A don Diego le empezó a brillar la frente.

– ¿Cómo lo adivinó? -preguntó con una sonrisa que pretendía ser inocente.

– No lo adiviné -respondió-. Lo sabía.

– ¿Lo sabía?

– Claro. ¿No recuerda que soy comisario del Santo Oficio?

– ¡Pero por supuesto! -carcajeó.

Antonio Trelles, unos años atrás, había sido detenido en La Rioja por judaizante. Se le efectuó un sonado juicio. Diego Núñez da Silva lo había conocido en Potosí y cuando visitó La Rioja como médico intentó brindarle ayuda. Grave error: judaizar no merecía clemencia, sino arrepentimiento y condenas ejemplares. Ayudar a un judaizante también era delito. Como lo era condolerse mientras no reconociera su pecado atroz. Un franciscano alto, muy delgado y de mirada desvaída aferró al médico portugués, lo llevó a un aparte y le aconsejó que si no deseaba: correr la misma suerte, no dijese una sola palabra más y marchase en seguida. El Santo Oficio procedía a confiscar todos los bienes del reo y la familia Trelles se hundía en la indigencia. Diego Núñez da Silva había tenido la temeridad de acercarse a su esposa y comprarle parte de la vajilla por casi todo el dinero que llevaba encima. Era único que podía hacer para aliviar su desamparo. El noble religioso que le facilitó la partida y procuró disimular su gesto se llamaba Francisco Solano. Fray Bartolomé cambió de tema y se dispuso a gozar del almuerzo. El anfitrión, en cambio, tragó piedras.

¿Es día o noche? Nuevamente los pasos en el corredor, hierros, llave, tranca, puerta crujiente, franja de luz, soldados que irrumpen.

Por entre los soldados crece la figura albinegra de un fraile.

Francisco despega sus párpados legañosos. Reconoce a fray Urueña, el bondadoso clérigo que lo había recibido cálidamente en esta ciudad chilena de Concepción.

Trata de incorporarse. Su cuerpo es un fardo de dolores.

Los soldados se apartan. Un sirviente instala dos sillas y sale. Tras él se retiran los soldados. Dejan una lámpara en el suelo y cierran la puerta. Sólo permanece el fraile.

– Buenos días.

¿El dominico le sonríe?

20

La negra Catalina corrió por las calles. Alzaba su falda con ambas manos. Francisco la reconoció desde lo alto del algarrobo y le transmitió su sorpresa a Lorenzo. ¿Qué pasaba, Catalina? Venía a buscarlo por orden de la señora Aldonza; no sabía para qué. Su rostro traducía miedo.

– ¿Qué pasa? -insistió Francisco.

Ella no lo podía entender: había gente.

– ¿Gente? ¿Qué gente?

Regresaron corriendo.

En la entrada de su casa se había apostado un soldado con lanza de acero y adarga en forma de corazón. Intentó cerrarles el paso, pero evaluó su insignificancia y miró hacia atrás. En el patio había unas diez personas, de las cuales tres o cuatro eran clérigos. Ante la puerta de la sala de recepción estaba parado otro soldado armado. Aldonza, flanqueada por Isabel y Felipa, deambulaba con el mentón hundido en el pecho, retorcía un pañuelo blanco. Francisco recibió el largo abrazo de su madre. Pudo entonces enterarse de que fray Bartolomé Delgado y el capitán Toribio Valdés habían ingresado solemnemente «para arrestar al licenciado Diego Núñez da Silva en nombre de la Inquisición». Los acompañaba un séquito de soldados del Rey y familiares del Santo Oficio. Como se acostumbraba, debían efectuar el trámite en presencia del notario. Se encerraron en el salón de recibo.

– Lo van a llevar -sollozaba Aldonza-; lo van a llevar.

