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Un ruido le despertó en mitad de la noche. Se puso en pie y aguzó el oído. Lejos, fuera del recinto, sonaba algo que podían ser los cascos de un caballo. También creyó escuchar un carruaje. Iba a ir a investigar cuando en la abertura de la lona apareció alguien envuelto en un manto negro de pieles. El visitante echó hacia atrás la capucha que le ocultaba la cabeza y la plateada cabellera de Náusica se derramó sobre su atuendo. Bálder la miró, pero los ojos violetas se hurtaron a los suyos. Ella contemplaba, sonriente, la talla que en medio de las lámparas, detrás del extranjero, parecía la imagen de una deidad sobre el altar de su culto. La muchacha se acercó a la figura. Estuvo más de un minuto estudiando los pormenores de la talla, sin que el extranjero, tras barajar posibles alternativas, atisbara otra que dejarla hacer. Al fin, Náusica volvió hacia él la vista.

– ¿Por qué la boca así? -preguntó.

– Lo soñé.

– ¿Lo soñaste?

– Lo soñé todo. No eres tú -afirmó Bálder.

– Yo no lo creo -se opuso Náusica-.Y es extraordinaria. ¿Cómo pudiste hacerla sin tener el modelo delante?

– Me acordaba de mi sueño.

– Así que has estado soñando conmigo.

– No contigo.

– ¿Y cuál es la diferencia? -le desafió, señalando la talla.

– En mi sueño a ella la buscaba. A ti no te busco.

– Ah, es eso.

Náusica se encaramó sobre el banco de trabajo de Bálder. Cruzó las piernas y el manto se abrió, dejando ver un tobillo desnudo y un pie calzado con una sencilla sandalia. Estuvo pensativa durante unos instantes.

– Si yo fuera tú -dedujo-, me fiaría del sueño y de esta preciosa figurita de madera, y no de tus silogismos.

– ¿Por qué, si puede saberse?

– Los sueños los gobierna el corazón. Esta figura puede tocarse.Tus silogismos no son más que humo.

Bálder caminó hasta la talla. Se apoyó sobre su hombro y dijo a Náusica:

– No sabía que tú tuvieras corazón.

– Tú no sabes nada, porque no quieres enterarte.

– Me ocupo de lo mío. No tengo espías que se metan en los asuntos de otros.

– Te he dejado en paz. Has hecho lo que se te ha antojado. ¿O no? He cumplido mi compromiso.

– Horacio te contó esto. Te avisó de que yo estaba esta noche aquí. Corrígeme si me equivoco.

Náusica alzó los ojos. Al resplandor de las lámparas, Bálder reparó en que eran oscuros como el mar en invierno.

– No le pedí que lo hiciera -se zafó.

– Pero lo has aprovechado. Creí que nunca vendrías. Que aguardarías a que yo fuera a tus aposentos. Por eso me hiciste llamar y aprender el camino. ¿Te has vuelto impaciente o es que has empezado a dudar?

– Ni lo uno ni lo otro.

– ¿Entonces?

– Tenía curiosidad. Supuse que me halagaría ver esto.

– Pudiste venir anoche, o anteanoche. Ella estaba aquí y yo en mi celda.

Náusica se rió.

– Vine. Pero no vi lo que he visto esta noche. Ni las lámparas, ni tu silla frente a mi imagen. ¿Cuántas horas has estado sentado ahí?

– No eres tú -repitió Bálder, con fastidio.

– Lo seré -amenazó Náusica, radiante.

– Mientras tanto, vete -rogó el extranjero.

– No. Hay algo que quiero enseñarte.

– Si no has traído guardias para obligarme, vete.

– No necesito guardias. Te va a interesar. Ten fe en mí. Náusica se bajó del banco y echó a andar hacia la salida del coro.

– No te seguiré a ninguna parte -advirtió Bálder. Náusica no se detuvo. Mientras avanzaba, interrogó:

– Voy a las torres. Si no vienes, no tendré más remedio que pensar que te da miedo subir.

Náusica desapareció y Bálder se dejó caer sobre su silla. Transcurrieron quince minutos. El extranjero sabía que ella no se había ido, pero no se oía nada.Tomó una lámpara y salió a echar un vistazo. Recorrió el recinto sin hallar rastro de ella. Junto a una de las brechas en los muros del templo localizó el carruaje y el caballo que le habían despertado. Un hombre inmóvil estaba al pescante. Se dirigió hacia las torres. Ante la entrada de una de ellas estaba el manto de Náusica. No quería seguirle el juego, pero sólo tenía dos opciones. O bien volvía al coro, apagaba todas las lámparas, cubría la talla y emprendía el camino del pueblo y de su celda, o bien cogía aquel manto y se internaba en la torre. Si hacía lo primero, le esperaba la sensación del deber cumplido, y seguramente nada más. La segunda opción era inadmisible, pero de pronto le incitaba como le había incitado, en su sueño, el beso de la doble de Náusica. Ahora, sin embargo, no se trataba de deseo. Era la llamada de algo impredecible, frente al tenue reclamo de un desistimiento que ya había vivido y devaluado en su memoria.

Iluminado por la temblorosa luz de la lámpara, el interior de la torre era más opresivo de lo que recordaba de su primera ascensión. Durante los primeros tramos, no obstante, le fue fácil mantener el equilibrio. A medida que la subida fue haciéndose más complicada, Bálder se maravilló de que ella hubiera podido subir sin luz. Cuando llegó a la altura de las columnas sobre las que se alzaba el resto de la torre, a unos treinta metros sobre el suelo, gritó:

– Náusica.

