El canónigo le observó fijamente. En su rostro anguloso, bien rasurado y cincelado, había una gallarda indulgencia. No era la compasión retorcida de Ennius, sino un sentimiento respetuoso. Con su voz templada, afirmó:
– Le mentiría si pretendiese haberme enterado de todo, pero puede tener la certeza de que le comprendo como no lo hicieron otros. No voy a escatimarle mi reconocimiento. Me admira.Aquí han estado otros artistas.Algunos trataban de aparentar que no me tenían miedo. Ninguno osó hacerme oír sus razones antes de que yo expusiera las mías. Y cuando les di ocasión, ninguno demostró tener ideas tan sólidamente asentadas. Que esté en un error, como creo honestamente, o que esté en lo cierto, como veo que porfiará en sostener, es lo de menos.
– No trato de hacer méritos ante el secretario del Arzobispo -objetó Bálder-. Sé que hará lo que tenga que hacer. El único objeto de mis explicaciones es que no haga esfuerzos en vano.Y a eso no me mueve la caridad, que desde luego no me inspira, sino la incomodidad en que pudiera ponerme mientras se esfuerza.
Livius levantó la vista y la dejó en lo alto, encaramada a alguna voluta del artesonado del techo.
– No sea tan hostil. Ése sí que es un esfuerzo innecesario. Mi misión es ayudarle.
– ¿A qué?
– No vayamos tan deprisa. Antes me gustaría que se hiciera cargo de cómo le he estado ayudando hasta hoy.
– Tengo mucho tiempo, a decir verdad -confesó Bálder-. Si me deja salir de aquí iré a la obra a continuar con algo que no se arruinará por el rato que lo deje sin atender. Pero eso no implica que me apetezca asistir a una sinuosa exposición, al estilo de los restantes canónigos que he conocido. Le agradeceré que abrevie tanto como le sea posible.
– Es usted un insolente, maestro.
– No tengo valor para ser insolente. Estoy cansado, nada más.Tan cansado como nunca pude imaginar que lo estaría. ¿Cómo me ha estado ayudando, Livius?
El canónigo bajó la mirada de las alturas en que la mantenía suspendida.
– Lo cierto -comenzó-, es que no me ha faltado el trabajo con usted. El primero a quien tuve que sosegar fue el canónigo supervisor general, el venerable e impulsivo Gracchus.A los quebraderos de cabeza que me costó aleccionarle para el desempeño de su cargo, moderando sus ímpetus propios de cualquier inexperto, tuve que sumar un par de discusiones, demasiado largas y desordenadas para mi gusto, sobre cómo debía reaccionar ante la humillación pública de que usted le hizo objeto durante la inspección de la obra. Una y otra vez, sin éxito, traté de persuadirle sutilmente de que lo más inteligente era dejarlo correr. Al final tuve que incurrir en algo que detesto: la obviedad. Hube de colocarle en una burda disyuntiva: o dejaba de insistir o esa misma noche el Arzobispo hallaría en el portafirmas el decreto de su destitución. Gracchus no es un hombre apropiado a la autoridad de que se le ha investido, lo que sin duda se rectificará en un futuro cercano, pero ante un planteamiento tan directo tuvo por primera y acaso última vez en su vida la grandeza de ser humilde.
– No sospechaba que Gracchus hubiera mantenido esa actitud -dijo Bálder-. Creí que Náusica le había encomendado que me transmitiera un mensaje. Y a él le creí por encima de mi desplante.
– Náusica no siempre tiene fortuna al escoger a sus mensajeros -juzgó Livius, sin rehuir el nombre que Bálder acababa de introducir calculadamente en la conversación-. Es hábil y astuta, pero también joven y a veces irreflexiva. Mi cometido consiste en parte en estar pendiente cuando su elección no es afortunada. No, maestro, Gracchus no estaba por encima de su desplante, pero pude resolver el problema. Lo malo es que entonces irrumpió otro importuno. Bueno, no exactamente entonces. Durante mi penosa polémica con Gracchus ya me exhibió un informe más bien grotesco que llevaba la firma del hombre en cuestión. El canónigo supervisor general trataba de respaldar con el in-forme sus improcedentes exigencias. Después de que hube logrado que Gracchus entrase en razón, éste vino a verme con un segundo informe, todavía peor que el anterior. No sé si habrá experimentado, maestro, que los hombres se vuelven mucho más necios de lo que son habitualmente cuando se sienten despechados. Leí aquellas cuartillas compuestas con apresuramiento, tan ligeras de seso como recargadas de adjetivos. Tras asimilar la desagradable impresión que produce toda tarea mal cumplida, hube de hacer el sobreesfuerzo de insinuar a Gracchus, quien según atisbé acudía con una secreta esperanza, que lo único que correspondía hacer con aquel informe era quemarlo en la chimenea que ardía junto a nosotros. Ésa que ve ahí. Gracias al cielo, fue el propio Gracchus quien se acercó hasta el fuego y fue introduciendo entre las llamas, una por una, todas las páginas de aquel adefesio.
– Pobre Ennius -consideró Bálder.
– Él no le trataba con tanta delicadeza en esos informes. Caía en una exagerada impiedad al proponer lo que debía hacerse con usted.
– Cumplia con su deber.
– Se equivoca, maestro.Ya había sometido la cuestión a sus superiores y sus superiores no habían compartido su criterio. Debió abstenerse de insistir, y sobre todo con un fundamento aún más exiguo que el de su primera tentativa. Pero no paró ahí. Dos días después, el hombre elevó a Gracchus un tercer informe. El canónigo supervisor general vino a traérmelo en persona. No quise discutirlo con él inmediatamente. Le rogué que me dejara solo y le prometí que al día siguiente le llamaría para debatir al respecto.
