– Debía usted haber conocido a doña Elvira cuando yo la conocí. Era una dama, amigo mío, tan alta como Manuel, tan elegante, una señora. La muerte de su marido fue un golpe terrible para ella, pero la hubiera superado de no haber sido por las cosas que ocurrieron más tarde. Me parece verla el día en que volvió Manuel del hospital, convaleciente de aquella herida gravísima y dispuesto a casarse con Mariana. Porque, como decía ella, una cosa era que su hijo fuera republicano, y hasta un poco socialista, y otra muy distinta verlo casado con aquella mujer, después de abandonar a su novia de toda la vida. Recuerdo que doña Elvira estaba en pie, en la puerta de la biblioteca, enlutada, y que cuando Mariana le ofreció su mano ella se dio media vuelta y se retiró a sus habitaciones sin decir una sola palabra.
Los ojos muy abiertos, pensó Minaya, firmes los labios y los ojos rasgados y fijos en el agravio como quedarían después, inmóviles, en el tiempo sin horas de la fotografía nupcial, en la persistencia ciega de las cosas que ella miró y tuvo en sus manos y rozó con su cuerpo y del aire donde habitó su perfume. Era el vino, sospechó al levantarse y estrechar de nuevo la mano de Utrera, que se quedó blanda y muerta en la suya mientras el viejo reiteraba el placer de haberlo conocido y le pedía disculpas y lo invitaba a visitar cualquier día su estudio, era el vino y la fatiga del tren y el letargo del baño y todo envuelto o desdibujado por la extrañeza de la casa, pero mientras subía las escaleras y doblaba las esquinas en sombras de la galería tuvo de pronto la certeza física de que Jacinto Solana, el nombre escrito al pie de los versos que guardaba en su habitación, había verdaderamente existido y respirado el mismo aire y pisado las mismas baldosas que ahora él pisaba como en sueños sabiendo que al cabo de unos pasos iba a llegar al gabinete donde estaban esperando desde mucho antes de que él naciera los ojos de Mariana, para mirarlo a él exactamente igual que miraron a Solana y al mundo en 1937. Fumó tendido en la cama, frente a un techo de guirnaldas pintadas que ya no se parecía a ningún recuerdo, y luego, en la exaltación vacía del alcohol y el insomnio, abrió el balcón y siguió fumando con los codos apoyados en la baranda de mármol, frente a las copas de las acacias y los tejados y las torres de Mágina sumergidos en la húmeda oscuridad, en la noche invitadora y temible que recibe siempre a las viajeros en las ciudades extrañas. Oyó la puerta de la calle cerrándose con pesada resonancia, y al cabo de un instante, cuando dieron las once en la plaza del general Orduña, en la biblioteca, en el gabinete, vio a Inés que cruzaba bajo las acacias y se perdía en la boca de sombra de un callejón, con el pelo suelto y un andar más vivo que el que tenía en la casa, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de un abrigo demasiado corto para la noche cruda de enero.
Tal vez ahora, en la estación, cuando recuerda y niega y quiere embridarse la voluntad y el deseo para que sólo le ofrezcan ante sí el necesario futuro de la deserción, la partida y el tren y los ojos vengativamente cerrados, querrá percibir la duración del tiempo que ha pasado en Mágina y el orden en que sucedieron las cosas y descubrirá que no sabe o no puede, que no concuerda el tiempo exacto de los calendarios con el de su memoria, que han pasado dos meses y treinta años y varias vidas enteras sin que él pueda asignarles vínculos de sucesión o de causa. Ahora recuerda y se asombra de la rapidez con que la casa adquirió sus actos de recién llegado para convertirlos en costumbres, y no sabe precisar el día en que por primera vez deseó a Inés ni cuándo fue atrapado irremediablemente por la biografía de Jacinto Solana, aun antes de encontrar sus manuscritos escondidos y de visitar «La Isla de Cuba» y el paisaje donde lo mataron y la plaza donde nació y vivió hasta los veinte años. No recuerda fechas, sino sensaciones tan largamente moduladas como pasajes musicales, tranquilos hábitos sostenidos en el desasosiego de esperar a Inés o de internarse después de la medianoche en habitaciones donde buscaba señales y manuscritos temiendo que lo sorprendieran.
