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Capítulo 17

– Oh, Dios mío, oh, Dios mío -chillaba Poppy con deleite dando saltitos camino del coche de Elizabeth-. Me gustaría darle las gracias a Damien Hirst por inspirarme, a Egon Schiele -se secó una lágrima imaginaria del ojo-, Bansky y Robert Rauschenberg por proporcionarme obras de arte tan increíbles que me han ayudado a desarrollar mi mente creativa, abriéndola delicadamente como un capullo en flor y por…

– Ya basta -siseó Elizabeth apretando los dientes-. Todavía nos están observando.

– Bah, seguro que no, no seas tan paranoica.

El tonillo de Poppy pasó de la euforia a la frustración. Se volvió de cara a la caseta de la obra.

– ¡No te vuelvas, Poppy! -ordenó Elizabeth como si le gritara a un niño.

– Venga. ¿Por qué no? No están mi… Oh, sí que miran. ¡ADIÓÓÓÓS! ¡GRAAAACIAS!

Saludó con las manos como una loca.

– ¿Acaso quieres perder tu empleo? -amenazó Elizabeth negándose a darse la vuelta. Sus palabras tuvieron el mismo efecto que habrían tenido en Luke cuando lo amenazaba con quitarle su Play-Station. Poppy dejó de brincar en el acto y ambas siguieron caminando en silencio hacia el coche. Elizabeth notaba dos pares de ojos clavados en la espalda.

– No puedo creer que hayamos conseguido el trabajo -dijo Poppy jadeando una vez dentro del vehículo, comprimiéndose el corazón con la mano.

– Yo tampoco -rezongó Elizabeth abrochándose el cinturón de seguridad antes de poner el coche en marcha.

– ¿Qué te pasa, gruñona? Cualquiera diría que no hemos conseguido el encargo -la acusó Poppy acomodándose en el asiento del copiloto y sumergiéndose en su propio mundo.

Elizabeth pensó en ello. En realidad no era ella quien había conseguido el encargo, sino Poppy. Se trataba de la clase de victoria que no parecía en lo más mínimo una victoria. ¿Y qué diablos pintaba Ivan allí? Había dicho a Elizabeth que trabajaba con niños. ¿Qué tenía que ver el hotel con los niños? Ni siquiera se había quedado el tiempo suficiente como para que Elizabeth lo averiguara, puesto que había salido de la habitación en cuanto les llevaron los cafés, sin despedirse de nadie aparte de Elizabeth. Caviló sobre este detalle. Quizás estuviera metido en negocios con Vincent y ella había aparecido durante una reunión importante, cosa que explicaría por qué Vincent se había mostrado tan grosero y ensimismado. En fin, fuera lo que fuese, necesitaba informarse y le enojaba que Ivan no lo hubiese mencionado la víspera. Tenía planes que hacer y la sacaban de quicio semejantes trastornos.

Tras separarse de una sobreexcitada Poppy se encaminó hacia Joe's para tomarse un café y reflexionar.

– Buenas tardes, Elizabeth -gritó Joe.

Los otros tres clientes se sobresaltaron con su repentino arrebato.

– Un café, Joe, por favor.

– ¿Para variar?

Elizabeth sonrió con la boca cerrada. Eligió una mesa junto a la ventana que daba a la calle mayor. Se sentó de espaldas a la ventana. No había ido allí a distraerse, necesitaba pensar.

– Disculpe, señora Egan.

La viril voz americana le dio un susto.

– Señor West -dijo Elizabeth sorprendida al levantar la vista.

– Por favor, llámeme Benjamin. -Benjamín sonrió y señaló la silla junto a la de ella-. ¿Le importa que me siente?

Elizabeth apartó sus papeles para hacerle sitio.

– ¿Le apetece tomar algo? -preguntó.

– Un café me vendría de perlas.

Elizabeth agarró su tazón y lo levantó hacia Joe.

– Joe, dos Frappacinos de mango en vaso largo, por favor.

A Benjamin se le encendieron los ojos.

– Me está tomando el pelo. Creía que aquí no servían es… -Se vio interrumpido por Joe, que dejó con desgana dos tazones de café con leche aguado en la mesa. El líquido rebosaba por los lados de los tazones-. Vaya -concluyó decepcionado.

Elizabeth volvió su atención al despeinadísimo Benjamín. Su abundante cabello oscuro formaba una corona de rizos alrededor de su cabeza y tenía una sombra de barba negra como el azabache que le crecía desde el inicio del peludo pecho hasta los pómulos. Llevaba unos téjanos gastados y mugrientos, una cazadora tejana igualmente sucia, unas botas cubiertas de turba que habían dejado un rastro desde la puerta hasta la mesa bajo la cual estaban formando un montoncito de barro seco. Una raya de mugre negra se acumulaba debajo de sus uñas y, cuando apoyó las manos encima de la mesa delante de Elizabeth, ésta se sintió obligada a desviar la mirada hacia otro lado.

– La felicito por lo de hoy -dijo Benjamin pareciendo sinceramente contento-. Ha sido una reunión muy exitosa para usted. Ha conseguido llevarse el gato al agua. En estos pagos dicen sl á inte, ¿verdad? -Levantó su tazón de café.

– ¿Cómo dice? -preguntó Elizabeth con frialdad.

– Sl á inte. ¿No se dice así?

Parecía preocupado.

– No -dijo Elizabeth contrariada-, quiero decir, sí, pero no me refería a eso. -Negó con la cabeza-. No me he llevado ningún gato al agua, como dice usted, señor West. Conseguir este contrato no ha sido ningún golpe de suerte.

El cutis tostado por el sol de Benjamin se sonrosó levemente.

