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– Adivinas lo que ha pasado, y que no es por gusto que estoy aquí.

Inclina la cabeza sin contestar en seguida y también lo noto, sin tristeza. Es de poca estatura, con una cara hinchada, mejillas que cuelgan, un cuello tan largo y tan flácido que prolonga la barbilla sin ninguna saliencia hasta su enorme pechera, la que se bambolea al más mínimo movimiento como dos bolsas de avena sobre el lomo de un burro. Dentro de esta grasa viven unos ojos negros bastante lindos y sobre la frente un poco baja, se encrespa por todos lados una cabellera irreprimible, tupida, espesa, rizada y del más puro blanco.

– Ha debido de suceder como me imagino, puesto que te veo -dice con serenidad.

Ni la más mínima emoción y, cosa extraña, el acento de aquí y hasta el giro de la frase.

– Créeme que lo siento, pero no tenía opción. Era tu hijo o yo.

Me da una respuesta del todo inesperada.

– Entra pues -dice, dejando el umbral-, que tomarás algo con nosotros.

Y agrega en dialecto con un suspiro y levantando los hombros:

– Gracias a Dios, no era mi hijo.

La miro.

– ¿Pero hablas dialecto?

– Pero si soy de aquí -dice en dialecto.

Se yergue con un sobresalto altanero, que imprime un considerable bamboleo a las bolsas de avena de las que ya hablé, como diciendo: "no soy una salvaje yo".

– He nacido en La Roque -prosigue-. ¿Conoces al Falvine de La Roque?

– ¿El zapatero que había amaestrado un cuervo?

– Es mi hermano -dice la Falvine con un aire de inmensa respetabilidad-. Entra pues, muchacho, estás en tu casa.

Incluso en una Falvina, hermana del honorable zapatero originario de La Roque, no confío del todo. Pongo el arma en la mano, engrano un cargador en la carabina y cerrando la culata, introduzco la bala en el cañón. Hecho esto, en lugar de pasar primero, empujo a la Falvina delante de mí dentro de la casa so pretexto de cordialidad. Tengo la sensación, cuando toco su espalda, de que mi mano se hunde en manteca.

Nada de sospechoso. Suelo de cemento, emparchado en algunos lugares, paredes del fondo y de los costados conformadas por la roca blanca-gris de la gruta. La han dejado tal cual, sin buscar aplanar su relieve y sus irregularidades. Ni trazas de humedad. En el techo, las vigas y el suelo del otro piso, al que debe dar acceso esa puertita del ángulo del saledizo de mampostería. En la fachada, una ventana, la puerta-ventana y la chimenea. En el interior, los ladrillos no han sido revocados y dejan ver aún la rebarba de la argamasa que los une. Amable fuego en el atrio. Bajo la ventana, una estantería con botas. Un gran armario Luis XV, rústico, al que abro murmurando por fórmula, ¿permites? A la derecha ropa blanca, vajilla a la izquierda. En el centro de la pieza, una gran "mesa de granja" como dicen los parisienses, pero ellos, las flanqueaban con bancos por lo pintoresco, mientras que nosotros preferimos las sillas por lo cómodo. Cuento siete sillas de paja, pero cuatro solamente alrededor de la mesa. Las otras están de adorno. No sé si esto tiene interés, pero lo anoto. Me dirijo a la extremidad de la mesa, imagino que es ahí donde el padre debía presidir y me siento, con la carabina entre las piernas, de espaldas al fondo de la gruta. Domino así la vista de las dos puertas. Hago seña a Thomas de sentarse a mi derecha para que su cuerpo no me tape las dos entradas, y Jacquet, de motu proprio, se sienta con humildad en la otra punta de la mesa, de espaldas a la luz.

Cuando saco de mi bolsillo el paquetito de jamón que la Menou me ha dado antes de irme, la Falvina se siente ofendida y se pone a zumbar a mi alrededor. ¡Que voy a comer sobre un plato y no sobre la mesa! ¡Que me va a hacer freír un huevo para comer con lo demás! ¡Que tengo que aceptar una gota de vino! Acepto todo, menos el vino del que tengo mis sospechas que es malo y en cambio pido leche, que ella me vierte en abundancia en un bol floreado acompañándola con un chorro de palabras; que justamente han vendido el ternero antes del día del acontecimiento, que no saben qué hacer con la leche, que están inundados, y que incluso haciendo la manteca, aún tienen para el chancho.

Los ojos casi se me salen de las órbitas cuando la veo poner sobre la mesa una hogaza y manteca.

– ¡Pan! ¡Tienen pan!

– Pero nuestro pan -dice la Falvina- siempre lo hemos hecho en El Estanque, porque el Wahrwoorde, siempre original, sembraba suficiente trigo como para que nos durara todo el año, y más también. Hasta había que hacer la harina en el molino a rueda, ya que no hay electricidad en El Estanque, y para la manteca, lo mismo, en la mantequera a mano. No quería comprar nada, el Wahrwoorde.

Calzando la hogaza en el cajón del extremo de la mesa y cortando rebanadas para todos como el padre había debido hacerlo en vida, medito sobre esas informaciones. En suma, ese hosco Wahrwoorde quería vivir en su rincón, de sus recursos, con autarquía. Hasta el amor extraconyugal por lo mismo no salía de la familia.

– En cuanto a ese asunto -dice con pudor- no hay ninguna duda. Pero la pobre Cati, por empezar, lo provocaba. Y después, por otro lado, tampoco era su hija. Como tampoco lo es la Miette. Son hijas de mi hija Raimunda.

Al oír nombrar a Miette, me parece que Jacquet, en la otra punta de la mesa, levanta la cabeza y mira a la Falvina con aprensión. Pero esa mirada es cosa de un segundo y desaparece tan rápido que casi dudo de haberla interceptado.