No obtuvo más respuesta que el eco de su voz, rebotando hasta extinguirse en el ánima de la torre. A partir de allí el espacio se estrechaba acusadamente. Más arriba la pared exterior dejaba de ser un muro continuo, y un poco más arriba aún la pared que servía de eje a la escalera era sustituida por el vacío. La otra vez que había subido había necesitado bastante lentitud y las dos manos. Ahora llevaba en una el manto de Náusica y en la otra la lámpara. Estuvo a punto de arrojar las pieles e iniciar el descenso. Pero siguió adelante. Si aquella niña retorcida le retaba, no podía huir, demostrando que no era capaz de enfrentarse a ella. Iba a llegar hasta arriba, y una vez allí, le devolvería su manto y volvería a bajar. Entonces podría cubrir su talla e irse a dormir.

Bálder fue pasando de un tramo a otro, superando las penalidades con el auxilio de aquella orgullosa determinación. En un par de ocasiones estuvo a punto de caer hacia el interior de la torre. La primera vez estaba a sólo un par de metros de la plataforma sobre la que habría ido a estrellarse. La segunda, a más de diez. A pesar de ello, no dudó de su empeño. Aferró la lámpara y apretó el manto contra sí, aspirando con rabia el olor de Náusica, prendido en las pieles. Trepó por los escalones cada vez más altos, pegándose a la piedra. Porfió, despreciando el riesgo, hasta que la escalera se acabó y el aire helado de la cumbre bañó su frente.

En la atalaya, en efecto, estaba Náusica, sin inmutarse bajo el frío del que la protegía sólo una liviana vestidura. Bálder dejó la lámpara en el suelo y le echó el manto sobre los hombros. Después se apoyó sobre una de las troneras y mientras recuperaba el aliento se fijó en las luces del pueblo, que titilaban abajo, en la distancia.

– Has subido -murmuró Náusica, impasible.

– Vi el manto y temí que te enfriaras, o que resbalases -se mofó Bálder.

– No hay peligro. He subido cien veces. Siempre de noche, ahora y también en invierno.

– ¿Cien veces? En tu habitación casi me juraste que nunca habías estado en la obra.

– ¿Eso hice? Bueno, de noche esto no es propiamente la obra.

– ¿Y no traes nunca luz?

– Me guío con las manos. Es más seguro. Tú, en cambio, has podido matarte.

– Sí. Pero no me he matado. ¿Era eso lo que querías probar?

Náusica apartó la cara.

– Parcialmente -admitió-. Dos hombres murieron, en esta misma torre. Como tú, dieron demasiada importancia a traerse luz. En el momento decisivo, les faltó una mano.

– Quizá les sobró algo, más bien -aventuró Bálder.

– ¿Eso crees?

– Yo no he venido a reunirme contigo. No tengo ningún deseo de ti. He venido a librarme de ti.

– ¿Vas a tirarte? Ah no. Es a mí a quien vas a tirar.

– No. Primero he llegado hasta arriba, para que sepas que no puedes intimidarme. Ahora bajaré, para que sepas que puedo darte la espalda. Cuando te quedes sola, tenlo en cuenta. Quizá te venga alguna idea. Mientras baje tendré ocupada la mano derecha con la lámpara. Conoces la torre mejor que yo, y no dudo que podrás acercarte sin que te oiga. No voy a volver la cabeza.

Náusica se abstrajo en el paisaje nocturno. Estuvo así, callada, durante un buen rato. La brisa agitaba sus cabellos. Bálder, por su parte, aguardaba a que se espaciaran sus pulsaciones.

– ¿Y qué les faltó, en tu opinión? -preguntó ella, de repente.

– ¿Cómo?

– A los otros. Me da igual lo que les sobrara. ¿Qué les faltó y tú tienes, maestro?

Bálder no contestó enseguida.

– Quizá el recuerdo de algo mejor que tú.

– ¿Camila? -propuso Náusica, con sarcasmo.

– No sólo ella. ¿Quieres que te sea sincero?

– Por supuesto.

– Recuerdo algo que no ha existido jamás del todo, y que sin embargo se impone a todo lo que existe -dijo el extranjero, dejándose arrastrar por una súbita inspiración-. Asomó a veces, en Camila y en otros, aquí y antes.Asoma, todavía, donde menos lo espero. Creo que hace unas horas cometí un error respecto a la talla que está abajo, en el coro.Ahora siento que ella también es parte de mi recuerdo.Te parecerá raro, pero puedo rechazarte, en parte, porque recuerdo a una Náusica mejor que tú. Esa figura no es tu retrato, sino el de ella. Deberías hacer que la destruyeran. Pero ni siquiera me dolería. Puedo repetirla tantas veces como quiera y preferirla a ti. Mi recuerdo, en todos sus trozos, en todas sus formas, incluso la tuya, está aquí dentro, y nada de lo que hay en esta tierra puede borrarlo. Náusica le escuchaba con escepticismo.

– Derrotaré a tus fantasmas -prometió, altiva-. Mejor aún: ellos te derrotarán.Te irán consumiendo, mientras ellos se consumen, y cuando estés solo, vendrás a mí. Nunca haré que destruyan la figura. Si ahora no lo es, será mi retrato cuando ya no recuerdes eso de lo que tanto te precias. Has probado ser fuerte hasta donde nadie lo probó antes, pero también me has desvelado la debilidad que te rendirá a mí. Me gusta tu fuerza y me gusta tu debilidad, porque son infrecuentes y también porque son la misma cosa.

– Quizá no aguante siempre -dudó Bálder, pasando por alto la última frase de Náusica-. Pero puedo durar años. Apuesto a que no tendrás la paciencia.

– Adiós, Bálder -le despidió Náusica, arrobada-. Baja sin miedo. Yo me quedo aquí. La noche es demasiado bonita para irse tan pronto.Vuelve a soñar conmigo.