De repente, Koos Ich se vio rodeado de enemigos. Ni uno de sus hombres estaba a la vista. Derribó a dos de los guerreros de Amanecer y a un mexica antes de que un hombre-jaguar saltara sobre él y lo abatiera. Sentía los brazos como dos fardos rellenos de arena. Todo el poder de la yerba xulub parecía haberse agotado, pero intentó levantarse.

Entonces el nahual le golpeó con su macana en pleno rostro y la guerra terminó para Koos Ich con un destello que apagó su conciencia.

Una vez roto el frente, las tropas de la Triple Alianza penetraron sin dificultad a través del terreno dominado por los guerreros itzá-xiu . Los supervivientes dieron media vuelta y corrieron, abandonando el campo a sus enemigos. Ya no podían hacer nada allí, y sus mermadas fuerzas iban a ser necesarias para defender el campamento.

Mientras los restos de la tropa iban llegando, el batab lanzó al aire un tronco encendido. Ésta fue la señal para que los pajes que vigilaban las hogueras empezaran a arrojar a ellas cestos llenos de chiles.

– ¡Vamos, vamos! -gritó Hun Uitzil Chaac mientras él mismo colaboraba en lanzar los chiles al fuego.

Había visto caer a su joven co-nacom en la batalla; sabía que ahora todas las decisiones dependían de él. La situación era desesperada y en ese momento sentía tener más de cien años. Pero cumpliría con su deber hasta el final. Se apartó con rapidez, mientras un espeso humo salía de cada una de las hogueras y se arrastraba hacia la falsa colina. Era una idea de una asombrosa sencillez: en un terreno plano, el viento siempre corre en dirección al punto más elevado. En este caso, el campamento mexica.

– Preparaos para resistir -aconsejó Piri a los turcos.

No muy lejos de ellos, Lisán se dispuso también para el inminente combate. Sujetó la macana con ambas manos, separó las piernas, y esperó.

– Allah esté con nosotros -musitó-. Si mi destino es morir aquí y ahora, que Él me conceda acabar antes con unos cuantos de los que asesinaron a mis hermanos.

– Que tu Dios y el Nuestro escuchen tu plegaria, Lisán al-Aysar.

El andalusí se volvió. Sac Nicte estaba junto a él, sujetaba un propulsor de hueso en la mano derecha y un puñado de flechas, delgadas y largas como jabalinas, en la izquierda.

– Deberías estar en la retaguardia, con los otros sacerdotes.

– Es aquí donde debo estar.

Miró a la mujer con desánimo.

– ¿De qué ha servido nuestra presencia? -se preguntó-. No hemos cambiado nada. Todo ha salido mal.

– Es la decisión de los dioses -dijo ella. Y añadió, tragándose sus propias lágrimas-: Al menos vamos a morir juntos, ya que no pudimos vivir así. Que tu último pensamiento sea para mí, Lisán al-Aysar. Asimismo, el mío será para ti, y de esa forma nos encontraremos en una próxima vida. Recuerda lo que has aprendido, tu voluntad puede hacer que tu alma no se pierda en el chu'lel y regrese de nuevo al mundo. Envuélvela con nuestros recuerdos y los dos regresaremos para revivir el amor que ahora sentimos el uno por el otro. Pero debes atar tu alma a este mundo, Lisán al-Aysar -apretó con fuerza el puño-, debes concentrarte en atar tu alma a este mundo…

El andalusí asintió e intentó fingir confianza en las palabras de la mujer.

– Ataré mi alma a ti -dijo-. Los sufíes afirmamos que si puedes presenciar sin temor la propia destrucción y el fin de todo lo que te rodea, quizás asistirás al milagro del jalq al-yadîd , la Creación Continua al Final del Tiempo.

– Que así sea -musitó Sac Nicte. Y añadió con una calma helada-: Ya están ahí.

Lisán se volvió hacia donde la mujer señalaba. Envueltos por jirones de aquel humo aceitoso, fueron apareciendo, uno tras otro, los guerreros cocom de Amanecer. Tosían e intentaban apartarse las lágrimas de los ojos enrojecidos para volver a ver con nitidez, frotándoselos desesperados con los antebrazos. Algunos se arrastraban por el suelo o iban a cuatro patas, casi asfixiados por el humo de los chiles.

No pasa un instante en el que no seamos disueltos en Allah , rezó.

En ese momento, Hun Uitzil Chaac se puso en pie y agitó un tronco en llamas sobre él mientras lanzaba un aullido. Todos los guerreros que se habían congregado en la retaguardia se lanzaron entonces contra los invasores y empezaron de nuevo los combates individuales.

De repente el viento cambió de dirección y el humo se volvió hacia ellos. Sac Nicte miró a los sacerdotes de Uucil Abnal, pero éstos seguían inmóviles, como estatuas de carne.

– No debería estar pasando esto -dijo la mujer-. La magia de nuestros enemigos es demasiado poderosa. Sus hechiceros están usando toda la sangre derramada contra nosotros.

El andalusí parpadeó.

– ¿Qué está sucediendo? -preguntó.

Sac Nicte señaló a los sacerdotes que permanecían rígidos, con los ojos en blanco.

– Ellos están ahora en otro lugar. Sus almas pelean en el Inframundo con las de los sacerdotes mexica . Pero están siendo derrotadas.

Lisán apenas podía distinguir algo en medio de todo aquel caos y ya empezaba a notar los primeros efectos del humo. Los luchadores de ambos bandos habían quedado velados por aquella niebla falsa. Oía los gritos y golpes que se producían a su alrededor, pero apenas veía nada más allá de unos pocos pasos a su alrededor. Únicamente siluetas que combatían. Y una de aquellas sombras se dirigió en línea recta hacia ellos. Pero ¿era amigo o enemigo? Alzó su macana y se preparó para luchar o morir, mientras que por el rabillo del ojo veía que Sac Nicte colocaba un dardo en el propulsor y lo lanzaba con un movimiento fluido.

