El hermano Martín estaba ojeroso y más flaco. Tomó como responsabilidad personal el padecimiento del prior. Concurría asiduamente a su cuarto: cambiaba el agua que había cambiado recientemente y renovaba las hierbas del calderillo que ni habían alcanzado a hervir. Iba y venía agotándose, con la esperanza de que su agotamiento fuese bien visto por el Señor y entonces concediera el esperado milagro. Ayunaba. Atendía después a cada uno de los pacientes y se encerraba en su celda para flagelarse con la energía de un potro. Sobre sus heridas se ponía una tela áspera, rodeaba su cintura con el cilicio y volvía a correr hacia el lecho de fray Lucas.

El doctor Cuevas pidió que se realizara una sesión capitular de la orden porque urgía tomar la decisión. Al padre Albarracín había que amputarle la pierna gangrenada antes de que el mal se extendiese al muslo y acabara con su vida. Los frailes sollozaron y se golpearon el pecho con sentidos mea culpa . El doctor trajo a un cirujano de toga larga que revisó cuidadosamente al enfermo y coincidió en la perentoriedad del acto quirúrgico. Prometió ocuparse de proveer dos cirujanos de toga corta para realizar la amputación.

El hermano Martín prestaba varios servicios. Estaba alerta a la menor solicitud para lanzarse como un rayo. La celda del superior -donde se efectuaría el tratamiento- fue provista con jofainas, braseros anchos, vendas, ungüentos, aceite, hojas de malva, ají molido y botijas llenas de aguardiente. Francisco ayudaba a Martín: iba a entrar de lleno en la cirugía mayor de su tiempo.

Sobre una pequeña mesa cubierta con mantel blanco ordenaran el instrumental: bisturí, serrucho, escoplo, martillo, pinzas y agujas. A un costado pusieron media docena de cauterizadores que eran largas espátulas de acero con mango de madera.

El doctor Cuevas se excusó de asistir a la operación porque, como médico, no quería interferir en las decisiones del eminente cirujano de toga larga. Éste ordenó que, desde las vísperas, se hiciera beber al enfermo un vaso de aguardiente cada media hora. Varios frailes se ofrecieron para velar junto al padre Albarracín y, bajo el control riguroso de un reloj de arena, ofrecerle la bebida.

Nunca el prior había ingerido tanto. Al principio le ardió la garganta y emitió débiles protestas. Después empezó a reconocer que le gustaba y sonrió. Los frailes reconocieron en esa olvidada sonrisa un signo del Señor y dieron gracias ante la inminencia del milagro. El padre Albarracín pidió más aguardiente antes de cumplirse la estricta media hora. Le recordaron la indicación del cirujano. El superior dijo que «se cagaba en el cirujano" y quería otro vaso de aguardiente. Los frailes se asustaron ante la ominosa alternativa de cometer pecado de desobediencia o pecado de negligencia. Uno sostuvo, con lógica, que era peor la desobediencia porque se efectuaba contra el superior de la orden, en cambio la negligencia sólo contra un cirujano. Tanto le satisfizo su propio razonamiento que se encaminó a la botija para satisfacer el incipiente vicio del enfermo. Otro lo detuvo de la manga. Dijo que en este caso era peor el pecado de negligencia porque podía costar una vida. El padre Albarracín se incorporó en el lecho como si hubiera recuperado diez años; tenía la nariz roja y los ojos brillantes y les gritó que dejaran de hablar estupideces y llenasen de una vez el vaso. Entre los clérigos hubo forcejeos y, mientras uno mostraba desesperadamente el reloj, otro le alcanzaba el aguardiente. El superior agarró el vaso con mano temblorosa, lo bebió de golpe, eructó y lanzó una horrible blasfemia. Los frailes se santiguaron, golpearon sus pechos y exigieron al diablo que se fuera del convento haciendo círculos en el aire con sus cruces.

A la mañana vinieron el cirujano de toga larga, los dos de toga corta y el séquito de barberos. El padre Lucas Albarracín apenas podía abrir los ojos y murmurar monosílabos. Alzaron su cuerpo liviano: frágil envoltorio de dos litros de alcohol. Lo depositaron tiernamente sobre la mesa de operaciones. Sus piernas quedaron colgantes. El cirujano de toga larga indicó que acercaran el respaldo de una silla para apoyar ahí el talón. De esta forma, la extremidad gangrenada quedaba en el aire y bien expuesta.

Los frailes elevaron el volumen de sus plegarias. Tenían que llegar al cielo antes que el bisturí. Aún era posible un milagro. Martín y Francisco se ocuparon de mantener los cauterizadores hundidos entre las brasas.

Con un trapo húmedo le lavaron la pierna enferma y luego la secaron. Era el último gesto amable. El cirujano de toga larga autorizó el comienzo de la secuencia. Los de toga corta se instalaron uno de cada lado. Echaron una ojeada al instrumental y se persignaron. El de la derecha instaló un torniquete bajo la rodilla y lo apretó hasta que el enfermo, desde sus vapores alcohólicos, emitió un gruñido. Los barberos se ocuparon de aprisionarle la otra pierna, los brazos, la cabeza y el pecho. A pesar de su mayúscula borrachera, era previsible una reacción.

El resplandeciente bisturí penetró en la carne y anilló la pierna. El corte fue neto y decidido. Unos haces musculares, empero, se resistían en separarse. Hubo que mover la hoja como si estuviese cortando un trozo duro de asado. El padre Albarracín gritó: «¡La puta madre!» El cirujano continuó su labor mientras las plegarias subían para interferir las palabrotas. Chorreó abundante sangre en la palangana colocada debajo y cuyo control estaba a cargo del segundo barbero.

