excepciones.

Thomas vino de motu proprio a tomar la rienda del burro gris, para llevarlo a un box de La Maternidad. Lo vi descolgar un balde para hacerlo beber. Me detuve para esperarlo y me di vuelta hacia Fulbert.

– ¿De dónde eres?

– De Cahors.

– Sin embargo, comprendes nuestro dialecto.

– No comprendo todo. Existen diferencias de vocabulario.

El asunto debía interesarle porque de inmediato se puso a comparar algunas palabras de nuestro dialecto y del suyo. Mientras hablaba, y hablaba muy bien, yo lo miraba. No era de mucha estatura, como me había parecido, pero tenía buenas proporciones y una elegancia de porte que lo hacían parecer grande. En cuanto a su fisonomía, no sabía qué pensar. Lo dejé terminar sus comparaciones filológicas y dije:

– ¿Vienes de Cahors?

Sonrió y noté que tenía una sonrisa bastante seductora.

– Pero no, vengo de La Roque. Me encontraba ahí en el momento de la bomba.

Lo miré, boquiabierto.

– ¿Entonces hay sobrevivientes en La Roque?

– Pero sí -dijo- hay.

Prosiguió, siempre tan calmo:

– Una veintena.

NOTA DE THOMAS

El capítulo que se acaba de leer está signado por una omisión tan flagrante que voy a interrumpir la narración de Emanuel para repararla. Antes de ello he leído el capítulo siguiente para estar seguro de que Emanuel, como lo hace a veces, no ha vuelto hacia atrás para explicarse tardíamente sobre la circunstancia en cuestión. Pero no. Ni una palabra. Se diría que la ha olvidado.

Pero primero, puesto que de ella se trata, quisiera decir una palabra sobre Miette. Después de todas las efusiones líricas de Emanuel, no quisiera aparentar despoetizarla. Pero Miette es una muchacha de campo como hay tantas. Cierto, es sana y sólida y tiene en abundancia, y son firmes todas las curvas que le gustan tanto a Emanuel. Pero dar a entender que Miette es linda me parece muy exagerado. No es más linda, a mis ojos, que la mujer lavándose de Renoir de la que Emanuel tiene una reproducción en la cabecera de su cama o la foto de Birgitta tirando al arco, que se alza en su escritorio en nuestra pieza (bastante asombroso, en el fondo, que Emanuel haya conservado su foto después de la odiosa carta que le escribió anunciándole su casamiento).