– Reza por mí, faquih.

Lisán contempló a Yusuf caminar tras el anciano. Le parecía ver aquella escena a través de una cortina de agua que lo distorsionara todo. Su mente estaba tan confusa que sólo pudo rogar a Allah para que aquella atrocidad acabara lo más rápido posible para todos ellos.

El Sarray se detuvo en la base de la empinada escalinata y el sacerdote se apartó a un lado. Allí lo esperaban dos hombres-tigre que le indicaron con gestos que debía empezar a subir. Él miró hacia arriba y cerró con fuerza los ojos. Trató de recordar el rostro de sus hijos, la sonrisa de alguna de sus esposas, pero no consiguió ver ante sus párpados cerrados más que la mancha en negativo del disco del sol. Uno de los guerreros lo aferró por el brazo y lo empujó hacia arriba. Empezó a trepar, muy despacio, por los escalones que conducían a la terraza superior de la pirámide truncada. Eran tan estrechos que no parecían haber sido tallados para pies humanos. La algarabía de los tambores, el trino agudo de las flautas, apagaron los rezos y gemidos de los compañeros que habían quedado atrás.

Llegó sin aliento a la amplia plataforma superior. Cinco sacerdotes estaban congregados alrededor de una piedra cubierta de sangre seca, frente a un macizo templo cuadrado. Sobre la puerta de éste había sido tallada la figura de una criatura de aspecto horrendo que, espatarrada boca abajo como un demonio ejecutando una cabriola, le dirigía una mirada maligna con sus abultados ojos de sapo. Uno de los oficiantes se había despojado de su túnica negra y empuñaba en la mano derecha un afilado cuchillo de obsidiana. Su cuerpo, cubierto por un pequeño taparrabos blanco, parecía reseco y ceniciento, enfermizo, salpicado de pequeños cortes y cicatrices. Con un gesto, indicó al Sarray que se acercara.

– Esto no puede ser real -musitó Yusuf estremeciéndose.

Se dio la vuelta y miró hacia abajo. La multitud se arremolinaba en torno a la pirámide. Sus amigos eran manchas pintadas de rojo y negro perdidas entre la masa de carne cobriza. No pudo distinguir a Lisán.

– No es real…

Los ojos de los dos hombres-tigre lo observaban despiadados desde detrás de sus máscaras. Yusuf consideró la proposición de Ismail de luchar por su vida, pero comprendió que no tendría opción ninguna, y que rebelarse ahora sólo haría que su muerte resultara más penosa, y quizá más indigna. Sabía que es en el momento de la muerte cuando las criaturas revelan su verdadera naturaleza. El cerdo chilla y se resiste como si lo poseyeran los demonios, porque es una criatura inmunda. Los corderos en cambio saben que su destino es el sacrificio, porque son seres sometidos a su realidad. Pero él no podía admitir que le estuviera sucediendo algo así. A él, al ahijado de ibn Kumasa. No podía admitir que Dios los hubiera hecho pasar tan largo calvario en el mar sólo para reservarles este destino.

Mientras dudaba si rezar o maldecir, si debatirse o dejarse hacer, los cuatro sacerdotes lo sujetaron por los brazos y las piernas. Intentó entonces resistirse, pero ya fue inútil porque aquellos hombres demostraban mucha experiencia en sus movimientos. Lo levantaron en vilo y lo tumbaron de espaldas sobre el mojón de piedra cubierto de sangre coagulada. Tiraron con fuerza de sus miembros, obligando a su pecho a arquearse.

El quinto se acercó con el cuchillo de obsidiana brillante entre las manos.

Yusuf gritó una súplica para Allah, pero su voz fue apagada por el horrible sonido de la carne al desgarrarse. El chamán había clavado el cuchillo en el lado izquierdo de su pecho y cortaba con destreza hacia el centro del tórax. Dos movimientos rápidos, firmes, llenos de crueldad. Inmediatamente, metió la mano en la herida y extrajo su corazón palpitante. Yusuf pudo oír el repugnante sonido de succión que hizo la víscera cuando fue arrancada de su pecho. Incluso, antes de perder la conciencia, pudo ver con sus propios ojos cómo latía en la mano de aquel salvaje, cómo la sangre resbalaba por su antebrazo.

Luego, la oscuridad.

El chamán elevó su trofeo sanguinolento hacia el sol, ofrendándole los últimos latidos al astro que ocupaba en ese momento el cenit del cielo. Luego, arrojó el corazón al interior del templo cuadrado que estaba tras él y volvió a introducir la mano en el pecho abierto del sacrificado, que daba ya sus últimos estertores. Recogió un poco de sangre en el hueco de su palma y embadurnó con ella sus cabellos.

Los cuatro oficiantes arrastraron el cuerpo sin vida del Sarray hacia el borde de las escalinatas y lo empujaron suavemente hacia abajo. El cadáver rebotó por los empinados escalones, un muñeco agujereado y sangrante, seguido de cerca por los dos hombres-tigre, que parecían querer asegurarse de que nada lo retuviera en su caída. Llegó al suelo, frente a sus aterrorizados compañeros, que no podían dar crédito a lo que acababa de suceder. Nunca habían contemplado un espectáculo tan espantoso. Sus ojos se volvían una y otra vez hacia el cuerpo mutilado. No querían mirarlo, pero no podían dejar de hacerlo. Ismail fue el único en reaccionar. Se volvió hacia uno de los guardias e intentó golpearle en el rostro con sus puños, los dientes rechinándole de pura rabia. Pero un par de guerreros cayeron sobre él y lo inmovilizaron en el acto y sin dificultad, cuidando de no herirlo ni hacerle daño.