Fuera de la casa, de ese presente en el que se había instalado como quien cierra por dentro una habitación para sentarse sosegadamente junto al fuego y no siente el frío ni escucha la lluvia ni las campanadas del reloj, absorto en la lectura de un libro, casi no existía la ciudad, y menos aún Madrid, ni el mediocre pasado. Al llegar la había cruzado sin reconocerla, tras las ventanillas de un taxi, primero los descampados de la estación y la avenida de tilos con las ramas desnudas y levantadas contra un vasto cielo gris que se ceñía como niebla al límite de la llanura donde apuntaban las torres de las iglesias. Pero no era ésa la ciudad que él recordaba y esa luz de invierno no le pertenecía, sino la exaltada luz sobre muros de cal y dinteles de piedra color arena, la que fluía del túnel de sombra de los portales y se remansaba al fondo, como en umbrías lagunas, en los patios emparrados de Mágina, cuando en la primera hora de la mañana una mujer, su madre, abría la puerta y todas las ventanas y barría el empedrado rociándolo luego hasta que subía de él un olor de piedra húmeda y tierra mojada tras la tormenta. Por eso no pudo reconocer la ciudad cuando llegó y tardó tanto en no pisar sus calles como un extranjero, porque Mágina, en las tardes de invierno, se vuelve una ciudad castellana de postigos cerrados y sombríos comercios con mostradores de madera bruñida y maniquíes mustias en los escaparates, ciudad de zaguanes hoscos y plazas demasiado grandes y baldías donde las estatuas soportan solas el invierno y las iglesias parecen altos buques encallados. Era otra luz la suya, dorada, fría y azul, tendiéndose desde los terraplenes de la muralla en un descenso ondulado de huertas y curvadas acequias y pequeñas casas blancas entre los granados, dilatándose en el sur hacia los olivares sin fin y la vega azulada o violeta del Guadalquivir, y ese paisaje era el mismo que luego reconocería en los manuscritos de Jacinto Solana, plano como el mundo de las cartografías antiguas y limitado por el perfil de la sierra tras la que era imposible que existiera nada. También él, Solana, había mirado de niño ese espacio de ilimitada luz y regresado a él para morir, abiertas calles de Mágina que parecía que fuesen a terminar ante el mar y terraplenes como balcones acantilados o altos miradores marítimos desde donde se asomaba a toda la claridad del mundo no violado sino por la codicia de sus pupilas y las fábulas de su imaginación.
– Su padre tenía una huerta -dijo Manuel-. Ahora está abandonada, pero desde el mirador de la muralla se pueden ver la casa y la alberca. Cada tarde, cuando salíamos de la escuela, yo bajaba con él y le ayudaba a cargar la hortaliza en la yegua blanca que tenían, para llevarla al mercado. Después cruzábamos la ciudad montados en la yegua, pero yo me bajaba algunas calles antes de llegar aquí, porque si mi madre descubría que había estado con Solana me castigaba a no salir el domingo. Mi hijo, decía, descargando fruta en el mercado, como un gañán. Mi padre, en cambio, lo miraba con una cierta simpatía, un poco distante siempre, igual que hubiera mirado al hijo de uno de sus capataces que mostrara buena disposición para estudiar, y cuando Solana se fue a Madrid llevaba una carta de recomendación para el director de El Debate escrita por mi padre, que lo conocía de los tiempos en que fue diputado. «Me gusta ese chico», solía decir, cuando mi madre no estaba cerca, «tiene ambición y se le nota en los ojos que sabe lo que quiere y que está dispuesto a todo para conseguirlo». Yo he sospechado siempre que esas palabras no eran un elogio para Solana, sino un reproche contra mí.