Y un cocom se derrumbó a sus pies con una jabalina clavada en la garganta.

Otro guerrero de Amanecer apareció junto a Sac Nicte. Durante un instante, la mujer no lo vio. Sus ojos lagrimeaban a causa del humo de chile, estaba preparando otro dardo cuando fue sorprendida por su ataque.

– ¡Nicte! -gritó Lisán.

Ella intentó volverse para acuchillarlo con el dardo, pero no tuvo tiempo. Se vio obligada a lanzarse al suelo para no ser alcanzada por el arco que trazó el arma de su enemigo. Sin pensarlo dos veces, el andalusí cargó contra él. Pasó sobre Sac Nicte, que gateaba para alejarse y, levantando su arma por encima de su cabeza, intentó descalabrar al cocom de un mazazo. Éste lo paró, interponiendo su macana, y luego golpeó a Lisán en el pecho con el escudo. El andalusí cayó hacia atrás y, por un momento, todo se volvió turbio. El humo se le metía por la nariz y hacía que los ojos le ardieran. Tosió con fuerza intentando despejar sus pulmones. A través de la humedad que empañaba su vista vio al guerrero correr hacia él.

Alzó la macana en un desesperado intento de protegerse, pero no fue necesario. Uno de los dardos de Sac Nicte se clavó en la espalda de su atacante. Y, al instante, antes de que alcanzara el suelo, otro se clavó junto al primero.

Se había levantado una brisa que arrastraba de nuevo el humo de chile hacia la colina.

Los sacerdotes de Uucil Abnal agitaban con fuerza unos braserillos de jade e invocaban a sus dioses silbando sus nombres. Era el último y desesperado esfuerzo para vencer la magia de sus enemigos, pero varios nahual saltaron sobre ellos, les arrancaron incensarios y amuletos, para luego derribarlos a puñetazos. Los mexica y sus aliados cocom dominaban ya el campamento, y sus esclavos corrían de un lado a otro arrastrando por el pelo a los guerreros itzá y tutul xiu maniatados como corderos.

Los tres turcos y un puñado de itzá corrieron hacia Lisán y Sac Nicte perseguidos por una tropel de enemigos. La expresión de la mujer era de fría determinación mientras colocaba un nuevo dardo en el propulsor. Realizó varios lanzamientos e hizo blanco en cada ocasión.

– Sabes manejar eso, mujer -dijo Piri con admiración.

Lisán contó a los guerreros que acompañaban a los turcos: nueve.

– ¿Sois todos? -preguntó.

– Todos los que quedamos en pie -le respondió uno de los itzá.

– ¿Qué va a pasar ahora? -preguntó Jabbar.

– Primero acabarán con nosotros -le respondió Sac Nicte-. Bueno, intentarán capturarnos con vida. Luego se dirigirán hacia Uucil Abnal para destruir nuestra ciudad.

– Te aseguro, mujer, que mí no me van a capturar vivo -dijo Dragut.

Jabbar miró a un lado y a otro buscando al siguiente enemigo con el que combatir. Mexicas y cocom formaban un gran círculo a su alrededor. Alguien se abrió paso entre aquellos guerreros cubiertos de sangre y penetró en el interior. Era un hombre grueso, vestido con el atuendo de un alto dignatario.

– Por fin volvemos a encontrarnos, dzul -dijo señalando a Lisán.

Lisán reconoció al Halach Uinich de Amanecer, el hombre que había ordenado asesinar a sus compañeros.

– Yo también te recuerdo -dijo el andalusí entre dientes.

– Tenemos órdenes de capturaros con vida, dzul. Se os tratará bien. Debes saber que…

El Halach Uinich enmudeció súbitamente y bajó la vista hacia su pecho. Miró con una expresión de incredulidad el dardo que se había clavado limpiamente en el centro de su esternón. Cayó de bruces, como un árbol cortado de raíz, y el sonido seco de su cuerpo estrellándose contra el polvo pareció ser la señal que esperaban sus guerreros para atacar. Sac Nicte ya había colocado una nueva flecha en el propulsor. Dragut saltó fuera del grupo y se adelantó hacia la aullante oleada que se les venía encima. Detuvo un golpe que a punto estuvo de arrancarle la macana de los dedos y lanzó uno que el guerrero mexica bloqueó con facilidad. Pero antes de darle tiempo a replicar desenvainó el cuchillo de acero que aún llevaba al cinto y, sin miramientos, lo clavó bajo la barbilla de su enemigo. Un movimiento rápido y preciso, un giro de derecha a izquierda, y un borbotón de sangre escapó por la boca y congeló en un rictus de sorpresa la mirada del mexica . Dragut escupió a un lado, asqueado. Dos cocom lo rodearon, rugiendo como fieras auténticas, pero manteniéndose a distancia. Se encogió de hombros y se limpió en el peto el filo ensangrentado de su cuchillo. Luego, agazapado como un león al acecho, esperó el ataque final.

– Olvidaos de atraparme vivo -siseó.

Dragut estaba agotado, pero se defendió con bravura de los cocom , y de tres guerreros mexica que acudieron para rodearlo. Fue una hazaña increíble que entre los cinco no pudieran capturarlo con vida. El turco se debatía y se escurría como una anguila entre ellos, su cuchillo era rápido y certero como la uña de un escorpión, y dejó a los dos cocom sangrando en el suelo antes de que uno de los mexica lo alcanzara en el vientre, con tanta fuerza que a punto estuvo de partirlo en dos.