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Capítulo 24

Elizabeth no apartó los ojos del cogote de su padre, le resultaba imposible dirigirlos a otra parte. Trató de no inhalar el olor, pero éste se le acumuló en la garganta, obturándole la tráquea.

– Hola -dijo con voz ronca.

Su padre no se movió. Permaneció con la vista al frente.

El corazón de Elizabeth dejó de latir un instante.

– ¿Hola? -repitió detectando un matiz de pánico en su propia voz.

Sin pensarlo dos veces entró en la habitación y corrió hacia él. Se arrodilló y le escrutó el rostro. Su padre no se movió y siguió mirando al frente. El pulso de Elizabeth se aceleró.

– ¿Papi? -El apelativo infantil le salió sin querer, debido al pánico. Antaño le parecía normal. Esa palabra significaba algo. Tendió los brazos hacia su padre para tocarlo, le puso una mano en la cara y otra en el hombro-. Papá, soy yo. ¿Estás bien? Háblame -instó con voz temblorosa. Notó que él tenía la piel cálida.

Su padre parpadeó y Elizabeth soltó un suspiro de alivio. Poco a poco él se volvió hacia su hija.

– Ah, Elizabeth, no te he oído entrar.

Su voz sonaba como si llegara de otra habitación. Era amable; ni rastro del tono de aspereza.

– Te he llamado -dijo Elizabeth en voz baja-. He entrado por el camino en coche. ¿No me has visto?

– No -contestó sorprendido volviéndose de cara a la ventana.

– ¿Pues qué mirabas entonces?

También ella se volvió hacia la ventana y el panorama la dejó sin aliento. La escena (el sendero, la verja del jardín y el largo trecho de camino) la sumió por un momento en el mismo trance que a su padre. Las mismas esperanzas y deseos del pasado regresaron en ese instante. En el alféizar de la ventana había una fotografía de su madre que nunca antes había estado allí. De hecho, Elizabeth creía que su padre se había deshecho de todas las fotografías después de que su madre se marchara.

Pero aquella imagen suya silenció a Elizabeth. Hacía mucho tiempo que no veía a su madre; carecía de rostro en la mente de Elizabeth. Ya sólo era un recuerdo borroso, más un sentimiento que una imagen. Verla le causó una gran impresión. Fue como mirarse a sí misma, su perfecta imagen reflejada. Cuando recobró la voz habló trastornada en voz baja.

– ¿Qué estás haciendo, papá?

Él no movió la cabeza, no pestañeó, sólo tenía la mirada ausente y una voz desconocida que le salía de lo más hondo.

– La he visto, Elizabeth.

Palpitaciones.

– ¿A quién? -Pero ella sabía a quién.

– A Gráinne, tu madre. La he visto. Al menos eso es lo que creo. Hacía tanto tiempo que no la veía que no estoy seguro. Busqué la foto para que me ayudara a recordar. Para que cuando venga a pie por el camino me acuerde.

Elizabeth tragó saliva.

– ¿Dónde la viste, papá?

Su voz sonó más aguda y ligeramente perpleja:

– En un campo.

– ¿En un campo? ¿Qué campo?

– Un campo de sueños, lo llaman. Se la veía tan contenta bailando y riendo tal como hacía siempre. No ha envejecido ni un día -añadió perplejo-. Pero tendría que haberlo hecho, ¿no? Tendría que ser mayor, como yo.

– ¿Seguro que era ella, papá?

Elizabeth se estremeció.

– ¡Claro que sí! Se balanceaba en el viento como los dientes de león, el sol resplandecía sobre ella como si fuese un ángel. Era ella, seguro.

Ocupaba muy erguido el sillón, ambas manos apoyadas en los brazos, y parecía más relajado que nunca.

– Aunque iba un niño con ella y no era Saoirse. No, Saoirse ya es adulta -se recordó a sí mismo-. Era un chaval, me parece. Un crío rubio, como el chico de Saoirse…

Sus pobladas cejas semejantes a orugas se fruncieron por primera vez.

– ¿Cuándo la has visto? -preguntó Elizabeth sintiendo a un tiempo miedo y alivio al darse cuenta de que era a ella a quien su padre había visto en el campo.

– Ayer -dijo él sonriendo al recordar-. Ayer por la mañana temprano. Vendrá a verme pronto.

Las lágrimas inundaron los ojos de Elizabeth.

– ¿Has estado sentado aquí desde ayer, papá?

– Sí, no me importa. No tardará en venir, pero tengo que recordar su cara. A veces no me acuerdo, ¿sabes?

– Papá -la voz de Elizabeth era un susurro-, ¿no había nadie con ella en el campo?

– No -Brendan sonrió-, sólo ella y el chico, que también parecía muy feliz.

– Lo que quiero decir es -Elizabeth le estrechó la mano; la suya parecía infantil al lado de la piel curtida de su padre- que yo estuve en el campo ayer. Era yo, papá, estuve cazando semillas de diente de león con Luke y un hombre.

– No. -Negó con la cabeza y puso cara de pocos amigos-. No había ningún hombre. Gráinne no estaba con ningún hombre. Pronto vendrá a casa.

– Papá, te prometo que éramos yo, Luke e Ivan. Quizá te confundiste -insistió con toda la delicadeza que pudo.

– ¡No! -chilló él para sobresalto de Elizabeth. La miró indignado-. ¡Vendrá a verme a casa! -La fulminó con la mirada-. ¡Márchate! -gritó al final soltando de un manotazo la menuda mano de Elizabeth.

– ¿Qué? -Le palpitaban las sienes-. ¿Por qué, papá?

– Eres una mentirosa -le espetó él-. Yo no vi a ningún hombre en el campo. Sabes que ella está aquí y la mantienes apartada de mí -dijo entre dientes-. Tú te pones trajes y te sientas en despachos, no tienes ni idea de lo que es bailar en los campos. Eres una mentirosa, corrompes el aire que respiras. Márchate -repitió en voz baja.

Elizabeth lo miró, consternada.

– He conocido a un hombre, papá, un hombre guapo y maravilloso que me ha estado enseñando todas esas cosas -comenzó a explicar.

Su padre acercó la cara a la de ella hasta que las narices de ambos casi se tocaron.

– ¡¡Márchate!! -gritó.

A Elizabeth se le saltaron las lágrimas y la recorrió un temblor al ponerse de pie con precipitación. Su dormitorio pareció girar como un remolino cuando vio todas las cosas que no quería ver en su desorientado estado: viejos ositos de peluche, muñecas, libros, un pupitre, la misma funda de edredón. Salió disparada hacia la puerta, sin querer ver nada más, incapaz de ver nada más. Con mano temblorosa buscó a tientas la cerradura mientras los gritos de su padre para que se marchara iban en aumento.

Abrió la puerta de un tirón y salió corriendo al jardín llenándose los pulmones de aire fresco. Unos golpes en la ventana la hicieron girar en redondo. Quedó de cara a su padre, que gesticulaba enojado echándola del jardín. Se le cortó el aliento, y mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, abrió la verja y la dejó abierta porque no quería oír el chirrido de los goznes al cerrarse.

Condujo el coche camino abajo a toda velocidad sin mirar por el retrovisor, sin querer volver a ver aquel lugar, deseosa de no tener que conducir por el camino de la decepción nunca más.

No volvería a mirar atrás.