– Oh, no pretendía dar a entender eso ni mucho menos y, por favor, llámeme Benjamin. Señor West suena muy formal. -Se revolvió incómodo en su silla-. Su ayudante, Poppy… -desvió la mirada intentando encontrar las palabras adecuadas- es una muchacha con mucho talento, tiene montones de ideas muy pasadas de rosca y Vincent tiene una filosofía bastante parecida a la suya, aunque a veces se deja llevar y nos toca a nosotros decirle que vuele más bajo. Verá, parte de mi trabajo consiste en asegurarme de que esto se construya a tiempo y respetando el presupuesto, de ahí que me proponga hacer lo que normalmente hago, a saber, demostrar a Vincent que no disponemos de suficiente dinero para trasladar las ideas de Poppy del papel a la práctica.

El pulso de Elizabeth se aceleró.

– Entonces querrá un diseñador que no resulte tan caro. Señor West, ¿ha venido aquí para convencerme de que renuncie al proyecto? -preguntó Elizabeth con frialdad.

– No. -Benjamin suspiró-. Llámeme Benjamin -insistió-, y no, no estoy intentando convencerla de que renuncie al proyecto. -Lo dijo de una manera que hizo que Elizabeth se sintiera tonta-. Oiga, sólo intento echarle una mano. Me doy perfecta cuenta de que no está contenta con la idea en general y, a decir verdad, tampoco yo creo que los lugareños vayan a quedar muy contentos con ella. -Hizo un gesto que abarcó a toda la clientela de la cafetería y Elizabeth intentó imaginarse a Joe yendo a almorzar un domingo a un «útero de terciopelo». No, decididamente no tendría éxito, al menos no en aquella localidad.

Benjamin prosiguió.

– Me importan mucho los proyectos en los que trabajo y creo que este hotel tiene un enorme potencial. No quiero que termine pareciendo un santuario de Las Vegas consagrado al Moulin Rouge.

Elizabeth había iniciado el gesto de levantarse de su asiento.

– Bueno -dijo Benjamin muy seguro de sí mismo-, he venido aquí a verla porque me gustan sus ideas. Son sofisticadas al mismo tiempo que confortables, son modernas pero no demasiado modernas, y la ambientación que propone atraerá a un amplio abanico de gente. La idea de Poppy y Vincent resulta demasiado temática y distanciará a tres cuartas partes del país de inmediato. No obstante, usted quizá podría inducirles a poner un poco más de color local. Coincido con Vincent en que el concepto que usted defiende necesita parecerse menos a un albergue rural y más a un hotel. No queremos que la gente crea que tiene que seguir la tradición consistente en caminar descalza hasta los Macgillycuddy's Reeks para arrojar un anillo justo en medio.

Sintiéndose ofendida, Elizabeth se quedó boquiabierta.

– ¿Cree que usted podría trabajar codo con codo con Poppy? -preguntó Benjamín haciendo caso omiso de su reacción-. Ya sabe, ¿atenuando sus ideas… considerablemente?

Elizabeth se había preparado una vez más para repeler un ataque furtivo, pero resultó que Benjamín estaba allí para ayudarla. Carraspeó para aclarar una garganta que no precisaba ser aclarada y se estiró el faldón de la chaqueta del traje sintiéndose torpe. Una vez compuesta dijo:

– Bueno, me alegra que ambos estemos en el mismo bando, pero aun así…

Indicó a Joe con gestos que le sirviera otro café y pensó en la fusión de sus colores naturales con los tonos chillones de Poppy.

Benjamín rechazó enérgicamente con la cabeza el ofrecimiento que le hizo Joe de otro café. El primer tazón seguía intacto delante de él.

– Bebe mucho café -comentó cuando Joe puso el tercer tazón en la mesa delante de Elizabeth.

– Me ayuda a pensar -respondió Elizabeth tomando un gran sorbo.

Hubo un momento de silencio.

Elizabeth salió de su trance.

– Muy bien, tengo una idea.

– Caramba, eso sí que es un efecto rápido -sonrió Benjamín.

– ¿Cómo? -Elizabeth frunció el ceño.

– He dicho que…

– Vale -interrumpió Elizabeth sin siquiera oírle, arrastrada por sus ideas-. Digamos que el señor Taylor tiene razón, que la leyenda sigue viva y que la gente ve este sitio como un nido de amor y tal y cual. -Hizo una mueca, obviamente nada impresionada por semejante creencia-. Nos encontramos con un mercado que hay que satisfacer, que es donde las ideas de Poppy darán resultado, pero las mantendremos a un nivel mínimo. Quizás una suite de luna de miel y un rincón íntimo aquí y allí; el resto podrían ser mis diseños -añadió, contenta-. Con un poco más de color -añadió con menos entusiasmo.

Benjamin sonrió.

– Yo me encargo de Vincent. Por cierto, cuando antes he dicho que usted se ha llevado el gato al agua en la reunión no he querido decir que careciera de talento para respaldar sus ideas. Me refería al truco de hacerse la loca. -Se tocó la sien con un dedo manchado y lo hizo girar.

El buen humor de Elizabeth se esfumó.

– ¿Cómo dice?

– Ya sabe -Benjamin sonrió de oreja a oreja-, el papel de «veo a los muertos».

Elizabeth le miró de hito en hito sin comprender nada.

– Caray, el tío sentado a la mesa. Ese con el que hablaba. ¿Le suena lo que le estoy diciendo?

– ¿Ivan? -preguntó Elizabeth insegura.

– ¡Así se llama! -Benjamin chasqueó los dedos y se recostó en el respaldo de su silla riendo-. Eso es, Ivan, el socio silencioso.

Las cejas de Elizabeth subieron hasta casi salírsele de la frente.