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– Nunca te he odiado por ti misma y ahora te odio menos que nunca. Las serpientes muerden para vivir. Mejor o peor, es lo que perseguimos todos. Nadie debe ser odiado por eso. Uno elige su camino, y encuentra una serpiente. Es mala suerte, no culpa de la serpiente. Si uno puede matar a la serpiente, la mata y en paz. Si matarla está fuera del alcance o de la habilidad de uno, basta con evitar que muerda. Si eso es inevitable, hay que sacarse el veneno. Si uno no puede o no sabe, hay que enfermar, o morir.Y eso nacemos todos listos para hacerlo. No tendría que asombrarte. Te dije que tus respuestas no iban a hacerme cambiar de opinión. He asumido tu oscuridad.

– Aquí no hay nadie más que tú y yo. Nadie está espiando. Nada te impide matar a la serpiente -le retó Náusica.

– No soy tan estúpido como pareces sospechar. La serpiente ya me ha mordido. Cualquier esfuerzo que dedique a quitarle los dientes es inútil. Me da igual que tú vivas o mueras. Una víbora rabiosa más o menos, en qué alterará el mundo.

– Ahora sí me estás insultando. Desde hace un rato, en realidad.

– Es probable.

– ¿Te das cuenta de que has tenido la descortesía de hacerme tus preguntas y pretender largarte sin darme ocasión de decirte para qué te he llamado?

– ¿Es indispensable que me lo digas?

– Sí.

– ¿Será largo?

– Será mejor que te sientes. Estoy harta de verte ahí de pie como un poste.

– Sólo por hacerte el favor -se plegó Bálder.

Náusica se echó hacia atrás en su asiento. Cruzó las piernas y dejó apuntados hacia el extranjero sus pies descalzos. Tras asegurarse de que poseía toda la atención de Bálder, arrancó a hablar:

– No sé si tengo que avisarte, en primer lugar, de que no suele ser ésta la forma en que se me trata. Tampoco suelo condescender como lo estoy haciendo contigo, esta noche y antes.

– Eso no es asunto mío.

– Lo es. ¿No te has preguntado por qué dejo que me trates de ese modo?

– No daría el dedo meñique por saberlo.

Náusica suspiró.

– Mi vida no es especialmente divertida, aunque dispongo de todos los esparcimientos que puedan comprarse. Hay días que me traen cosas dignas de ser admiradas, pero cada vez me dura menos el interés. Cada vez me dura menos todo, en general. Sé que Gracchus se volverá incompetente en menos tiempo del que le ha llevado aTullius. El sexto, tu antecesor, me duró la mitad que el quinto. Hasta hace poco no me había detenido a pensar en las causas de que todo fuese tan insatisfactorio. Pero después del sexto se me ocurrió que podía estar cometiendo algún error. Repasé la lista completa y encontré que a todos, en un momento u otro, los había comprado. Con favores, con poder, con miedo. Fue entonces cuando me propuse que con el siguiente fuera distinto. Sólo tuve que esperar a que tú aparecieses. Si mi comportamiento iba a ser otro, el elegido debía merecerlo. Apenas te vi, intuí que eras quien esperaba. Luego, cuando abordaste a Tullius, cuando te marchaste dando la mano a aquella pobre infeliz, estuve segura.

– ¿Por qué? -la atajó Bálder-. Ni veo para qué puedo servirte ni tampoco aspiro.

– Porque no pides permiso para moverte en terreno extraño.Yo soy una persona extraña, o eso me achacan, al menos. Siempre he sentido que todos me pedían permiso y eso me ha llevado al desencanto.Te elegí porque adiviné que no ibas a pedirme permiso para hacer lo que deseo de ti.

– ¿Y si no hiciera eso que deseas?

– En el supuesto de que aquellos a quienes corresponde decidir esas cosas dieran en hacerte lo que le hicieron al sexto, no me opondría -imaginó Náusica.

– ¿Es una amenaza?

– Es una simple posibilidad. Nunca te amenazaría. Quiero que tú lo elijas; si te amenazara te estaría comprando como compré a los otros. Mientras no me convenzas de que me defraudarás, podrás hacer lo que quieras. No interferiré. Me quedaré aquí, contando los días y las noches, sin impacientarme.

Bálder se puso en pie.

– Con tu permiso, estoy harto de incoherencias.Ya veo que a ti te entretiene, pero no he venido a ayudarte a matar el rato.

– ¿A qué incoherencias te refieres? -protestó Náusica.

– No he podido apuntarlas todas. Estoy cansado y sería una tarea infinita. Tampoco te recrimino. Supongo que es por la vida que llevas. Ser coherente debe de parecerte una disciplina completamente inútil.

– Dime alguna de esas incoherencias.

– Te interferiste con Camila.

– No para asustarte. Sólo por abreviar.

– Comprendo. ¿Tienes alguna otra cosa que decirme?

Náusica lo escrutó aviesamente.

Sólo una -anunció-. Quiero que lo veas todo. Así, cuando estés por ahí, luchando contra tus ganas de volver a esta habitación, tendrás que recordar lo que te aguarda y te dolerá cada minuto que lo retrases. No voy a ser mezquina contigo, maestro. Busco que lo olvides todo, o todavía más, que reniegues. No como otros lo hicieron, por cobardía. Será tu mismo atrevimiento lo que te conducirá a mí.

Entonces sucedió algo que Bálder había de recordar, meses y años después, como si se estuviera repitiendo, segundo por segundo, ante sus ojos. Fue un espectáculo a la vez grandioso y patético, feroz y pausado, orgulloso y triste. Náusica, sin abandonar el diván sobre el que yacía, fue desabrochando las cintas que mantenían su camisa de dormir cerrada sobre el cuello, el pecho, el vientre, y la abrió después entregando a la luz de la estancia todo su cuerpo, desde la garganta hasta los tobillos. Una vez que la tela estuvo extendida a ambos costados, apoyó la barbilla sobre uno de sus brazos y contempló a Bálder. Éste trataba de asimilar la belleza anormal de aquella muchacha blanca y estriada de aristas de huesos, extraviado a medio camino entre los pechos infantiles y el vientre torcido, al filo mismo del vacío, en una postura lúbrica e improbable. Al fin, pudo repelerla:

– Nunca me atreveré a eso.

– No tiene que ser hoy. Te dejo tiempo para pensarlo -repuso Náusica.

Permaneció allí quieta, sin ofenderse ni cubrirse; hasta que Bálder comprendió que ella no iba a moverse y, dando media vuelta, se marchó de la habitación.