Capítulo cuatro
Uno de los primeros recuerdos de mi infancia, tenía yo entonces siete años, y el más vivido con toda seguridad, es el de un velatorio. Mi tío Antonio, el hermano pequeño de mi madre, había fallecido, y en el salón de nuestra casa se había instalado el ataúd. Para mí todo ese espectáculo de señoras mayores enlutadas y llorosas y de hombres trajeados con corbata negra, crespón en la bocamanga y rostro serio y circunspecto era algo que oscilaba entre la excitación y el terror. Era mi primer contacto con la muerte, si bien todavía no comprendía muy bien su significado.
Mientras zascandileaba por la estancia se acercó mi padre y me cogió de la mano. Tenía un aspecto imponente con su traje negro y su fino bigotito también completamente oscuro, en el que empezaban a vislumbrarse algunas aisladas hebras blancas. Lleno de miedo me dejé arrastrar por su firme mano hasta el ataúd de mi tío y cuando mi padre abrió la tapa me fue imposible alejarme de allí. Su mano era como un inmenso cepo de hierro que atenazaba la mía haciendo baldíos y dolorosos mis desesperados intentos por desasirme.
– Mira ahí dentro -me dijo con una voz semejante al sonido de un trueno en plena tormenta-. ¿Qué ves?
Intenté decir algo pero sólo me salía un inaudible hilillo de voz.
– Habla fuerte y firme -volvió a decir mi padre-. ¿Qué es lo que estás viendo?
– Es el tío Antonio -conseguí decir con grandes esfuerzos-. Está muerto.
– ¿Y no ves nada más?
– No -contesté sin saber qué es lo que quería mi padre y rezando a Dios fervientemente no por el alma de mi tío sino por la mía propia, tan grande era el temor que sentía en esos momentos.
– Pues hay algo más y ya es hora de que lo sepas. Observa la cara de tu tío Antonio, macilenta, amarillenta, arrugada. Es la imagen clara de una vida disipada y de pecado. Observa a tu tío, que yace aquí muerto y piensa en lo que puede ser tu vida si en lugar del camino recto sigues sus desorientados pasos. Tu tío era un borracho disoluto y mujeriego que desconocía la palabra sacrificio y sólo pensaba en su propio placer. Era además un rojo que cuando se inició nuestra gloriosa cruzada contra el comunismo ateo y separatista se unió al ejército republicano, luchando contra Dios y contra España.
– Alberto, por Dios, es sólo un niño, no le hables de esas cosas -dijo mi madre, que se había acercado hasta nosotros al adivinar el sesgo que tomaba la conversación.
– Vete a atender a nuestros visitantes y déjanos en paz -contestó desabridamente mi padre-. Quizá si no hubierais sido tan tolerantes con vuestro hermano su vida habría tomado otro camino. El niño ya tiene edad suficiente para distinguir lo que está bien y lo que está mal, y si no es capaz de hacerlo por sí mismo, yo tengo la obligación de enseñárselo, así que no nos vuelvas a interrumpir más. Ocúpate de tus obligaciones que yo me ocuparé de las mías.
Aguantándose las lágrimas y con una mirada de infinita tristeza mi madre se alejó de nosotros. Recuerdo que en vez de compadecerme de ella sentí rabia por lo que suponía una innoble cobardía en quien parecía que iba a ser mi aliada. En contraste, mi padre asió mi mano con la suya fuertemente. Lo que no era sino un reflejo autoritario, para que no me escapara de su lado, lo interpreté como un gesto de afecto y camaradería.
– Hace unos años, hijo -volvió a hablarme-, España se encontraba al borde del abismo. Una gentuza sin moral ni principios, enemigos de la religión y de la patria, se habían adueñado del poder y estaban destruyendo los valores más sagrados. Afortunadamente no estaban del todo perdidos y un grupo de militares aguerridos, ayudados por el pueblo sano y la gente de orden, se sublevó contra ese estado de cosas e inició un alzamiento nacional, que por sus características fue considerada una glo-riosa cruzada de liberación. Yo estuve allí desde el primer momento. Algún día te enseñaré las medallas que me concedieron por mi valor. Pero las medallas no son lo más importante, lo más importante es que cumplí con mi deber. Desgraciadamente no todos los españoles hicieron lo mismo. Algunos, intelectuales pervertidos, masas ignorantes y obreros resentidos, intentaron oponerse a nuestro heroico levantamiento con las armas en la mano y por culpa de su acción nuestra amada patria sufrió una devastadora guerra que la tuvo ensangrentada durante casi tres años. Tu tío, ese hombre al que ves ahí dentro -dijo mostrándome de nuevo su cerúlea cara dentro del ataúd-, fue uno de esos antipatriotas que se sublevó contra el nuevo orden que se quería imponer en España.
– ¿Por qué hizo eso? -pregunté aterrado, incapaz de comprender que alguien fuera tan malvado como para oponerse al triunfo del Bien.
– Eso sólo Dios lo sabe -respondió mi padre-. Él nos ha creado para que le glorifiquemos, pero algunos se tuercen y en vez de agradecer al Creador el don que nos ha regalado, le vuelven la espalda y reniegan de él. Y al negarle, niegan también todo aquello que Él nos ha dado, la patria, la familia, la moral. No se puede ser español si no se es católico, eso métetelo bien en la cabeza. Tu tío no lo entendió así y mira cómo ha acabado, muerto. Ya desde joven fue un rebelde total. Agitador y propagandista rojo participó en huelgas obreras. Afortunadamente tú ya no tendrás que sufrir este tipo de cosas, pero por culpa de tu tío muchas fábricas tuvieron que parar su producción. ¡Huelgas! -repitió con cara de asco-, la excusa para que los vagos no cumplan con su deber. Quizá algún día alguien intente engañarte diciéndote que eso se hacía para defender al trabajador, pero tú deberás rechazar esas mentiras. Al trabajador sólo se le defiende manteniendo el orden natural de las cosas. Dios ha hecho ricos y pobres porque así debe ser el mundo para que funcione y, al final, quien ha cumplido con su obligación recibirá el premio de la salvación eterna. Pero quien ose levantarse contra sus designios será condenado para siempre, como ocurrió con Lucifer, el ángel caído. No lo olvides nunca, hijo mío, porque es tu alma la que está en juego.
