Los hombres blancos se encolerizaron. Lo que parecía otra idiota costumbre de los aborígenes implicaba una revuelta de magnitud y pronunciaron la palabra terrible: «¡idolatría!». Para ellos la resurrección de las huacas se reducía a un culto asqueroso. No quisieron ni enterarse de las hondas emociones que activaban. Sólo sabían qué hacer: ¡extirpar! La enfermedad del canto era una plaga. Los indios no sólo renegaban de la fe verdadera, sino que pretendían recuperar sus raíces preincaicas. Estaban alterados por una ilusión tan ridícula que sólo podía alimentar Satanás. Empezó entonces una persecución despiadada. El visitador eclesiástico Cristóbal de Albornoz emprendió una guerra sin misericordia: volteó hechiceros, curacas y predicadores. Juan Chocne, junto a otros insignes acusados, fue remitido al Cuzco donde le aplicaron el tormento del potro y azotainas. Las huacas se alejaron de sus cuerpos debilitados. Los predicadores dejaron de hablar con verdad: pidieron perdón y dijeron que habían mentido. Muchos fueron condenados a trabajar de por vida en la construcción de iglesias. Los castigos incluían ofensas: eran emplumados, trasquilados y abucheados en público. La represión hizo escarmentar a miles de indígenas y quedó prohibido cualquier rito que evocase el culto de las huacas.

El Dios de los cristianos restableció su orden injusto. Pero no para siempre. José Yaru estaba seguro de que las huacas no habían sido derrotadas: protagonizaron apenas una escaramuza de advertencia. La renovada crueldad de los tiranos será doblemente castigada. En el Virreinato cada indio siguió «conversando» en secreto con la realidad invisible. Dentro de su apariencia baladí, las huacas escondían una fuerza maravillosa. En los valles y las montañas, en la costa y en la Puna se preparaba la gran batalla. José había tenido que huir de las redadas que tendían los extirpadores de idolatrías. Su viaje al Sur resultó providencial. Su guerra familiar era la guerra de la familia indígena de esta porción del mundo contra la familia usurpadora que llegó de ultramar.

55

El sueño de Francisco fue agitado por el deambular de frailes en el convento dominico de Córdoba. Santiago de Cruz le ofrecía una cadena para azotarse, pero al tender la mano advirtió que era una lanceta. Le abrió la vena al apoplético fray Bartolomé y a continuación los gritos de su entorno le informaron que ya estaba muerto. Sintió miedo y dijo «yo no lo maté». El monstruoso gato lo miraba fijo sus ojos amarillos; refunfuñó, expuso sus dientes, le iba a saltar encima cuando la regordeta mano de doña Úrsula le masajeó la nuca. Dio un violento giro y despertó. A su alrededor dormían otros hombres. La alcoba colectiva del mesón resonaba sibilancias y toses; el aire frío de las alturas apenas morigeraba las flatulencias. Por una claraboya penetraba la claridad del amanecer. Aún tenía pegados los fragmentos del sueño y las imágenes se abrieron al terso rostro de Babel. Se frotó los ojos: iría de nuevo a tocada y poseerla. No podía ordenar su mente. Acomodó su miembro erecto y se incorporó.

– Debo confesarme -se arregló la camisa, avergonzado, y abrochó su cinto-; debo confesarme.

Empujó la crujiente puerta. Lorenzo Valdés despegó un ojo.

– ¿Adónde vas?

– Vuelvo en un rato.

Se lavó en el fuentón que recogía agua de lluvia y salió a las calles pletóricas de urgencia y codicia. Potosí era Sodoma, Gomorra y Babilonia juntas. Los sirvientes negros ya habían iniciado su faena. Algunos carruajes iban en busca de un funcionario o un encomendero. La aurora quitaba el hollín de los edificios y el viento áspero, frío, hacía rodar guijarros.

Ingresó en la primera iglesia. Ya la habían barrido. Lo reconfortó la fragancia del incienso. La abrigada casa de Dios producía una instantánea armonía de espíritu. Se arrodilló y persignó en el extremo de la crujía. Al frente se elevaba el altar mayor con la resplandeciente custodia del Santísimo Sacramento. Un retablo laminado en oro y plata era seguido por una sillería de caoba que culminaba en voluminosos ambones. El templo era más imponente y lujoso de lo que parecía desde el exterior. Su techo estaba colorido por un artesonado cuyas piezas ensamblaban sin clavo alguno como las carretas que se fabricaban en Ibatín.

Rezó un padrenuestro. Después buscó el confesionario. Una mujer sollozaba de rodillas mientras el clérigo, oculto en la discreta cabina, absorbía los yerros humanos y la perdonaba en nombre de la Santísima Trinidad. Aguardó que ella terminase y cuando la vio hacer la señal de la cruz, fue a su lugar. Estaba ensimismado. Necesitaba la voz del sacerdote y su absolución. Avanzó cabizbajo, se dispuso a caer de rodillas.

– ¡Francisco Maldonado da Silva! -oyó su nombre.

Era una voz rotunda. Le impactó como un puma sobre la espalada. La voz no venía del confesionario. En la medialuz reconoció al pequeño sacerdote.

– ¡Fray Antonio Luque!

El superior de los mercedarios de Ibatín y temido familiar de la Inquisición lo miró con ojos glaciales.

– Me reconoció… -dijo Francisco al cabo de unos segundos, con forzada sonrisa, tras balbucear otros sonidos que no se combinaron en palabras.

– Eres igual a tu padre.

– Sin tanta barba -se la tocó haciendo un mohín. El encuentro le produjo una emoción ambivalente.

