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A la mañana siguiente, Carmona despertó como a las diez. Por el patio rodaban corrientes de viento frío y en el cielo azul se veían relámpagos de tormenta. Envuelto en una sábana corrió al cuarto de Madre. Los gatos bloqueaban la puerta y andaban de aquí para allá sin sosiego, con la determinación de que nadie pasara. Entrevió el cuerpo de Madre en la penumbra, pálido y afilado, y la oyó balbucear algunas broncas palabras sin sentido. Quiso llamar su atención agitando una punta de la sábana sobre la espesa arboleda de gatos, pero ella no respondió. «Madre, no sufras», le dijo. «Voy a pedir a las gemelas que vengan. Voy a hablar con el médico. Te lo ruego: no sufras.» Qué iba a sufrir la desgraciada. Estaba desde hacía rato sumida en un coma de bienestar, del que salía cuando le daba la gana.

Se quedó un rato mirándola. Parecía que fuera a morirse de un momento a otro. Estaba indefensa, más indefensa aún de lo que estaba cuando muriese. Tengo que ganarle de mano, pensó Carmona, porque cuando muera ya no seré capaz de hacerlo.

Fue al cesto de la ropa sucia y se puso una de las mañanitas de Madre, con la esperanza de que el olor confundiera a los gatos. En cuclillas, fingiendo que deseaba acariciarlos, les tendió los brazos y los llamó con voz seductora: «Míos, míos, queriditos». Los animales retrocedieron, erizando el pelo de las ancas. «Míos, míos», repitió. A medida que se les acercaba, Carmona sentía más miedo. El filo de sus miradas se le clavaba en las vísceras. Tenía la sensación de que en cualquier momento le saltarían a los ojos. Eran capaces de lastimarlo a traición, de matarlo mientras dormía. Por fin, uno de los gatos se apartó del grupo y lamió, curioso, las manos tendidas de Carmona.

A pesar de que la lengua del animal era rugosa como un papel de lija, transmitía indefensión y ternura. «Son criaturas muy especiales, criaturas del cielo», solía decir Madre. Y era eso lo que la lengua del gato dejaba en su mano: una saliva mansa, que sólo podía bajar del cielo. Carmona no se dejó seducir. Mientras el gato lo lamía, le acarició la cabeza con suavidad y tanteó el orden perfecto de sus músculos, la elasticidad de los huesos, la porfiada vida que latía en cada centímetro de aquel cuerpo incomprensible. De pronto, con un movimiento rápido lo aferró por la cola y lo puso boca abajo. El gato lanzó unos vagidos humanos, lastimeros. Todo sucedió tan de improviso que los demás gatos sólo atinaron a montarse unos sobre otros en el rincón. De espaldas a la cama de Madre, Carmona dobló la pequeña vértebra donde terminaba la columna y quebró el hueso como si fuera una maderita. El dolor estalló con tanta nitidez que también lo hirió a él y estuvo persiguiéndolo largo rato, como un dolor lleno de ecos. Quizás un día el gato podría curarse de aquel dolor. Pero no él. El dolor que había echado a rodar era de los que marcan para siempre.