Ese era otro de los hábitos que no sabe cuándo comenzó, porque le parece ahora que ha durado muchos meses o toda la vida y que es imposible que Manuel esté muerto y que ya no vuelva a conversar con él cada tarde en la biblioteca, cuando Inés entraba con la bandeja del café y fumaban cigarrillos ingleses de espaldas a la ventana donde se iba amortiguando la luz hasta que sólo los alumbraba la claridad del fuego, interrumpidos a veces por la llegada de Medina, que venía a examinar a Manuel con su maletín de médico y sus recetas inútiles y reprobaba el café y el tabaco y la costumbre absurda de estar siempre conversando sobre los muertos, sobre Jacinto Solana, de quien una vez le dijo a Minaya que no había sido otra cosa que un adúltero tímido, riéndose luego con sus carcajadas de médico libertino, adicto a la higiene y a lo que él llamaba la fisiología del amor.
– No sé si usted se da cuenta, joven, pero su presencia en esta casa está siendo tan benéfica para su tío como los baños de mar. En mi condición de médico me permito rogarle que no se vaya todavía. Miro a Manuel y no lo conozco. En cualquier tarde que pasa con usted habla más de lo que ha hablado conmigo en los últimos veinte años, lo cual tampoco es mucho mérito, porque usted es joven y educado y sabe escuchar, y yo casi nunca logro callarme. ¿Cómo va ese libro suyo sobre Solana?
Dijo Inés que era como si Manuel hubiera vuelto a su propia casa, como si al verla de nuevo advirtiera asombrado y culpable los signos de la decadencia en que la había sumido su abandono. Impuso de nuevo horarios fijos para las comidas, se encargaba cada mañana de consultar las compras del día con Amalia y Teresa e incluso renovó las reservas de vino de la bodega, encontrando en esas ocupaciones olvidadas durante tantos años un placer que a él mismo le sorprendía. Cada mañana, puntualmente, antes de recluirse en el palomar, bajaba a desayunar con su sobrino, y alguna vez las conversaciones de la tarde se prolongaron en lentos paseos por los miradores de la muralla, desde donde Manuel señalaba con su bastón el camino blanco que iba hacia la huerta del padre de Solana, la casa con el tejado hundido, la alberca cegada por la maleza. Un día, como si hubiera adivinado que su hospitalidad se estaba convirtiendo en una deuda para Minaya, le pidió que no se marchara aún, que le ayudara a ordenar los libros de la biblioteca, abandonados durante treinta años a un copioso desorden, ofreciéndole así una justificación no del todo humillante para su permanencia en la casa. No era preciso que abandonara su tesis sobre Solana, le dijo, podía trabajar en ella unas horas al día y dedicarse luego, tal vez por las tardes, a redactar un catálogo de los libros y acaso también de los muebles y los cuadros valiosos que ahora estaban repartidos sin orden por habitaciones y desvanes. «Serás mi bibliotecario» le explicó, sonriendo, como si solicitara un favor que no estaba seguro de obtener, sin atreverse aún a proponerle un salario, temiendo siempre ofender. Ese trabajo, de proporciones que muy pronto se le revelaron desalentadoras, tuvo la virtud de serenar singularmente a Minaya, porque le ofrecía un nuevo plazo de límites tan lejanos que ya no le daba miedo imaginar su partida. Hacia las diez de la mañana entraba en la biblioteca y emprendía el trabajo con una pasión silenciosa y constante, alimentada en igual medida por la soledad y la quietud de los libros y por la luz tensa y dorada que venía desde la plaza donde sonaba siempre el agua ascendiendo más alta que las acacias y derramándose luego sobre el brocal de la fuente. Cuando los ojos se le fatigaban de tanto escribir en las tarjetas del fichero con una letra muy pequeña y voluntariamente minuciosa que le había hecho descubrir los placeres sosegados de la caligrafía, Minaya dejaba la pluma en suspenso y encendía un cigarrillo y se quedaba mirando la celosía blanca de las ventanas, el cuadriculado y breve paisaje de las acacias y los setos por donde pasaba una figura femenina que algunas veces era Inés, regresada de su otra vida, dispuesta a entrar en la biblioteca y a soliviantar con su perfume el sereno olor de los libros, a cuyo cuidado se acogía Minaya para fingir que no la estaba mirando.