Toca. Se equivoca terriblemente al tercer compás. Lo deja.

Recuerdo el juego de las prendas: si fallas, debes pagar. Eso es lo que parece proponerme Elisa en un silencio asombroso.

Deja de tocar y, siempre sin mirarme, fabrica espirales lentas con la cinta de sus bragas, la afina detrás, ayudada por ambas manos, hundiéndola hasta perderla entre las masas tibias que la rodean: ha ensayado su ejercicio y lo realiza rápido y sin errores. De perfil, la prenda se convierte en una cinta cortante que divide su carne. Tira de ella para tensarIa más, aun por delante. Se detiene y parece pensar algo muy desagradable de sí misma.

Entonces, con gesto rápido, alza su camiseta hasta la cabeza: costillas, líneas del sujetador, el cuello donde compiten pequeños músculos, todo se descubre con el gesto. Pero éste ha sido tan adulto que me sorprende más que su desnudez: echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, abrió la boca ligeramente, deslizó la camiseta por ese rostro excitante, por las mejillas inflamadas, por la frente, por el obstáculo leve del cabello.

Ahora sí la veo temblar: continúa el ejercicio con mucha menos pericia pero con extremada lentitud, como si temiera romperlo.

Está desnuda, más desnuda que su cuerpo sin ropa: las bragas son un cordel blanco y tenso, una deliciosa incomodidad que ocupa ya tan sólo el espacio íntimo entre sus piernas; el sujetador también parece irreverente: es grande y apropiadamente casto, pero su propia virginidad ensucia toda contemplación como la mía. Sólo la ocultan ambas prendas, y ésa es precisamente su increíble desnudez. Me acerco: los detalles de su cuerpo se multiplican, su carne se hace más imperfecta, más evidente; toda ella pierde la cualidad de imagen y se vuelve real: una chica de catorce años con su escasa ropa interior blanca. Pero mi mirada es lo terrible.

Se detiene aún más en los pasajes difíciles, reanuda el ritmo con la cautela del que marcha por terreno inseguro. Parece no importarle que me acerque mientras toca. Conoce mi promesa de respetarla y sabe que la cumpliré: extender mi mano hacia su hombro desnudo sería transformarlo todo, convertir su figura en un medio, no en un fin. A partir de entonces sobrevendría la repugnancia, se concretaría la perversión. Lo sé, y es pavoroso que ella también lo sepa.

Pero su juego resulta enervante: vuelve a equivocarse sin remedio y deja de tocar con la rabia acumulada en su rostro. Su gemido al tantear el broche del sostén en la espalda suena fatigoso y grave, como el de una gimnasta al final de un difícil ejercicio. Lo desata y busca quitárselo, aunque sus manos lo mantienen aún sobre los cónicos pechos. Permanece así, en el último gesto, jadeando con fuerza, los ojos cerrados. Me acerco más. Los extremos del sostén se derraman a ambos lados de su cuerpo, me muestra la espalda desnuda por completo, la perfección de los omoplatos, la línea exacta y flexible de la columna. Las nalgas, también desnudas, se separan entre la rigidez de la cincha de seda de las bragas. Por delante está oculta y cierra los ojos: imagen de pudor o lascivia, todo depende de la forma de mirarla.

Su silencio me hace pensar. Se me ocurre algo, o no se me ocurre: es un deseo que reconozco cuando ya existe y empieza a obligarme.

Quise besarla en los labios. Lo expreso así:

– Quiero besarte -dije.

Me inclino hacia ella y percibo su perfume suave, sus invariables jadeos, el temblor de dos diminutas medallitas que lleva colgadas del cuello, y que ahora la proximidad me muestra por completo: dos vírgenes de oro que se estrellan con dulzura sobre la piel débil de sus pechos, como una advertencia celestial. Me acerco a su rostro, percibo toda su piel erizada, preparo los labios entreabiertos y distingo los suyos sin tensión, gruesos, rosados, como un fruto partido: dentro, las blancas semillas. Pero entonces ella abre los ojos sin mirarme, y me detengo.

Sigo la dirección de esa mirada y la revelación me paraliza: contempla el piano, pero no exactamente el piano. Contempla su reflejo en el piano.

De repente este viejo compañero, esta amante negra y pulida que siempre he creído conocer, se me ofrece en su verdadera naturaleza, corno una inspiración bíblica.

El piano, ese espejo negro y sonoro. Elisa, inclinada sobre él, se contempla reflejada en la madera: su vientre terso, las manos cubriendo las semiesferas del pecho, el rostro trémulo y blanco. Pero también descubro mi propio rostro junto al suyo. El piano nos transmuta en ébano precioso, su cuerpo desnudo y mis intenciones, tallados en esa lisura brillante, entre esas maderas nobles donde la luz se mueve como un relámpago constante o un golpe de ondas en el agua tranquila de un estanque. Y es en ese instante cuando nuestras miradas convergen.

Me hallo tan cerca de su rostro cuando ella se vuelve hacia mí que logro comprender el símil: sus pupilas también son de ébano, y me reflejan. Descubrir esta realidad aplaca mi deseo y me obliga a alejarme de su cuerpo con rapidez. Le doy la espalda y medito en el terrible hallazgo: una verdad que desconocía.

Esa verdad es que mientras hacemos música, o hablamos, o pretendemos besar unos labios, algo nos refleja desde una negrura distante. La perversión oscura, curvilínea, de los deseos. El pecado, el pecado quizás: mis propios pecados, reflejos en un instrumento negro, transformados y devueltos en fragmentos de armonías, pero pecados siempre. ¿Qué he querido hacer? ¿Convertir la presencia de esta niña en otro ritual más?

