Como traída por la sombra inmensa de la muralla, en cuya cima se iban encendiendo las lejanas luces del mirador, había caído sobre la huerta y el valle una noche lentísima, perfumada y azul y honda como el brillo del agua inmóvil en las albercas. Él sacó el candil de la casa y lo colgó de una de las vigas del cobertizo. En las noches así se cocinaba la cena en un fogón al aire libre. Fuera del círculo de aquella luz, que relumbraba ante la casa como las llamas de los rastrojos quemados en las noches de verano, había una oscuridad de océano sin orillas, de cerros negros y árboles como aparecidos o estatuas. Pero él no temía a la oscuridad ni al inhabitable silencio. Limpió el fogón de ceniza, atizó la lumbre, se puso en pie con una agilidad que me desconcertaba para señalarme el lugar donde estaban la sartén y el aceite. En una torre de la ciudad habían sonado las campanadas de las diez. «Tengo que irme ya, padre.» Se quedó quieto, junto al fuego, movió la cabeza con aire de melancolía o fatigado desengaño. «Con todo el tiempo que hace que no vienes a verme y no te quedas ni a cenar. ¿Dónde paras en Mágina?» «En casa de mi amigo Manuel. Se casa pasado mañana. Me ha pedido que lo invite a usted de su parte.» «Pues le das las gracias y le dices que tu padre está malo. Yo no subo a Mágina mientras no terminéis esa guerra.» Al despedirnos me besó sin mirarme, y volvió en seguida a atizar el fuego que se apagaba. Desde el camino de Mágina lo vi absorto, reclinado, solo en el resplandor del fuego como en una isla, enconadamente solo contra la oscuridad y la rendición. Lo imaginé apagando el fuego cuando terminara de cenar, entrando en la casa con el candil en la mano, reconociendo la penumbra y el orden que él había elegido. Colgaría el candil junto a la cabecera de la cama y recostado en ella abriría el volumen segundo de Rosa María o la Flor de los Amores, que era un libro más largo que su paciencia y su propia vida, encontrando acaso los viejos recortes que estaban ya tan amarillos como las páginas de la novela. Pero él nunca dijo a nadie que sabía leer y escribir: le importaba no dejar señales de su presencia en el mundo, y en la escritura, como en las fotografías, sospechaba una trampa que siempre quiso eludir, la celada invisible que tienden las huellas digitales.

En la oscuridad el camino de Mágina brillaba como polvo de luna. Llegué a la puerta de la muralla, caminé solo por los callejones empedrados, hacia la casa de Manuel, pero no era mi voluntad el impulso que me conducía: era el deseo empujándome, la tibia y recobrada desesperación de saber que iban a recibirme los ojos de Mariana.

Tensa y tranquila, en el centro de las fotografías y en el dibujo de Orlando y en la médula de una memoria plural que se hacía única al entrecruzarse en ella como las miradas de los hombres en una muchacha que pasa sola entre las mesas de un café: firme en su desconocida voluntad, en la certeza de la fascinación que ejercía, igual que en la leve caída de su sombrero con un velo que le encubría los ojos y llegaba justo hasta la mitad de su nariz y sus pómulos: a un lado Solana, y al otro Manuel, mutuamente acogidos por ella, que los había tomado del brazo para no perderlos en la multitud que llenaba la Puerta del Sol y se sostenía entre su doble y negada ternura con una gracia tan indiferente como el perfil de una equilibrista que no mira la delgada cuerda ni el pozo ni el vértigo vacío sobre el que avanzan sus pies. «Pero cuando se tomó esa foto Manuel todavía no estaba enamorado de ella», explicó Medina. «O no lo sabía y sólo le faltaban unas horas para descubrirlo.» Con los años dejó de ser un solo rostro y una sola mujer para convertirse en lo que tal vez había sido siempre su destino, no interrumpido, sino culminado con la muerte: un catálogo de miradas y de recuerdos fijados a veces por una fotografía o un dibujo, perfiles de monedas incesantemente perdidas y recobradas y gastadas por la codicia del odio o de la rememoración, monedas de ceniza. Voces: la suya, inimaginable para Minaya, un poco oscura, según las palabras de Solana, las otras voces que aún siguieron nombrándola cuando ya estaba muerta, en soledad, delante de los espejos, diciendo su nombre contra las almohadas del insomnio, repitiendo por ella las tres sílabas en las que siguió cifrándose la calumnia con no menos fervor que el remordimiento o el deseo.

«Nacida de las aguas», dijo Medina jovial, riéndose, como solía, con la boca cerrada, «apareció pisando con sus tacones blancos los adoquines de Madrid, junto a Solana, surgida de las aguas o de aquella muchedumbre, la más grande y más alentadora que había visto Manuel en todos los días de su vida, que celebraba el triunfo del Frente Popular y daba gritos exigiendo amnistía y nuevo gobierno en la misma plaza donde habían recibido la proclamación de la República. Usted habrá leído libros, supongo, habrá visto fotografías, pero no puede saber lo que ocurría entonces. El domingo, el día de las elecciones, yo había estado con Manuel, aquí, en Mágina, y cuando nos dimos cuenta de que íbamos a ganar él tuvo un acceso de audacia y me dijo: "Esta misma noche me voy a Madrid." Eso fue el dieciséis de febrero, y un mes después Manuel iba a casarse con su novia de toda la vida, la señorita de López Cabana, a quien yo llamaba de López Carabaña porque era tan excitante como una botella de agua mineral. Ya estaba expuesto el ajuar en casa de la novia, como se hacía entonces, y Manuel recibía casi todas las noches la visita del sastre que estaba haciéndolé el chaqué. Por eso le he hablado de audacia: en vez de ir a casa de la señorita López Carabaña, que aquella tarde, después de votar virtuosamente por Gil Robles, me figuro, estaría rezando con su madre y sus infinitas hermanas Carabañas un rosario por la victoria de la CEDA, Manuel me tomó del brazo, no fuera a dejarlo solo, y me llevó con él a presencia de doña Elvira, a quien comunicó con toda la solemnidad que le permitía el vino, porque habíamos estado bebiendo en las peores tabernas de Mágina, que se iba urgentemente a Madrid para resolver no sé qué negocio de la familia. Su madre no dijo nada, pero se me quedó mirando como si yo fuera el responsable de esa calaverada de Manuel. Supongo que temía algo, pero ni ella ni nadie, ni tampoco yo, podía imaginarse lo que iba a ocurrir cinco días después, cuando Manuel volvió de Madrid con cierta foto en el bolsillo y fue a casa de la señorita López Carabaña para decirle a la pobre mártir y a su madre y hermanas, más Carabañas que nunca, que daba por cancelado su compromiso matrimonial, provocando un duelo de lágrimas de Carabaña que duró hasta 1941, cuando la señorita en cuestión se comprometió de nuevo con un ex capitán de Regulares que ahora dirige la fábrica de aceite de la familia».