Apenas pruebo el pan. Quiero esperar el huevo prometido. Sin embargo, el gusto de la rebanada de pan campesino bien enmantecada (salan su manteca, en El Estanque, y no con la escasez con que se acostumbra por aquí) me parece deliciosa y un poco melancólica también, de tal modo evoca la vida de antes.

– ¿Y quién cuece el pan aquí? -digo como para testimoniar mi gratitud.

– Hasta estos últimos tiempos -dice la Falvina suspirando- era el Luis. Pero después de su muerte, es el Jacquet.

Habla, habla, la Falvina, mientras da vuelta en redondo en la pieza, sofocada y suspirando, multiplicando los pasos inútiles y pronunciando diez palabras cuando una sola sería suficiente. Para freír tres huevos, porque ostensiblemente no se hace uno para ella (supongo que debe zamparse uno de vez en cuando, cuando está sola, al mismo tiempo que una "gota de vino") tarda una buena media hora, durante la cual, si no estoy bien alimentado, porque espero el huevo para comer mi jamón, estoy por lo menos bien informado.

La Falvina, único punto de semejanza con la Menou, es una vieja que sabe genealogía. Y que tiene que remontarse a los bisabuelos para explicarme que su hija Raimunda tuvo dos hijas de su primer matrimonio, Cati y Miette, y que una vez viuda se volvió a casar con el Wahrwoorde que a su vez era viudo, con dos hijos, el Luis y el Jacquet.

– Y lo que pienso de ese casamiento, te lo imaginas, sobre todo cuando mi pobre Gastón habiendo muerto también, tuve que venir a vivir aquí, lo mismo que decir como los salvajes, sin electricidad, sin agua en la pileta, y ni siquiera el gas butano porque el Wahrwoorde no quería ni oír hablar de ponerlo y a cocinar en la chimenea, como antaño. El pan que no comes en tu casa -prosigue en dialecto mirando al cielo- es muy amargo de tragar. Aunque en diez años, no le haya comido mucho al Wahrwoorde.

Frase que confirma de inmediato mis sospechas sobre su gula clandestina a título de compensación por la tiranía del yerno. Por supuesto, su hija Raimunda, como el pobre Gastón, también ha muerto, en parte por los malos tratos de quien te imaginas, en parte por una mala digestión en el vientre, por lo que su ausencia le hacía más amargo aún el pan del extranjero.

Todo esto me condujo al cabo de mi jamón, de mi huevo y de mi leche, sin que la Falvina, atareada como una gallina en no hacer nada, se hubiera sentado una sola vez a la mesa con nosotros o hubiera comido el más mínimo bocado, continuando con la ficción de su abstinencia más allá de la muerte del Wahrwoorde. Por más charlatana que sea, no me lo ha dicho todo. Entre nosotros, y supongo que también en otras partes, hay dos formas de disimulación: callarse o hablar mucho.

– Jacquet -digo limpiando el cuchillo de mi tío en la miga de mi último resto de pan-, vas a tomar una pala, una azada y vas a ir a enterrar al padre. Thomas te vigilará.

Agrego, haciendo crujir la hoja en su vaina y metiendo el cuchillo en mi bolsillo:

– He observado que sus zapatos estaban en buen estado. Harás el favor de recuperarlos. Los necesitarás.

Jacquet, un poco encorvado y con la cabeza baja para testimoniar su obediencia, se levanta. Me levanto también, con la carabina en la mano, me acerco a Thomas y le digo en voz baja: -Dame la escopeta del padre, no lleves más que la tuya, haz caminar al muchachito delante de ti y cuando cave, mantente a distancia y no le saques los ojos de encima-. Al mismo tiempo, noto que Jacquet, aprovechando este aparte, se acerca a la Falvina y le dice algo al oído.

– ¡Está bien, Jacquet! -le digo con tono autoritario.

Se estremece, se pone rojo y sin una palabra, con los brazos colgando de sus poderosos hombros, enfila la puerta, seguido de Thomas. En cuanto salen miro a la Falvina con seriedad.

– Jacquet ha golpeado a uno de nosotros y ha robado un caballo. No, no lo defiendas, Falvina, sé muy bien que ha obedecido. Pero por otro lado, merece de todos modos un castigo. Vamos a confiscar sus bienes y llevarlo preso con nosotros a Malevil.

– ¿Y yo, entonces? -dice la Falvina, perdida.

– A ti te dejo elegir. Vienes a vivir a Malevil con nosotros, o te quedas aquí. Si te quedas aquí, te dejaré con qué.

– ¿Quedarme aquí? -grita, aterrorizada-. ¿Pero, qué voy a hacer aquí?

Sigue un raudal de palabras que escucho con atención y que me intriga, porque en él falta la única palabra que hubiera esperado de ella: "sola".

Porque quedar "sola" en El Estanque es lo que la debería asustar. Y ella que lo dice todo, no lo ha dicho. Levanto la nariz y huelo el aire como un perro de caza. Sin resultado. Sin embargo, algo me oculta esta menina. Lo supe desde el principio. Algo o alguien. No la escucho más. Y ya que me falta el olfato, utilizo mis ojos. Miro la pieza, la inspecciono minuciosamente. Frente a mí, sobre el tabique de ladrillos a la vista del saledizo, a unos cuarenta centímetros del piso observo una estantería en la que están alineadas todas las botas de la casa. Interrumpo a la Falvina y digo con voz breve:

– Tu hija Raimunda ha muerto. Luis también, Jacquet está enterrando al Wahrwoorde. La Cati estaba colocada en La Roque. ¿Estamos de acuerdo?