El sábado volví a quedar con Blanca. Utilizamos varios métodos para comunicamos, pero el más habitual son las tarjetas: yo encuentro una pequeña tarjeta en mi buzón, generalmente los sábados por la mañana, y la repetición zodiacal de nuestros rituales logra una mayor economía en las palabras, incluso su ausencia. Las instrucciones se hacen concisas, se usan iniciales, siglas, frases mutiladas. Toda nuestra aspiración -lo sé- es conquistar el silencio, no tener que depender siquiera de los mensajes escritos, intuirnos mediante rastros, usar otros lenguajes, quizás la misma música: ayer sábado, por ejemplo, la tarjeta mostraba unas torpes notas negras. Acepté su proposición y la guardé en un bolsillo del impermeable. Recordé la hora escrita con rotulador bajo aquellas notas: 23.30.

Ella llegó a la hora correcta, con la noche ya establecida fuera. La hice pasar al salón de nuestro piso solitario y cerré todas las puertas. Permití una luz íntima de lámparas indirectas bajo la que pude observarla cuidadosamente.

Parecía una preciosa muñeca antigua. No miento: fue la impresión del instante, el fugaz segundo en que mis ojos y su figura armonizan juntos, una impresión tenue pero tan cierta que se hace algo más que mirar o ser mirada. Vestía una ceñidísima pieza con lentejuelas que estallaba de luz a cada gesto de su cuerpo y traía largas medias negras que revelaban sus piernas hasta cerca del inicio de sus muslos, presionados por el borde diamantino de la falda. Su fino talle se equilibraba sobre altísimos zapatos de tacón con aspecto de cristales. Los largos cabellos de nieve se hallaban ondulados, y su rostro, dentro, evocaba un antiguo cuadro, una de esas caras que se guardan en estuches, se recrean en miniaturas y provocan nostalgia y dolor cuando son contempladas por desconocidos. Fue tanta mi felicidad al veda que tuve que hablar, pero mi confusión sólo logró decir:

– Estás más hermosa que nunca.

Ella no respondió, y su silencio y la dulzura de sus gestos de mimo la embellecieron otra octava. Había comenzado a oírse la música, como un murmullo, y casi sin transición empezamos a bailar. Naturalmente, yo había elegido el Nocturno en mi bemol mayor, opus 9, con su lánguido aire de vals. Había soñado con oírlo mientras la abrazaba, pero cuando mi sueño se cumplió, como una justísima profecía, su propia realidad simuló otro sueño. Blanca se acercó, recogió los brazos sobre su pecho y se dejó envolver por los míos. Bailamos en el salón sin trasladamos apenas, sólo con la rotación suave de los cuerpos.

Pero no era un baile: era casi un consuelo. Ella se refugiaba en mí y yo extinguía su miedo, la protegía. Pensé en una talla de cristal, una lámina curva que, golpeada, sonara a música como un diapasón. Tocarla era tener pánico, como si todo aquel conjunto de músculos suaves y piel tersa pudiera agrietarse incluso con los gritos.

Bailamos sin bailar hasta que la música se convirtió en excusa. Percibí bajo mis manos, más allá de la aspereza de granito de las lentejuelas, una carne desnuda prisionera. Modelé la superficie de sus nalgas sobre las que se tensaba el obstáculo de la falda. Besé su hombro desnudo y cruzado casi hasta el daño por el ceñido tirante del vestido. Presioné la rebosante firmeza de sus nalgas, proyectándome involuntariamente contra su vientre y notando en él mi propia firmeza. Pero las ropas que nos cubrían eran como una exquisita sensación de espera, de represión consciente. Ella movió sus caderas, percibió mi tensión y la hizo crecer con todo su cuerpo. Cerré los ojos por primera vez desde que había venido y supe entonces, paradójicamente, que no soñaba.

No sé por qué quise besarla: el beso siempre extingue algo, provoca una interrupción, es más que el tacto de las bocas: delata un sentimiento. Pero hicimos esto: Blanca supo que yo acercaba mis labios a los suyos e interpuso una mano, casi en armonía con lo que ocurría con nuestros sexos. Besé el espacio puro entre sus dedos, el aire perfumado como unos labios sin boca. Al mismo tiempo, sus propios dedos se hundieron en sus labios reales: presioné en aquella barrera y casi noté la humedad que yacía detrás, emborroné sus huellas con mi saliva, deslicé mi lengua contra esos diminutos montes planetarios, esas líneas de vida y de muerte de su palma, humedecí todo su destino escrito en la mano desnuda, que me devolvía el beso con su tacto, como los labios de un espejo. Y fue así, porque entonces apartó su mano, húmeda de mi boca, y acarició con ella mi rostro y mi cuello; ambos cerramos los ojos, y, en la oscuridad voluntaria que surgió, sus dedos mojados, que me palpaban como memorizando mis facciones, se comportaron como un eco lejano de mis besos.

Bailábamos con la sinceridad del deseo.

