De súbito chirrió la puerta e ingresó Santiago de la Cruz. Encontró a su discípulo desencajado, con el pelo revuelto; chorreaba sudor; de su diestra colgaba el látigo tembloroso. Esa figura que irrumpía en su celda podía ser Cristo o Satanás. Su flagelación convocaba a cualquiera de los dos. Uno para aprobar el sacrificio, el otro para interrumpirlo. En ambos casos correspondía proseguir: más grande la ofrenda al Señor, más grande la desobediencia al demonio. «¡Judío de mierda!» y se dobló con un latigazo formidable. «¡Marrano apóstata!» Otro golpe.

Santiago de la Cruz crispó sus puños. Se le cortaron los frenos. Abrió su boca, los ojos, los brazos, se quitó la sotana y se abalanzó sobre el muchacho semidesnudo, profusamente mojado y doliente. Lo abrazó con fuerza.

– Basta -dijo-. Basta ya.

Francisco dejó hacer. Sus pulmones gemían, desgarrados. Miraba alucinadamente hacia el techo como si desde allí le gorjearan los pájaros.

– Mi querido ángel-susurró el director espiritual acariciándole los brazos y el cuello. Adhirió su torso desnudo al del joven. Aproximó sus labios a la boca agitada y la besó.

Francisco se estremeció. ¿Era Cristo que lo amaba, lo besaba, le frotaba el cuerpo? Un hachazo le partió la cabeza. Agarró con ambas manos los pelos del director espiritual y lo apartó violentamente. Una hoguera estalló en sus órbitas. Juntó las últimas fuerzas y lo golpeó aullando. La espalda del fraile se hundió en el muro y extendió las manos. Rogó con palabras disfónicas e incomprensibles. Francisco alzó el látigo y se dispuso a abrirle la cara. Pero demoró un instante, el instante suficiente para percibir el desquicio de la situación. Frente suyo, abochornado por la lascivia y la impotencia, no estaba el diablo, sino su director espiritual. También respiraba agitadamente, también evidenciaba horror. Clavaba las uñas al adobe. Quería desaparecer. La explosión pecaminosa le había deshecho el juicio. De pronto arrancó el látigo a Francisco y se aplicó un golpe sobre la espalda. En seguida otro. Por encima de su cabeza, contra el hombro izquierdo, contra el hombro derecho, alrededor de la cintura, frenéticamente, con odio, murmurando insultos contra sí mismo. Era una tormenta de golpes rudos que no parecía disciplina, sino masacre. Lloraba, quebrado de dolor, y proseguía. Ansiaba destruirse, romper su cuerpo en fragmentos inservibles, convertirse en el polvo primigenio. Francisco contemplaba estupefacto. Su flagelación había sido una caricia en relación con esta otra.

Al fraile se le doblaron las rodillas. Estaba borracho, rebotaba contra las paredes. Y seguía propinándose fatigados latigazos y murmurando injurias. Inspiró hondo, hizo un esfuerzo y se dio el golpe de gracia. Entonces se derrumbó.

Francisco permaneció adosado a su rincón. Estaba perplejo y asqueado. El cuerpo de quien pronunciaba hermosos sermones y era respetado director espiritual yacía tendido como un cadáver mordido por las fieras. Sus heridas eran boquetes boquetes por donde salieron las pestilencias de su alma. Necesitó arrancarse lonjas de piel para que, con la sangre sucia, escaparan los impulsos abyectos. Su respiración era rápida y superficial porque su tórax macerado de cortes no podía expandirse. Con voz cavernosa susurró a Francisco:

– Ve a mi celda y trae la salmuera y el vinagre.

Francisco supuso que deliraba. El director espiritual repitió sus frágiles palabras y, ante la indecisión del joven, agregó en tono lóbrego: «Es una orden.»

Cuando regresó con un frasco en cada mano, encontró al fraile de pie, sosteniéndose trabajosamente sobre el borde de la mesa, el torso chorreando sangre.

– Pon salmuera y vinagre sobre mis heridas -pidió con voz agotada-. Haz lo que te pido aunque caiga desmayado.

Francisco frunció el entrecejo.

– Necesito más castigo -una puntada le cortó la inspiración; se llevó una mano a las costillas-. Ayúdame.

Francisco procuró sostenerlo.

– No: ayúdame a sufrir más, a purificarme… Primero la salmuera, después el vinagre -se inclinó para exhibir el rayado bermellón de su espalda.

La salmuera desencadenó un incendio. Crujieron sus dientes para ahogar el aullido. Trepidó. Se pellizcó los brazos.

– ¡Más! ¡Más! -imploraba.

Francisco vació los frascos. Santiago de la Cruz sacudió la cabeza, fuera de sí.

39

Columnas de hombres y mujeres descalzos, vestidos con sayales burdos o mantas de colores, ingresaron en la iglesia profusamente iluminada. Entre los grupos penetraron también niños mayores de siete años. Curas, doctrineros, encomenderos y notables oficiarían de padrinos. Circulaban lentamente los estandartes para orientar la ubicación de las columnas según la procedencia. A la izquierda de la nave se aglomeraban las mujeres y a la derecha los varones.

Estaban encendidas todas las luces: los cirios del altar, las velas de la araña pendiente de una soga de esparto, las antorchas del coro, los faroles y candiles de los muros. El olor a cebo derretido se mezclaba con las humaredas del incienso.