Francisco pretendió acercarse a su padre, acompañarlo, escuchar qué le preguntaban. El soldado que bloqueaba la puerta no accedió. Nadie, ni siquiera los integrantes del cortejo, podía entrar. El Santo Oficio prefería el secreto. Volvió junto al trío de mujeres que rondaban decaídamente el aljibe desgranando las cuentas del rosario. Lorenzo sacudía nerviosamente el pelo de la cara y trataba de obtener una explicación. Francisco encogía los hombros y miraba a los oscuros familiares que hablaban en tono adusto, tal como se supone que deben hacerla personas de alta misión y comprobada pureza de sangre. En su conversación resonaban algunas palabras fuertes: marranos, ley caduca de Moisés, epidemia, brujería, judiada, asesinos de Cristo, sabat, raza maldita, purificación por el fuego, embaucadores, cristianos nuevos .

Marchó al segundo patio donde vio a Catalina sentada sobre un fardo de ropa sucia. Lloraba. Su llanto lo estremeció. Fue hacia el fondo y se introdujo en el escondite que le había confiado Marcos Brizuela. Era una gruta perfecta, allí podía yacer tendido y pensar. Quizá tras unos días cambiara de opinión fray Bartolomé y entonces su padre podría salir sin amenazas. O quizá debía escapar a caballo durante la noche. El capitán Valdés tiene el más veloz de la ciudad; Lorenzo lo ayudaría a conseguirlo.

Regresó donde Catalina. Le envolvió la cara regordeta con sus manos y la obligó a mirarlo. Ella tenía los ojos enrojecidos.

– Vamos a salvarlo -dijo Francisco.

Le susurró que preparara ropa y juntara comida para un viaje. Volvió al escondite y lo limpió. Cuando fue a reunirse con su madre, el interrogatorio continuaba.

– ¿Dónde está Diego?

– Fue a buscar a fray Isidro -contestó Felipa.

– ¿De qué acusan a papá? -volvió a preguntar Isabel.

Aldonza se quebró de nuevo en llanto. Comprimía el pañuelo contra sus órbitas.

– ¿Cuántas veces preguntarás lo mismo? -reprochó Felipa.

Se movió el soldado que protegía el acceso al salón. Los familiares se aproximaron, estaban ansiosos por enterarse: tendrían el privilegio de ser los primeros y harían correr la noticia por la ciudad. Pero aún faltaba: el soldado cruzó la lanza y retornaron al corrillo. Diego llegó tensado. Su ojos llameaban.

– No quiere venir.

– ¿No quiere venir?…

– Insiste en que es inútil. Que sería peor.

– ¿Fray Isidro no quiere venir? -repitió Isabel, tan incrédula como el resto.

– Dice que no es familiar, ni siquiera dominico. Su intervención complicaría las cosas.

– Nos abandona… -tembló Isabel.

– Es prudente -justificó la madre-. Ve mejor que nosotros.

– ¿Sí!, con esos ojos de diablo! -exclamó Diego.

– ¿Hijo!

– ¿Es un cobarde! ¡Un traidor!

El soldado cambió de posición. Los familiares se desplazaron nuevamente hacia él. También Francisco. Apareció el conocido gato blanco y, pegado a su lomo, la ancha figura de fray Bartolomé. Su rostro se había puesto severo. Después emergió Núñez da Silva con signos de cansancio, finalmente el capitán de lanceros y el familiar que cumplía las funciones de notario.

Francisco corrió hacia su padre. La lanza lo detuvo en seco. Se levantó un murmullo. Fray Bartolomé pidió al soldado que retirase la lanza y permitiera al muchacho abrazar la cintura de su padre. A continuación, con exagerada lentitud, informó que el licenciado Diego Núñez da Silva había sido acusado de judaísmo y que el Santo Oficio le ordenó a él (fray Bartolomé) efectuar la investigación sobre sus bienes (el interrogatorio) en presencia del señor notario, quien labró el acta legal. Su resultado facultaba ahora a él (fray Bartolomé Delgado, comisario de la Inquisición) a entregar el reo (Núñez da Silva) al brazo seglar (capitán de lanceros Toribio Valdés) para que disponga su inmediato traslado a Lima donde será juzgado por el alto Tribunal del Santo Oficio.