Afirmé aún más las manos en su delgadísima cintura y caminamos hacia la pared cercana. Ella se dejó pero no quiso ayudarme. Cuando no tuvo ya más espacio para retroceder, separó las piernas y el vestido se alzó con el gesto. Presioné mi sexo oculto contra el suyo, retrocedí y volví a presionar. Oí sus jadeos, abrí los ojos y apenas vi su rostro entre la confusión de cabello blanco. Sus manos, agazapadas sobre mi pecho, me sujetaron, como si se hallara próxima a un terrible abismo. Moví mis caderas y sentí de nuevo el torpe restregar de labios ocultos de nuestros sexos. Ambos nos movíamos con la exacta repetición del placer solitario, y fue comprobar sus caderas, sus piernas separadas, el balanceo contra mi vientre, la transformación sin pausa del baile en aquella masturbación mutua, lo que apresuró mi final. Ahora imagino que habíamos cumplido con el sentido justo del ritual: ¿acaso no estábamos haciendo danza? Esta barrera de manos y vestidos, estas sensaciones bloqueadas de besos que no lo son, de caricias que deben conquistarse, este ardor que se vacía en secreto, bajo pantalones y faldas, ¿no son el objeto del baile? Desnudos en una cama no lo hubiéramos sabido; jamás habríamos imaginado la pasión que puede surgir de la negación perenne del deseo que se afirma: este terrible contraste entre pureza y cuerpos que constituye el baile.

Pero eso es lo que era, una danza, no un sueño, y casi en la frontera en la que ya es imposible detenerse, elevé las manos, la cogí de los brazos desnudos y la aparté de la pared. Giramos entonces, muy juntos, una, dos, tres veces, hasta que el vértigo nos detuvo; comprobar su torpeza, el trastabilleo momentáneo de sus pies y ese impulso de querer apoyarse en mis brazos me hizo dar el último paso: me apreté contra ella, ya en el vacío, y acerqué sus nalgas con fuerza, hasta que el golpe contra mi cuerpo las hizo temblar, y palpé ese temblor de carne con la mano abierta. Ambos nos movimos como si quisiéramos avanzar por entre el cuerpo del otro, como si no nos viéramos y el encuentro fuera inevitable y casi doloroso. Tuve el repentino deseo de sentida desnuda en ese instante, y mis uñas se cerraron sobre el borde final de su falda, pero se hallaba tan tensa que sólo conseguí daño y gemidos.

Aquel deseo insatisfecho precipitó mi placer: me apreté contra ella como un luchador cansado, y me sentí un niño feliz mojando mi ropa interior, percibiendo el tibio flujo deslizarse por mi muslo bajo el traje. Volví a presionar mi sexo contra el suyo y moví todo su cuerpo sobre ellos, como una mano delgada y alta que me acariciara. Gemiste y me oíste gemir, Blanca, y abrimos los ojos a la vez y vimos nuestro placer en el rostro del otro.

Cuánto la quise en aquel instante y qué felicidad descubrir con violencia que la soledad, después de compartir un momento así, ya siempre será imaginaria (descubrirlo y olvidarlo, como un relámpago).

(En la partitura: de repente, senza tempo, grupos de semicorcheas en la octava superior girando alrededor de una misma nota.)

Mientras la música recapitulaba en paz ella se separó de mí, pero fue más un desprendimiento: primero apartó su cuerpo, después se deshizo de mis brazos, por último abandonó mis manos, mi mano, mis dedos, y retrocedió por fin hacia la oscuridad, ya en el vacío. Me dio la espalda y el Nocturno finalizó sobre la imagen de su silueta delgada. Ella misma apagó el equipo de música, cogió su abrigo y se marchó. Descubrí antes la soledad del sonido de sus zapatos altos, del perenne bajo continuo de la lluvia detrás, en la ventana.

Escribo sobre la época en que Chopin conoció a George Sand, uno de sus períodos vitales más intensos: preparé dos borradores con sucesos biográficos, pero los he desechado. Al final le otorgué supremacía a la pura invención, porque todo lo que se narra sobre él es muy inferior a la ambigua y hermosa respuesta de su música.

Es preferible mentir, por lo tanto. He aquí el resultado:

«¿Qué opinaría el maestro al verla por primera vez?

(Se discute cuándo fue.) Ella solía vestir ropas de hombre y fumaba cigarrillos, lo que constituía todo un capricho exótico para las damas de la época. Además, era culta y refinada, escribía libros, y su carácter, desenvuelto y enérgico, contrastaba con el del joven maestro, siempre reservado y melancólico.

Aquel día de finales de 1836 (una furiosa lluvia golpeaba París) Chopin recibía en su casa: entre los invitados, la fastuosa celebridad de Liszt y su amigo y confidente Grzymala, pero particularmente la mujer que protagonizaría sus sueños de enfermo.

Ella vestía chaqueta y pantalones de amazona. Llegó tarde, se hizo esperar por todos. Pero logró entrar en el momento perfecto: con Pryderyk al piano interpretando una de sus composiciones (he soñado con que fuera el Nocturno en mi bemol, opus 9), de tal manera que la música pareció creada para recibir/a. ¿Elevó él los ojos de las franjas del teclado y fue consciente de la presencia de aquella figura ambigua? Ella era como un muchacho muy hermoso, de pelo más bien largo, chaqueta añil, botas negras y fusta de montar. Su mirada, entre dura y divertida.

– ¿Madame? -interrogaría cualquiera.

– Lamento la demora.

Alguien ordenaría silencio. El piano trazaría los últimos y dulces arabescos.

La imagino contemplando a Pryderyk en ese silencio transformado, la fusta entre sus manos enguantadas, la sonrisa, como la fusta, curva y heridora.»