– Me han dicho que usted vio cómo mataron a Solana.

– Yo no lo vi. Sólo lo vieron ellos, los que lo mataron. Yo oía las ráfagas de los naranjeros que llevaban los civiles y los tiros de la pistola de don Jacinto, que saltó al barranco del río desde el cobertizo. Yo había estado un año entero en el frente de Córdoba, y sabía distinguir muy bien cada clase de disparo. Me tenían esposado aquí mismo, dos de ellos, apuntándome con los fusiles, como si me pudiera escapar, y yo oía las ráfagas y los gritos, y de vez en cuando la pistola de don Jacinto, que la llevaba siempre, hasta cuando estaba escribiendo. La tenía en la mesa, junto a sus papeles, y cuando bajaba al río para bañarse la dejaba entre la ropa, porque sabía que iban a venir por él. Me acuerdo de que tardaron varias horas en encontrar el cadáver, porque cayó muerto en el río y la corriente lo había arrastrado, así que ya era de día cuando lo trajeron aquí y lo dejaron tirado en medio de la explanada, empapado en cieno y con toda la cara llena de sangre. No me dejaron acercarme a él, pero yo vi de lejos que le brillaban en la cara los vidrios rotos de las gafas.

Inés había escuchado el relato de Frasco con la misma atención fascinada con que oía de niña en la oscuridad las historias de islas y altos buques vacíos que remontaban el valle del Guadalquivir en las noches sin luna. Estaba de pie, a espaldas de Minaya, y de vez en cuando le tocaba el hombro o le rozaba el cuello con un gesto muy leve, pues nada le complacía más que envolver en secreto toda señal de ternura. Con un estremecimiento de gratitud apretó la mano que le tendía ella en la sombra cuando iban siguiendo a Frasco escaleras arriba hacia la habitación que ocupó Solana durante los tres últimos meses de su vida, un gran pajar con el techo inclinado y largas vigas atadas con ramales, con una sola ventana, al fondo, tapada con un trozo de saco que tintaba la luz de un amarillo de polen. Bajo la cama estaba el baúl que nadie había abierto en los últimos veintidós años, porque Frasco no quiso tocar nada desde que los civiles se marcharon llevándose el cadáver empapado de Jacinto Solana.

– Barrí las cenizas. El suelo estaba lleno de papeles quemados, por todas partes, hasta debajo de la cama, no sé cómo no se prendió fuego en el techo, que es de madera y cañizo, ya ve usted, y ardió toda la casa. No quemaron todos los papeles al mismo tiempo, en una hoguera, parece que los hubieran ido quemando uno por uno.

– ¿Quemaron también los libros? -dijo Minaya, mientras examinaba las manchas de tinta azul que había sobre la mesa. Manchas a veces de un dedo, como huellas dactilares, largas manchas como la sombra de las manos de Jacinto Solana.

– No había libros. Don Jacinto no traía ninguno cuando vino aquí. Nada más que la maleta atada con una cuerda y la pistola en el bolsillo de la americana. Escribía con una pluma que le había regalado don Manuel. Por cierto que debieron llevársela los civiles, porque ya no volví a verla.