Estalló Aldonza. Sus hijos pretendieron consolarla, pero lloraban también. Los familiares balbucearon una oración. Diego, empero, permanecía tieso, con los puños crispados. El médico portugués acariciaba la cabeza de su hijo menor y parecía calmo aunque respiraba con apuro.

Aldonza se acercó al grupo arrastrando los pies. Creyeron que iba hacia su esposo. Pero se desplomó de rodillas ante fray Bartolomé. El comisario apoyó su ancha mano sobre la cabeza como si estuviese impartiéndole una bendición, balbuceó unas palabras en latín y dijo en voz baja que era la voluntad del Señor, que el licenciado iría a Lima por unos meses, que debía aceptar la justicia divina, que si expresaba un sincero arrepentimiento y los jueces advertían que era real y profundo, sería reconciliado y volvería pronto. De lo contrario permanecería allí hasta lograr la purificación. Esto era definitivo. Era la voluntad de Dios. El capitán Valdés ordenó al soldado que no se apartase del reo por ninguna causa. Francisco ardía por avisarle que lo esperaba un seguro escondite y que, con ayuda de Catalina, le había provisto vituallas. Podía descansar unas horas, comer y, durante la noche, fugarse en el mejor caballo de la ciudad. No era una fantasía, ya estaba casi todo listo. Pero no se le despegaba el soldado. Tampoco se marchaban los huraños familiares.

A fray Bartolomé le trajeron papel y pluma. Un ayudante le sostenía el tintero mientras se desplazaba por la casa seguido por el reo. Sus obligaciones incluían el prolijo inventario. Exigió a don Diego que le entregase todo el dinero en efectivo. También exigió que le entregase las joyas. El comisario exploró el comedor y entró en los dormitorios. Diego Núñez da Silva no pronunciaba un vocablo y Aldonza no cesaba de llorar. Francisco no se despegaba de su padre: tenía que explicarle el plan de fuga, era decisivo.

En el dormitorio fray Bartolomé ordenó abrir los cofres y exponer su contenido sobre la alfombra. Salieron frazadas, cubrecamas, fundas. Y un estuche de brocato.

– ¿Qué es eso?

– Un recuerdo de mi familia.

– A ver.

El médico deshizo el nudo, abrió el estuche y sacó la llave de hierro. Fray Bartolomé la sopesó en su mano, la miró a la luz y la devolvió.

– Está bien.

Francisco adelantó su mano y recibió la despreciada reliquia. Se encargó de guardada en el estuche y dar vueltas al hilo de cáñamo. Hizo un buen nudo. Su padre lo contempló con infinita gratitud. Aprovechó entonces para susurrarle su proyecto. Fray Bartolomé pidió que viniera el capitán Valdés. Francisco temió que lo hubiera escuchado.

Llegó el capitán haciendo ruido de tacos.

– Está concluida la primera parte del inventario patrimonial -dijo-. Puede llevarse al reo.

– Papá -susurró Francisco-. ¡Escapemos ahora!

– No hay escapatoria -le susurró al oído, apretándole cariñosamente los hombros.

– Sí.

– Sería peor.

Le dolió su resignación inamovible.

Salieron al patio. Llegaron otros soldados y lo empujaron hacia la calle, donde la falta de respeto fue una cuchillada. Francisco intentó protegerlo, pero un oficial lo apartó con rudeza. Acudían los curiosos: era el espectáculo del barrio, así como los condenados a la picota son el espectáculo de la plaza mayor. Afuera se habían apostado caballos y mulas. El operativo había sido preparado con antelación; no esperaba el resultado del interrogatorio. El arresto y la deportación de Núñez da Silva habían sido ordenados meses antes, cuando aún vivía en Ibatín.