– Cauterizadores -ordenó el cirujano de la izquierda.

Martín sacó el acero al rojo, casi blanco ya, y lo entregó al cirujano quien lo introdujo en el interior de la herida. El contacto del fuego con la sangre produjo chirrido y humareda. El padre Albarracín pegó un brinco que casi voltea a los ayudantes y se lanzó a blasfemar.

– Serrucho.

El cirujano de la izquierda continuó ahora con el trabajo. Introdujo la hoja en la herida y realizó enérgicos movimientos de vaivén. En cuatro aserradas seccionó el envejecido hueso. El otro cirujano se quedó con la parte inferior de la chorreante pierna en el aire.

– Cauterizador.

Francisco le alcanzó el siguiente. Lo aplicó sobre la enorme herida. El padre Albarracín lanzó un estertoroso: «¡Carajo!», y perdió el conocimiento.

– Otro cauterizador.

Martín entregó el tercero mientras Francisco revolvía en el fondo de las brasas a los restantes. La celda parecía un asador lleno de humo. El cirujano de toga larga levantó un candelabro y miró por entre las nubes el muñón cauterizado. Opinó que ya se podía vendar.

Un coro de preces agradeció el feliz término del acto quirúrgico que se había realizado en apenas seis minutos. Le cubrieron la herida rojinegra con aceite mientras uno de los barberos le hacía inhalar polvo de ají para que recuperase el conocimiento.

Por la tarde llegó en su carroza el doctor Alfonso Cuevas. Avanzó con mayor solemnidad aún, como si los problemas graves incrementasen geométricamente su importancia. Examinó al enfermo, que no había recuperado la conciencia. Su aliento exhalaba nubes de alcohol. El pulso radial era rápido y difícil. Una transpiración fría y dulce refrescaba su cuerpo, lo cual indicaba que no tendría fiebre como suele ocurrir tras una operación. La herida no manchó el vendaje; la cauterización fue exitosa. Pidió ver la orina. «No ha orinado», respondieron los frailes. Entonces el doctor Cuevas se levantó, echó una última mirada y dijo que el mal no se escapó por la herida. Había quedado en el cuerpo del superior.

Estallaron las exclamaciones de sorpresa.

Martín, arrodillándose, preguntó qué se haría con el pedazo de pierna amputada. El facultativo extrajo su amplio pañuelo, rozó su nariz y dijo con aire fastidiado: «Enterrada, pues. ¿Qué otra cosa querría hacer?» Después habló sobre las complicaciones del postoperatorio e indicó varios brebajes que debían ser suministrados con cucharita, cuidadosamente, evitando que se ahogara al tragar.

Martín sufría mucho. ¿Dónde enterraría el trozo de extremidad? La había envuelto en un paño blanco como a una reliquia. Si el superior era un santo, ese pie tendría poderes milagrosos. Pero era un santo que estaba vivo: no podía atribuir más poderes a una porción que al conjunto. Apretó el pie amputado contra su pecho como si fuera un bebé y lo depositó junto a la imagen del Señor Jesucristo que tenía en su celda, con la esperanza de recibir alguna orientación.

Después llegó el cirujano de toga larga y los dos de toga corta. Examinaron el vendaje y se miraron con satisfacción. La intervención quirúrgica fue rápida, perfecta. Hicieron un buen trabajo. Sólo cabía esperar que recuperase la conciencia y empezara a comer. El cirujano de toga larga preguntó por el pie amputado. Martín tembló, cruzó las manos y cayó de rodillas.

– Lo he guardado como reliquia -dijo.

Los cirujanos volvieron a mirarse. Comprendieron que, ante semejante destino, mal caería su pretensión de llevarlo a casa para los ejercicios de disección anatómica. La Iglesia no aprecia este arte necrófilo. Los concilios de Reims, Londres, Letrán, Montpellier y Tours prohibieron en forma terminante el ejercicio de la medicina y cirugía por el clero, así como la disección de cadáveres en cualquier circunstancia porque Ecclesia abhorret a sanguine .

El padre Lucas Albarracín no recuperó la conciencia. Pasó de la borrachera a la muerte. Su rostro tenía la sonrisa que se manifestó por primera vez en vísperas de su operación, mientras disfrutaba el aguardiente.

80

De regreso al Callao, abrió la puerta sin llave ni tranca de la vivienda paterna y depositó sobre su jergón la alforja con enseres. Contenía una muda y los Aforismos de Hipócrates que había llevado a Lima. El cuarto estaba en orden, tal como lo había dejado días atrás. El clavo ruginoso donde su padre colgaba el sambenito se mostraba impúdicamente desnudo.

– Lo encontraré en el hospital -pensó.

La muerte de fray Lucas Albarracín le activó el miedo por la salud de su propio padre. No podía tolerar el apergaminamiento de su piel, la fea redondez de su espalda, la astenia de su voz. Y esa marcha bamboleante e insegura que dejaron los tormentos. Quería comentarle el triste final de fray Lucas y, sobre todo, discutir la brutal operación que había presenciado. ¿La hubiese recomendado?, ¿hubiese usado la misma técnica?

Lo encontró en el hospital, efectivamente. Le alivió observarlo junto a un enfermo, examinando su tórax con intensa concentración. Era un viejito prematuro. Quería abrazarlo, decirle que lo quería mucho y anhelaba recoger toda su sapiencia, toda su bondad. Permaneció de pie a su lado hasta que él advirtió su presencia. Se sonrieron, cambiaron unas palmadas en los brazos y fueron a un aparte. Francisco le contó su reciente experiencia amarga.