Mientras tanto, al pie de la pirámide, la ceremonia continuaba en su horror creciente, sin prestar atención al débil conato de rebeldía. El sacerdote anciano parecía discutir con un grupo de guerreros jóvenes, hasta que señaló a uno de ellos. Éste se acercó al cuerpo del Sarray y con diestros golpes de pala le cercenó la cabeza. La atravesó con una vara de madera y se la llevó al Halach Uinich , que observaba la escena sentado bajo un palio. Los hombres-tigre se ensañaron entonces con el cadáver de Yusuf, golpeándolo con sus macanas como si cortaran las ramas de un tronco caído. En unos instantes lo descuartizaron por completo, y cada uno de ellos se llevó un miembro o un pedazo de carne, como lobos hambrientos repartiéndose los despojos de una presa.

El anciano se acercó entonces a los horrorizados cautivos y señaló a Jamîl.

– ¡No! -gritó el muchacho, mientras se apretaba contra Lisán buscando cobijo-. ¡No permita que me lleven, señor!

Lisán intentó hacerles frente y ayudar al muchacho, pero sus brazos parecían de cera caliente. Sin embargo, abrazó al mawla de Ahmed, con todas sus fuerzas, que ya no eran muchas, hasta que uno de los guardias le golpeó en los riñones desde atrás. El nativo lo empujó contra el suelo y con un pie aplastó el rostro del faquih contra la arena.

Jamîl intentó en vano zafarse de los guardias, que lo sujetaron mientras gritaba e intentaba darles patadas. Al ver que no obedecía, el anciano llamó a dos hombres-tigre que lo agarraron por sus ensortijados cabellos y lo arrastraron sin miramientos escaleras arriba.

Lisán dejó escapar un largo sollozo de desesperación e impotencia, mientras contemplaba, aprisionado contra el suelo, al desdichado muchacho, conducido como una res camino del matadero.

Un poco más tarde, el cadáver de Jamîl caía rodando por las escalinatas. Dividieron su cuerpo en trozos siguiendo el mismo sangriento ritual por el que antes había pasado Yusuf.

Le tocó el turno a uno de los turcos, que sollozaba y gemía, la mirada extraviada, implorando compasión mientras ascendía por aquellas fatídicas escalinatas. Luego le llegó la vez a Ismail… y a Farid… pero Lisán ya no tenía conciencia de estar allí. Seguía tirado en el suelo, con el rostro humillado contra el polvo, aunque ninguno de los guardias nativos lo retenía ya. Las lágrimas y los mocos resbalaban por sus mejillas y él se sentía perdido en una pesadilla de la que no podía despertar.

Cerraba los ojos con fuerza y los volvía a abrir. Una y otra vez. Quería despertar de una vez, pero era imposible. Y cada vez que sus ojos se abrían, una imagen de un horror indescriptible entraba por ellos…

Varias cabezas atravesadas por un palo que les entraba y salía por las sienes…

Dos mujeres recogiendo a brazadas los intestinos que habían quedado desparramados y metiéndolos en un cesto…

Un perro blanco olisqueando un despojo sanguinolento…

El batir de los tambores se había transformado en un trueno continuo, una carcajada burlona que lastimaba sus oídos. Hasta que llegó la noche. La oscuridad quedó rota por las grandes hogueras que se encendieron al pie de la pirámide. Alrededor de ellas hubo cánticos y bailes, y el aroma de la carne y la grasa humana al asarse impregnó el aire como un aceite espeso que se pegara a las narices. En medio de todo, solo, aparentemente olvidado por sus captores, Lisán al-Aysar se balanceaba al borde mismo de la locura. Algo se había roto para siempre en su alma. Empezó a incorporarse. Su conciencia parecía rodeada por almohadones que amortiguaban los sonidos, los colores y las sensaciones. Se sentía como un borracho que apenas empezara a recobrar el sentido.

Un hombre-tigre estaba plantado frente a él. Sus ojos brillaban a través de los orificios de su máscara, su boca estaba abierta y la lengua colgaba a un lado. Jadeaba y un hilillo de saliva resbalaba por entre sus dientes puntiagudos y le mojaba la barbilla. Lo miraba.

Lisán sintió que todo el vello de su cuerpo se erizaba. Aquellos ojos… estaba lo bastante cerca para ver con claridad que ya no eran humanos.

La criatura empezó a cambiar. Lentamente, de modo que únicamente era posible apreciar las mutaciones si apartaba la vista un instante para luego volver a mirar. Pero estaba transformándose. Su cráneo se estiró y los dientes crecieron en su mandíbula con un crujido de huesos astillándose. La proporción de los huesos de las piernas y los brazos varió en relación con el cuerpo, una larga cola se desenrolló a su espalda. Sus manos se transformaron en garras. De repente, el hombre había desaparecido y lo que Lisán tenía ahora ante él era un tigre de piel moteada. Intentó gritar con todas sus fuerzas, pero de su garganta no logró arrancar ni un gemido. Recordó entonces que llevaba horas gritando, enloquecido, y que ya no le quedaba aliento. El tigre avanzó indolente hacia él, cruzó a su lado y siguió su camino sin prestarle atención. No era el único que temía a aquella bestia, los nativos se apartaban de su paso, incluso los perros se escabullían aullando lastimeramente.

Lisán alzó la vista hacia el cielo y rogó a Allah para que su vida acabara en ese preciso momento, para que no tuviera que vivir con el recuerdo de ese día.

En lo alto brillaban las estrellas y la luna llena.