Apartando el trozo de saco que la cubría, Inés se acodó en la ventana para mirar el río y la línea amurallada y azul de la ciudad, como si no atendiera a las palabras de Frasco. El agua formaba grumosos remolinos pardos en torno a los pilares del puente y los cañaverales de la orilla. Bajo la ventana estaba el tejadillo inclinado desde el que Jacinto Solana había saltado al terraplén, rodando ciego entre las grasientas hojas de las adelfas, entre la oscuridad y el barro, incorporándose luego e hincando los codos en la tierra roja para disparar a los guardias que lo perseguían. Inés, dijo Minaya, y por el tono de su voz supo ella que ahora estaban solos en el pajar y que le bastaría permanecer inmóvil para que él la abrazara por la espalda y le acariciara los pechos, diciendo otra vez su nombre con una voz más oscura y como emboscada entre su pelo, que él indagaba con los labios. Pero esta vez Minaya no la abrazó: Frasco se había marchado, le dijo, y volvería pronto, y él quería abrir mientras estuvieran solos el baúl que había bajo la cama. Al levantar la tapa Minaya tuvo la sensación de estar abriendo un ataúd. «No hay nada», dijo Inés, arrodillada a su lado, «sólo ropa vieja». Removieron hasta el fondo del baúl, donde había un par de zapatos cuarteados, una estilográfica, un mechero de gasolina, una cinta roja igual que las que ataban los manuscritos del dormitorio nupcial. Como la cama de hierro con el somier desnudo y las manchas de tinta sobre la mesa, cada una de las cosas que iban exhumando se añadía oscuramente a las otras para trazar ante ellos el volumen vacío de la presencia de Jacinto Solana. «No dura la memoria», pensó Minaya mientras abría la estilográfica que tal vez tocó Solana unos minutos antes de morir, mientras intentaba accionar el mechero que tantas noches ocupó un sitio preciso entre las costumbres de la escritura y el insomnio, «sólo duran las cosas que siempre pertenecieron al olvido, la pluma, el encendedor, un par de zapatos, una mancha de tinta como una huella sobre la madera». Fue Inés quien encontró el cuaderno y la pequeña bala envuelta en un trozo de periódico. Estaba doblando una chaqueta gris para guardarla en el baúl cuando notó en el forro una superficie dura y lisa, y luego, al seguir palpando, un envoltorio tan pequeño que al principio no lo distinguieron sus dedos del pliegue donde se alojaba. Había una desgarradura en el bolsillo interior, y por ella, sin duda, se habían deslizado el casquillo y el bloc. «Mira, es la misma letra de los manuscritos.» Era un bloc cuadriculado, de tapas azules, de aire escolar, ocupado irregularmente por una escritura que parecía disciplinada por la desesperación. Esa tarde, mientras regresaban a la ciudad en el tranvía, Minaya examinó las páginas donde los trazos de tinta eran ya tan tenues como la cuadrícula, y al descifrar las palabras, que a veces leía en voz alta a Inés, las imágenes del río, de la explanada frente a la casa, de la habitación con la mesa y la ventana única desde la que se veía la silueta de Mágina, se precisaron como un escenario nocturno alrededor de la figura que a la luz de una vela escribe incesantemente aun después de oír el estrépito de los culatazos contra el portón del cortijo, cuando ya redoblan como un galope de caballos las botas de los guardias por las escaleras, pero sabe que va a morir y no quiere que sus palabras finales terminen en el fuego. «Él mismo escondió el bloc en el forro de la chaqueta», le dijo Minaya exaltadamente a Inés, como si hablara para sí mismo, para su voluntad de buscar y saber, «porque este diario era su testamento y él lo sabía desde que empezó a escribirlo». Guardó el cuaderno cuando llegaron a la estación de Mágina, sin haber leído aún el largo relato que ocupaba las últimas hojas ni entender, por lo tanto, el motivo de que en el forro hubiera también un casquillo de bala envuelto en un trozo del ABC republicano del 22 de mayo de 1937. Sólo esa noche, anoche, cuando Manuel ya estaba muerto sobre la alfombra del dormitorio nupcial, Minaya cerró con llave la puerta de su habitación y descubrió que Solana había contado en las últimas páginas del cuaderno la muerte de Mariana, y que la bala que la derribó no había venido desde los tejados por donde los milicianos perseguían a un fugitivo, sino de una pistola que alguien empuñó y disparó en la misma puerta del palomar. Él mismo había telefoneado a Medina y bajado a descorrer el cerrojo de la puerta exterior para que el médico la encontrase abierta cuando llegara, empleando en tales actos una premura inútil, una prisa sonámbula semejante a la que se daban Teresa e Inés en preparar café, botellas de agua caliente, sábanas limpias para vestir la cama donde Minaya y Utrera habían acostado a Manuel, como si la muerte no fuera una cosa definitiva y se la pudiera detener o mitigar fingiendo que no atendían a un cadáver, sino a un enfermo, y que su prisa por ordenarlo sigilosamente todo en el dormitorio nupcial, sin hablar entre ellas ni a los otros, eludiendo mirarse igual que procuraban no mirar al hombre tendido sobre la cama, estaba motivada por ese pudor que en las casas donde hay un enfermo provoca la inminencia de la llegada del médico. Extraviada en un despertar tan oscuro como la niebla de sus ojos, Amalia deambulaba entre el corredor de la galería y el gabinete y el dormitorio nupcial, imponiéndose vagas obligaciones que no terminaba de cumplir, trayendo un vaso de agua para doña Elvira o alisando burdamente la colcha en torno a los pies de Manuel, y murmuraba cosas que en el oído de Minaya se confundían con el murmullo o el rezo de doña Elvira y los copiosos pasos que exageraba el silencio. Como peces en un acuario se cruzaban todos en el espacio del dormitorio y el gabinete, rozándose a veces los cuerpos, pero no las miradas, y si Minaya, venciendo un instante el estupor de una culpa que se parecía a la de esos crímenes que cometemos en sueños, buscaba los ojos de Inés cuando se encontraba a solas con ella en el corredor, hallaba un gesto de huida o una fija mirada que no parecía reparar en él. No temía entonces que los descubrieran: con un miedo que borraba toda culpabilidad o sensación de peligro temía únicamente que Inés hubiera dejado de quererlo.

Ahora la muerte era Manuel, con su pañuelo de seda al cuello y su pelo blanco despeinado que doña Elvira alisaba como en sueños con una seca caricia, eran los ojos abiertos en el umbral de la habitación y la mano que se había levantado como para maldecirlos o expulsarlos curvándose luego como si quisiera apresar el corazón y el estrépito ronco del aire que huía de los pulmones y del cuerpo lentamente derribado y cayendo de un golpe sobre el desorden de las ropas de Minaya y de Inés y del velo de novia que ella había usado para iniciar el juego de fingirse o de ser Mariana en su noche nupcial. Pero todo estaba muy lejos y era como si no hubiera sucedido, porque la muerte arrasaba la posibilidad de recordar y huir, y el instante en que murió Manuel era ya tan imaginario o remoto como la voz de Medina, aletargada por el sueño, cuando prometió a Minaya que llegaría a la casa en veinte minutos. Salió al corredor, con el propósito inútil de comprobar si estaba encendida la luz del patio para cuando llegara Medina, rechazó un café que le ofrecía Teresa, buscó a Inés y cuando la vio venir no se atrevió a mirarla, bruscamente abrió la puerta de su habitación y se encerró con llave y vio sobre el escritorio los manuscritos de Jacinto Solana, el cuaderno azul, el casquillo de bala que al cabo de unos minutos, cuando leyera las últimas páginas del cuaderno, iba a instituirse como el punto final de la historia que había perseguido durante tres meses. Pero ahora sólo había una lucidez culpable en el conocimiento. Entendió que al buscar un libro había encontrado un crimen y que después de la muerte de Manuel no le quedaba posibilidad de inocencia.