Vino primero la fotografía, cuenta Medina, la vaga instantánea tomada en la Carrera de San Jerónimo por un fotógrafo ambulante que sorprendió la carcajada de Mariana y el paso de sus tacones blancos, pero también, como un testigo, el gesto ausente de Jacinto Solana, el modo en que Manuel volvía muy ligeramente la cabeza para mirarla sin que ella lo advirtiera, sus dos manos que se posaban en el brazo de cada uno con esa clase de equidad que no siempre puede distinguirse de la indiferencia. Manuel abrió su cartera de piel y le mostró a Medina la fotografía como un valioso documento secreto. «Se llama Mariana. Trabaja de modelo en la Escuela de Bellas Artes. Jacinto la conoció hace tres años, en el estudio de Orlando.» Medina examinó la fotografía y luego miró atentamente a Manuel, como si quisiera comprobar un parecido dudoso. «Pero es que era otro», recuerda, con exageración teatral, pasándose la mano por su propia cara, «y yo no hubiera podido decir en qué había cambiado, pero tenía la misma expresión que debió tener San Pablo al día siguiente de caerse del caballo. El amor, me figuro, esa cosa que hubiera debido deslumbrarlo cuando tenía dieciséis años, para dejarlo inmune, pero no a los treinta y dos, porque entonces ya no había modo de defenderlo o de evitar que anduviera llevando aquella fotografía en el bolsillo como un rizo del pelo de una dama medieval». Delicadamente Manuel volvió a guardar la fotografía en su cartera e interrogó a Medina. «Insuficiente, Manuel. Me refiero a la foto. Pero lo son siempre las pruebas de los milagros ¿no?» Manuel recibió como un agravio la ironía de Medina, pero no por eso dejó de hablar de Mariana: sus grandes ojos ovalados, su risa, su pelo ondulado y castaño, que ella se peinaba, precisó, con la raya a la izquierda, su manera de mirar y de hablarle como si se hubieran conocido siempre: su nombre, que él repetía aun cuando no era necesario por el sólo placer de pronunciar las tres sílabas que la aludían. «No me explico cómo puede haber en el mundo otras mujeres que se llamen Mariana», dijo una vez a Medina: pues entendía que Mariana no era un nombre que alguien le puso arbitrariamente cuando nació, sino una palabra tan definitiva y exactamente vinculada a ella como la luna a la palabra luna. Vinieron, pues, como emisarios secretos, la fotografía y el nombre, y sólo un año más tarde vino la misma Mariana acompañando como una enfermera silenciosa y atenta a Manuel, que convalecía de la herida que lo dejó al filo de la muerte en el frente de Guadalajara, pero mucho antes de que Mágina y el orgullo de Mágina conocieran al fin a aquella mujer que desde tan lejos y sin poner siquiera el pie en la ciudad los había insultado, en las casas cerradas, en los salones donde tan cautelosamente se sintonizaban de noche las emisoras del otro bando para escuchar la voz de Queipo de Llano y los himnos que aún tardarían tres años en sonar públicamente por las calles conquistadas de Mágina, voces asiduas repetían su nombre y el de Manuel y enumeraban los pormenores de la insolencia, de la indudable locura, con el mismo rencor que usaban para contarse la mala nueva de otra iglesia incendiada o de otra ejecución en las tapias del cementerio. Muy pronto ignoraron su nombre para llamarla únicamente la miliciana o la roja: contaron que bailaba desnuda en un café cantante de Madrid, y luego, cuando empezó la guerra, hubo un pariente de las señoritas López Cabana que aseguró haberla visto desfilar con mosquetón, canana, mono azul y gorro terciado de miliciano por la calle de Alcalá, en compañía de Manuel y de Jacinto Solana. Pero la parte de la historia que preferían contar, tal vez porque fue la primera que conocieron, o porque encontraban en ella una cierta cualidad escénica, era el momento en que Manuel se presentó en casa de la señorita López Cabana, alevosamente dotado de un ramo de violetas, y, luego de pedir a la madre y a las hermanas que lo dejaran solo con su prometida, en el -este añadido escénico era, por supuesto, falso, pero tenía una virtud de símbolo que nadie quiso desdeñar-, se sentó junto a ella, le ofreció las violetas con la impecable sonrisa de un impostor y le dijo en voz baja, mirando acaso sus propias manos que sostenían el sombrero entre las rodillas: «María Teresa, lo nuestro tiene que terminar, y va a terminar ahora mismo.»