– ¿Qué haces aquí? -espetó a quemarropa.

– Vengo a confesarme.

– Ya me di cuenta. Pregunto qué haces en Potosí.

– Estoy de paso.

– Viajas a Lima, ¿no?

– Sí.

– ¿Buscas a tu padre?

– Sí.

El duro sacerdote escondió sus manos en las anchas mangas del hábito. Su cara no era gentil. Recorrió varias veces el cuerpo de Francisco desde su cobriza cabellera hasta sus gastadas botas. Con estos brochazos oculares conseguía inhibir a sus interlocutores, especialmente si eran más altos que él. No le habló ni facilitó que dijese otra frase. Al rato, con voz tan asordinada que el joven debió inclinarse para escuchar, le volcó su hiel.

– Estoy enterado de tu viaje. En Lima encontrarás a tu padre y al tribunal de la Inquisición.

Hizo otra pausa. A pesar del frío que reinaba en Potosí, el sudor corría por la nuca de Francisco.

– Hubieras debido permanecer en el convento de Córdoba.

– Quiero estudiar medicina -explicó en falsete.

Fray Antonio Luque contrajo las cejas.

– Como tu padre.

– No es el único médico -se aclaró la garganta.

– Médico como tu padre -frunció las cejas-. Y posiblemente serás otras cosas más como él… ¿Judaízas, ya?

La intempestiva acusación le golpeó en la boca del estómago. Movió la cabeza. No sabía qué contestar a un religioso cuando se permitía arremeter tan injustamente.

– He… venido a confesarme. Soy buen cristiano. ¿Por qué me ofende?

– No puedes confesarte.

– ¿Cómo dice?

– No puedes confesarte. Estás impuro.

Francisco supuso que el amargo fraile lo vio entrar en el lenocinio.

– He venido a purificarme. Por eso quiero la absolución del sacramento -imploró.

– Estás impuro: ¡tu sangre es impura!

El joven sintió otro golpe en la boca del estómago.

– ¿Entiendes lo que te digo? -prosiguió impertérrito-. Eres hijo de cristiano nuevo. Estás sucio de judaísmo.

– ¡Mi madre era cristiana vieja! -protestó.

– Era… Está muerta -continuó en tono bajo, monocorde, humillante-. No te quedaste cerca de su tumba: viajas hacia tu padre, el reo de la Inquisición.

– Soy cristiano. Estoy bautizado. Recibí la confirmación. Creo en nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre y todos los Santos de la Iglesia. ¡Quiero salvar mi alma! No me cierre el camino de la salvación. Soy cristiano y quiero seguir cristiano -dijo atropelladamente.

– Los que tienen la sangre impura como tú, tu padre y tu hermano, deben hacer más penitencia y actos de virtud que los de sangre pura. Además, al alejarte del convento has revelado tu escasa disposición al sacrificio por la fe. Tengo motivos, entonces, para desconfiar. Y para exigirte que antes de beneficiarte con el sacramento de la confesión, me digas toda la verdad sobre tus propósitos. Yo quiero tu bien.

Francisco retorció sus dedos contra la espalda. Antonio Luque se excedía en las atribuciones de su investidura. No tenía derecho a vedarle la divina absolución, pero tenía poder. Tenía el poder de alterar sus planes, retenerlo en Potosí, calumniarlo. Y mandarlo de regreso a Ibatín o Córdoba. No había más alternativa que inclinar la cerviz.

56

Francisco pudo finalmente arrodillarse ante el confesionario de esa iglesia en Potosí y descargar su pecado de fornicación. Fue absuelto en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. La penitencia de oraciones que le impuso el cura no fue para él gravosa, sino gratificante. Resonaba en sus oídos la frase: «Anda, y no vuelvas a pecar.»

Pero quedó en su alma fray Antonio Luque. En sus ojos de acero había relampagueado un desdén inconmovible por su padre, su hermano y seguramente su descendencia. Francisco se preguntaba qué podría hacer para que Dios y sus ministros lo quisieran. Con qué sacrificios lograría que no le volvieran a recordar su abyecto origen. ¿Lo perseguiría Antonio Luque por toda la tierra recordándole su condición abominable? Así como había venido a encontrarlo en esta iglesia de Potosí, ¿podría aparecer en Lima? ¿Volvería a mirarlo con desprecio y exigirle más degradación que a cualquier otro mortal?

Le contó a José Ignacio Sevilla, quien le explicó tranquilamente que no se sentía agobiado por el desprecio de Antonio Luque y muchos que procedían igual: eran fanáticos que vivían y actuaban como las bestias: pura agresión e irracionalidad. Su esposa María Elena -bello nombre como ella misma lo era- sabía de estas convicciones. Francisco se enteraría de que esta hermosa mujer judaizaba cuando se despidieron en el Cuzco. También era cristiana nueva y aceptó casarse con este hombre mayor para conservar su fe secreta. Las dos hijas aún no tenían edad suficiente para enterarse de la riesgosa dualidad.

Al alejarse de Potosí, Lorenzo Valdés cabalgó entre las mulas de don José Ignacio y su amigo Francisco: parecía un hidalgo custodiado por sendos escuderos. No le afectaban problemas de identidad o de pureza. Todo era simple para él. Además de su caballo y su dinero traídos de Córdoba, ya se había enriquecido con tres mulas. Este viaje armaba su espíritu para las grandes aventuras que vendrían. En Potosí visitó tres burdeles y esperaba divertirse a lo grande en los baños termales de Chuquisaca.