Mientras escuchaba estas palabras yo miraba fascinado el cadáver de mi tío. Esperaba que de un momento a otro su cara se ennegreciera y de su cuerpo empezaran a desprenderse llamas y olor a azufre, porque estaba convencido de que en esos momentos ardía en las profundidades del infierno, sometido a suplicios sin fin, suplicios que iban a durar eternamente, eternamente, eternamente.
Unos pasos renqueantes me sacaron de mi ensimismamiento. Mi abuelo materno, arrastrando a duras penas su pierna derecha inválida, se había acercado hasta nosotros.
– No hagas caso, Emilio -él siempre me llamaba así, Emilio, no Emilín, como todos los demás-, tu tío fue un buen hombre. ¿No recuerdas lo que te quería y que siempre que podía te hacía algún regalo?
– Sí, es verdad, abuelo -dije recordando cómo era mi tío antes de morirse.
Siempre aparentando alegría, a pesar de que si uno profundizaba en su interior podía ver en él el estigma del derrotado, intentaba animarnos a los demás y hacernos la vida más llevadera. Mis primeros juguetes me los regaló él. Había un caballo de madera, pintado de rojo, que era mi mejor amigo. Un día mi padre me lo quemó, porque decía que no debía perder el tiempo en esas tonterías. Su hijo no podía ser como los demás niños, su hijo tenía que hacer honor a su estirpe y dedicar su vida al engrandecimiento de Dios y de España.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó mi padre-. ¿Quién te ha dado vela en este entierro?
– Este entierro, por si no lo sabes, es el de mi hijo. Y Emilio es mi nieto y no voy a permitir ni que ensucies la memoria de mi hijo ni que emponzoñes la mente de mi nieto.
– Tú no puedes permitir ni prohibir nada -le dijo mi padre, con voz muy baja pero tremendamente fría. Habría sido más humana si hubiera gritado enfadado-. Tú y tus hijos podéis vivir gracias a mí. Si no llego a interceder por vosotros estaríais aún en la cárcel o quizá en el cementerio, como el comunista de tu hijo.
– Mi hijo no era comunista.
– Todos los enemigos de España son comunistas y, además, unos perros desagradecidos que muerden la mano que les da de comer, como acabas de hacer tú. Observa a tu abuelo, Emilín. Por su culpa, por no saber educar a sus hijos como Dios manda, tu tío Antonio hizo lo que hizo y acabó como acabó. Y todavía se atreve a protestar. Si no fuera por la bondad de tu padre, que le acogió y le mantiene, no sería más que una piltrafa, incapaz de mantenerse y de mantener a su familia.
– Tu tío, Emilio -dijo mi abuelo, haciendo caso omiso a lo hablado por mi padre-, luchó por unos ideales. Él quería una España mejor en la que todos cupiéramos y pudiéramos ser felices. Era una persona buena y alegre cuyo único delito fue amar intensamente, y eso, en este país y por parte de alguna gente, no se perdona.
La bofetada que recibió mi abuelo, fuerte y seca, sonó como un trueno en mis oídos. Mi padre había pensado que ya estaba bien de hablar y que había llegado el momento de actuar.
– Viejo idiota, ¿no has aprendido nada todavía? ¿Acaso no sabes cuál es tu puesto en esta casa? Comer y callar, y agradecerme el que puedas comer todos los días. Pero tu basura te la guardas para ti, así que deja en paz a mi hijo, si no quieres acabar en algún asilo, que es donde debieras estar si yo no tuviera tan buen corazón. Ahora vete a tu habitación y déjanos en paz.
– Alberto -volvió a decir mi madre entre susurros, acercándose-, por favor, por favor, que hay gente en la casa viéndonos.
– Todos los presentes son amigos míos y han venido por respeto a la casa, pero saben que tengo razón. Y tú acompaña a tu padre hasta su habitación, que me molestan los viejos sin dignidad que lloran en público. Así podremos hablar tu hijo y yo con tranquilidad, de hombre a hombre. Todavía no le he explicado de qué murió tu hermano.
– Alberto, eso no, es sólo un niño -gimoteó mi madre.
– Haz lo que te he dicho y vete -respondió, inflexible, mi padre-. Ya va siendo hora de que tome su educación en mis manos o si no saldrá como toda tu familia, débil y pervertido.
Mi madre era una mujer guapa, muy guapa incluso, lo digo sinceramente sin pasión de hijo alguna, ya que nunca me sentí excesivamente ligado a ella por temor a que mi padre me rechazara, pero cuando se retiró agarrada a mi abuelo, sin saber quién sostenía a quién, si el anciano a la mujer o viceversa, toda su belleza había desaparecido. Había dejado de ser la mujer esbelta y hermosa conocida por todos para pasar a convertirse en una mujeruca encorvada y vencida por el destino. Tres años después murió, oficialmente como consecuencia de una pulmonía, pero yo siempre he pensado que fueron la tristeza y las pocas ganas de vivir las causantes de su fallecimiento. Y lo que más me atormenta es pensar que yo contribuí, de algún modo, a esa tristeza y esas pocas ganas de vivir provocadoras de su muerte.