Livius se detuvo para tomar un sorbo de agua de un vaso idéntico al que Eunice tenía en la antesala, y que estaba junto a otra jarra sobre una bandeja de plata algo más grande que la de la mujer.
– El tercer informe -siguió- era de una calidad literaria similar a la del segundo. En contraste, contenía una minuciosa relación de hechos que presentaba algún rigor. El maestro tallista había sacado por la fuerza a un enfermo de neumonía de la enfermería y lo había trasladado al palacio, donde el enfermo había muerto, creando un grave riesgo para la salud de operarios y artistas. El maestro tallista se abstenía con regularidad de cumplir el horario establecido. Por último, el maestro insistía, a sabiendas, en expulsar a un espía del Arzobispado entre los operarios. La conclusión del informe, aunque candorosamente formulada, tenía cierta lógica: el maestro tallista representaba un peligro incontrolado, y aun teniendo en cuenta las excepcionales directrices que la superioridad pudiera tener sobre él, urgía tomar medidas para neutralizarle. Sin perjuicio de lo que la superioridad decidiera a la vista del informe, el canónigo informante advertía que procedía a denegar la solicitud de expulsión del espía y a ordenar la detención cautelar del maestro tallista.
– Tuvo poco tiempo para redactar ese informe -recordó Bálder-. Nunca sospeché que Ennius fuese tan laborioso.
– Ya padecía de obcecación. Un hombre obcecado no rehúye el sacrificio, aunque no aproveche a nadie. Llamé a Gracchus esa misma noche. Le supliqué que me permitiera saber por qué me seguía torturando con los desvaríos de aquel cretino y ante sus insuficientes justificaciones me limité a rogarle que impidiera, si estábamos a tiempo, que el importuno obstruyera su solicitud y sobre todo, perpetrara la extravagancia de detenerle. Si el espía había dado razones a su superior para pedir su expulsión, eso sólo acreditaba la incompetencia del espía. Agregué que el que el canónigo supervisor general y yo estuviéramos hablando de aquello a la una de la madrugada probaba igualmente la incompetencia de redactor del informe y hacía planear dudas sobre la competencia del propio Gracchus.
– Su ayuda llegó a tiempo. Se me permitió deshacerme del espía y no fui detenido. Incluso me preguntaron si necesitaba algo. Pero yo ya no necesitaba nada.
– Lo sé. Gracchus se apresuró a comunicarme, a la mañana siguiente, que había obligado al importuno a de-sistir y a ofrecerle al maestro tallista cuanto pidiese. Era una bonita mañana, y llegué a creer que no volverían a molestarme con el asunto. Confié en que Gracchus sabría lo que debía hacer con aquel pelma. Craso error.
– ¿Hubo algo más? -preguntó Bálder.
– Sí. Tras haber venido formulando reiteradas protestas verbales, que el canónigo supervisor general, por indicación mía, hubo de terminar recriminándole con desabrimiento, ayer remitió un cuarto informe, el último. Denunciaba incumplimiento de horarios y falta de fe en la obra. Sólo le dije a Gracchus que si me obligaba a hacer que el Arzobispo firmase la destitución de aquel monigote, él iría por delante.
Livius torció los labios en algo remotamente semejante a una sonrisa,
– Y ahí, al fin -suspiró-, Gracchus se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Cuando me garantizó que ya no recibiría más informes sentí un alivio inconmensurable. Como si hubieran acabado tres meses de estreñimiento, si me permite tan zafia comparación. Pero entonces advertí que surgía un peligro.Ya no había nadie entre Gracchus y usted. Antes de que el canónigo supervisor general de la obra tuviese alguna idea descarriada, le comuniqué que usted pasaba a estar bajo mi supervisión directa. Murmuró algo acerca de la irregularidad del procedimiento y mencionó que ya había pensado en un sustituto para el importuno, un hombre anciano y poco aficionado a buscarse problemas. Tampoco hizo demasiado hincapié. Es uno de los pocos detalles por los que le debo gratitud.Y así es como ha llegado usted hasta este despacho, esta mañana.
– Un itinerario singular, aunque no haya sido consciente de él -apreció Bálder, sin entusiasmo.
– No parece estimar en mucho mis desvelos -dedujo Livius.
– No alcanzo a percibir en qué habrán de favorecerme.
– Por lo pronto, puede estar ahí sentado, haciéndose esa pregunta. Los planes que otros tenían para usted le habrían conducido hace tiempo a un asiento menos confortable y a una habitación con peores vistas.
Bálder se volvió hacia la catedral. Señalándola, se burló:
– ¿Peores todavía?
– A mí ésa no me parece una mala vista. ¿Sabe algo? Nunca he estado en la obra. Siempre la he mirado desde aquí. Al principio, cuando no estaban las torres, resultaba poco llamativa. Ahora hay días en que la encuentro muy hermosa. Como sin duda habrá notado, amanece detrás de ella.Yo comienzo mi jornada muy temprano.Algunas mañanas de verano y de otoño el panorama llega a embargar el espíritu.
El extranjero movió la cabeza afirmativamente.
– Dichoso usted, Livius. Allí, en eso que usted contempla desde tan lejos, hay ahora un hatajo de infelices. Un panorama algo menos despejado que el suyo les tiene embargado, sí, ésa podría ser la palabra, hasta el último jirón de lo que les queda de espíritu.Y no sólo cuando amanece, en el otoño o el verano.