El recinto se llenó de gente, olores y calor como si se hubiesen amontonado animales en lugar de personas. Más que un cenáculo, la iglesia parecía el arca de Noé. Hedían a pasto y estiércol, a chancho ya buey, a mula y a chivo, a orina y a mierda de perro. Revoloteaban piojos, chinches y pulgas. Algunos adolescentes chorreaban mocos y lagrimeaban pus. Era un establo que seguramente agradaba al Señor.

Apareció el obispo. Su figura impresionó a los fieles. Llevaba los ornamentos pontificiales: roquete, estola y capa pluvial. Su cabeza estaba coronada por la nevada mitra. En su mano derecha aferraba el báculo, señal de su autoridad. Los hombres y mujeres se empujaron para ver esa presencia deslumbrante, parecida a los santos de las hornacinas. Trejo y Sanabria explicó brevemente el rito que iba a celebrar. Su voz consolidaba las enseñanzas que venían impartiendo los curas y los doctrineros. Extendió sus manos y todos sabían que eso significaba la invocación al Espíritu Santo para que vertiera los siete dones. Luego se acercó a los confirmandos dispuestos en hileras irregulares. Sostenía en una mano el recipiente de plata con el santo crisma. Introducía el dedo pulgar en el líquido y dibujaba en la frente de cada uno la cruz mientras pronunciaba las palabras sacramentales.

Francisco sintió el contacto del dedo y la imposición de la marca. Le rozó la capa pluvial y le produjo un estremecimiento como si fuese la sagrada túnica de Cristo. En su cabeza había sido instalada la materia del sacramento (óleo y bálsamo) y el obispo pronunció las palabras de la forma. Ambos elementos se juntaban para operar su transformación: le fluía la gracia divina y quedaba investido como soldado de la Santa Iglesia. En sus oídos resonaba la fórmula que le aseguraba la concurrencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El obispo, el padrino y el confirmando anudaban una trinidad de hombres al servicio de la Santísima Trinidad que creó el universo. El obispo aplicó entonces al joven una bofetada en la mejilla: era el símbolo de la disposición que debía tener para soportar las afrentas dirigidas al Señor. Lo miró a los ojos, le sonrió y saludó como Jesús a sus discípulos: «La paz sea contigo.» El confirmando bajó la cabeza y se concentró en su deseada emoción.

Al cabo de casi una hora, tras haber confirmado a todos los presentes, el prelado regresó al altar y rezó en nombre de la feligresía. Por último se dirigió a la multitud que llenaba la iglesia. Estaba pálido, a punto de caer.

– El Señor os bendiga desde Sión, para que veáis los bienes de Jerusalén por todos los días de vuestra vida y poseáis la vida eterna. Amén.

Invitó a rezar conjuntamente el Credo, el Padrenuestro y el Avemaría. Del coro se levantó la llamarada de un motete. Las voces acompañadas por arpa y guitarra dibujaron una melodía que pronto fue acompañada por la misma melodía en otro tono. Se entretejió el contrapunto como un torrente. Las cabezas giraron para descubrir el origen de esa música que retumbaba en las bóvedas. Francisco juntó las manos y se arrodilló en el oloroso bosque piernas y sandalias. Rogó que los dones del Espíritu Santo lo colmaran de fortaleza para no desviarse del camino recto. Que no se avergonzara de su catolicismo y sí de las herejías cometidas por su padre y su hermano. Recordó las palabras de Jesús en el evangelio de Lucas: «El que se avergonzare de mí y de mis palabras, también me avergonzaré yo de él el día del juicio.» Que perdiera el miedo a caer en la tentación, así como los apóstoles perdieron el miedo a los judíos después de Pentecostés.

40

Lorenzo confesó que tenía deseos de viajar. Estaba harto de vivir rodeado de tierra, montes y salinas monótonas. Deseaba conocer el mar con sus montañas de espuma y los combates de abordaje. Deseaba luchar contra las cimitarras de los turcos y los sables de los holandeses. Tenía demasiada agilidad y brío para seguir masticando aburrimiento entre los indios de Córdoba. «Son insoportables: obedientes y lerdos de inteligencia, han olvidado el arte de la guerra; son como las mulas después de la doma: sólo sirven para llevar una carga.» Prefería los temibles nómadas del Chaco o los calchaquíes: contra ellos podía ejercitar el puñal y el arcabuz. También le gustaría conocer la feria de mulas en Salta.

– Es la asamblea más grande del mundo, me aseguró papá. En el valle se reúnen medio millón de animales. Ni que fueran hormigas.

Lorenzo desbordaba entusiasmo. En vez de llenarse con los pensamientos de los libros o los frailes, coleccionaba la información de los viajeros. Sabía que en la puna, junto a los cerros nevados, circulaba un canal del infierno por donde corría el agua calentada en el centro de la tierra. Cerca de allí reluce la maravillosa Potosí, construida de plata maciza. Y luego la capital del Virreinato: Lima. En Lima los nobles y sus hermosas mujeres se pasean en carruajes de oro. En seguida el Callao, su puerto. ¡El mar! En el muelle cabecean galeones, fragatas, carabelas y chalupas. «Embarcaré rumbo al istmo de Panamá y luego seguiré hacia España. ¡Y a tierra de infieles! Mataré moros con la técnica de matar indios.»

Lorenzo Valdés se exaltaba con sus proyectos belicistas.

– Me tienes que acompañar, Francisco.

41

Isabel y Felipa continuaban en la residencia de doña Leonor. Pronto sería realidad el monasterio de monjas bajo el santo nombre de Catalina de Siena. Francisco les iba a comunicar su propósito. Equivalía a dejadas más solas aún.