– Vete -murmuré; no sé cuánto silencio transcurrió hasta que hablé de nuevo, siempre de espaldas a ella-. Vete, por favor. Vístete y vete de aquí.

– No importa -la oí decir con profunda gravedad-. No importa -repitió

Los breves ruidos me avisaron antes: cuando me volví, el sujetador ya estaba en el suelo. Los botones oscuros de sus pechos descubiertos se erguían hacia mí. Ella permanecía rígida, intocable, el pelo rizado sobre la mitad de su rostro, los labios grandes y entreabiertos.

– Sí. Sí importa -murmuré-. Es lo más importante de todo.

Sentada y desnuda y blanca, sólo la obscena intromisión de sus bragas entre unas piernas que ya eran de mujer, me miró sin comprenderme. Ella, una flor, ¿puede percibir acaso su arrebatador aroma? «Aléjate», pensé, «oh, aléjate.» Cerré los ojos, abandoné su mirada de asombro. Después he pensado: no hay solución. Vivimos en un mundo lleno de horribles imperfecciones.

No volví a hablarle: le di la espalda lejos, en una esquina del salón. La dejé vestirse sin aliviar su vergüenza.

No recuerdo cuándo se marchó: el intenso calor de su cuerpo, su olor-calor, queda frente a las teclas. Ha hechizado el piano: incluso en su ausencia lo ha investido de una atmósfera íntima de dormitorio, de secreto de adolescente. He practicado el opus 27, número 2, sobre esa sensación, y casi me ha parecido un allanamiento: cierro los ojos al tocar y es como si palpara los objetos de su cuarto mientras la aguardo en la oscuridad.

Nos hemos demorado hoy, indecisos, y al fin derivamos con lentitud hacia el Redro. Allí empezó la soledad, el escenario de hojas caídas, la intimidad del paisaje. Ha comenzado el frío compacto y gris que pertenece a noviembre, y la tarde fue casi toda crepúsculo. Verónica no parecía ella misma: estaba envuelta en un abrigo del color de la tierra de otoño con el cuello levantado y botones dorados, sus piernas resguardadas en pantalones holgados de lana. Por detrás, alejándose de mí, su silueta era como la de un hombre de siglos pasados.

Hemos recorrido sin intención las veredas hasta divisar una pérgola vacía. Me agradan estos lugares: los domingos solía venir con mi padre a escuchar música en ellas. Soñaba con vestir de uniforme y hallarme allí arriba maniobrando las clavijas de los oboes. Incluso cuando no había espectáculo me atraía subir a ellas y explorar su vacío de tiovivo invisible. Hacia allí nos dirigimos en silencio. Una ráfaga de viento helado, removedor, avanzó las hojas amarillas un paso más, como piezas de tablero. Verónica atrapó las solapas de su abrigo y las unió bajo su rostro.

La pérgola estaba sucia de hojas, con el exacto aire de abandono que yo necesitaba. Sin embargo, había sorpresas: por ejemplo, las lindas y blancas columnas, muy delgadas, que se abrían en tres arabescos para sostener el techo, o el parapeto con grabados de metal que simulaban notas de pentagrama. Subimos por la pequeña escalera hacia su plataforma y todo se llenó de un recio tambor de zapatos contra madera.

Verónica se alejó hacia el parapeto metálico y contempló el parque. Entonces volvió a hablar. La conversación que hemos tenido fue extraña, y la transcribo:

– No aspiro a ocupar un lugar entre Blanca y tú -dijo-. Me da igual: ya he ocupado demasiados lugares incómodos. Estoy en tu bando porque quiero estar, y me iré cuando me parezca. -Las hojas, sacudidas por otro breve golpe, recorrieron la pérgola con susurros-. Así que así están las cosas -dijo.

– Pero yo no quisiera que te fueras nunca -murmuré.

Se volvió hacia mí y enfrentó mis ojos.

– No me vengas ahora con ésas -dijo.

– La gente piensa que soy un romántico -sonreí.

– Pero es falso.

Se recostó contra una columna, las manos en los bolsillos del abrigo. La madera crujió levemente: el sonido parecía una voz.

– Sé que es una contradicción -dije-. Si no hay una relación de afecto entre nosotros, no puedo impedir que te marches. Pero no quisiera que te fueras nunca.

– ¿Qué buscas de mí?

– Escapar -dije.

– ¿Escapar?

– De Blanca.

Sacó un cigarrillo. Fumó. El viento hizo desaparecer el humo azul entre sus labios.

– ¿Por qué no lo dejáis? Me refiero a lo vuestro -dijo.

– No puedo.

– Me gustaría conocerla -dijo entonces-. A veces pienso que te la inventas.

– Y tienes razón -asentí-. Me la invento. Por eso no puedo escapar de ella.

Tardó un instante en decirme lo más importante que me han dicho jamás:

– He estado pensando acerca de ti, y he llegado a una conclusión: eres un compositor de relaciones, Héctor.

Enarqué las cejas sin comprender.

– Quiero decir que creas fantasías y las interpretas en los demás -explicó-. Y no te relacionas con personas sino con tus propias creaciones.

– Es cierto: he estado pensando eso últimamente.

– Eres un genio musical, como cree Lázaro -sonrió-, pero no compones música: te dedicas a obtener armonías en los seres que te rodean.

Me gustó arrebatadoramente la comparación.

– Soy un creador, en efecto -dije-. Pero cuando creo, libero: y todo lo que queda en libertad huye de mí, termina desapareciendo. Y no quiero que eso ocurra contigo.