Inge dudó unos segundos; luego clavó su mirada directa y franca en los ojos de Ignacio.

– Si quiere, podemos ir a tomar un café y hablar, pero no creo que yo pueda despejar sus dudas. Nunca me habló de usted, no tenía por qué hacerlo.

Salieron del hotel y caminaron hasta llegar a un café con una terraza cubierta por cristales. Instintivamente Ignacio buscó un rincón apartado donde no les molestaran.

Inge pidió té y él café, y aguardaron hasta que el camarero se lo trajo para comenzar a hablar.

– No sé por qué el profesor Arnaud decidió dejarle sus papeles; lo siento, no tengo esa respuesta, que es la única que usted necesita.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio al profesor Arnaud? -quiso saber Ignacio.

– En el entierro de su hijo, en Palestina. Nos despedimos en el aeropuerto; él regresaba a París y yo a Berlín. Estaba destrozado. Para él la vida se había acabado en el instante en que enterraron a David.

– Yo estaba con él cuando le dieron la noticia de que su hijo estaba malherido. Yo le acompañé al castillo d'Amis; estuvimos apenas dos días, y al regreso estaba el padre del señor Arnaud en la estación esperándole para explicarle lo sucedido.

– Supongo que fue un momento terrible para él. ¿Y cuándo le volvió a ver?

– Hace ya algún tiempo. Fui a París para hablar con él, yo tenía que regresar al castillo.

– Y quería que él le acompañara, ¿no?

– Me habría gustado, sí, pero sobre todo fui a verle porque necesitaba decirle que sentía lo de su hijo. Le había mandado una carta de pésame pero no había tenido ninguna respuesta.

– ¿Por qué le importaba tanto el profesor?

Ignacio se había hecho esa pregunta en repetidas ocasiones y aún no había encontrado la respuesta.

– No lo sé; quizá fue la conversación que mantuvimos en el tren a propósito de Dios, de la Iglesia… Me impresionó. Pensé que para declararse agnóstico demostraba una envidiable fe en Dios y en la Iglesia. Me sorprendió, y me hubiera gustado proseguir aquella conversación.

– Había sufrido mucho.

– Sí, sé lo de su esposa. ¿Usted la conoció?

Entonces Inge le explicó cómo se conocieron, y el vínculo invisible que se estableció entre ellos en aquellos años de búsqueda de Miriam. Que, juntos, habían descubierto lo sucedido a los tíos de Miriam, que más tarde la señora Bruning, la portera de la casa de Sara y Yitzhak, les había confesado que había sido ella quien había denunciado a Miriam y cómo se la habían llevado.

– Perdone que le haga una pregunta muy personal, pero ¿usted qué hacía en aquellos años?

– Era una joven comunista, con un novio comunista con el que tuve un hijo, y unos padres nazis que renegaban de mí. Sara y Yitzhak me ayudaron, me dieron trabajo, me trataron como a un ser humano. Pero si quiere saber qué relación tuve con los nazis, la respuesta es que soy una superviviente, no tiré bombas a su paso, ni maté a ninguno; no hice nada, sólo sobrevivir.

– No, no le preguntaba por eso, perdone, no quiero remover sus heridas.

– No lo hace, no me reprocho nada a mí misma.

Ignacio no se atrevía a preguntarle si a ella y Ferdinand les había unido algo más que el infortunio, pero Inge se dio cuenta de lo que el sacerdote quería saber.

– Y si se pregunta si en esos años hubo algo entre nosotros la respuesta es no. Nunca me miró como a una mujer, ni yo a él como a un hombre. Aunque le cueste creerlo, es posible la amistad entre un hombre y una mujer.

– No, no me cuesta creerlo.

– En aquella situación desesperada en que nos encontrábamos ninguno de los dos necesitábamos amor, no esa clase de amor. Creo que llegamos a estar más unidos que si nos hubiéramos metido en la misma cama.

Él se ruborizó, a pesar de que en la manera de hablar de Inge no había el menor asomo de provocación.

– Y ahora que sabe un poco más de mí, ¿por qué cree que me ha dejado sus papeles?

– No lo sé, en realidad no sé nada de usted. Al profesor Arnaud le fascinaba la crónica de fray Julián, era muy importante para él, pero al mismo tiempo sentía cierta repulsión por el conde. No le ayudó demasiado. En realidad, el conde d'Amis no lo hizo porque no podía decirle que sus amigos pertenecían al grupo de asesinos que habían acabado con la vida de su esposa. De manera que el conde y sus amigos se mostraron indiferentes a la desesperación del profesor y éste nunca se lo perdonó. Tampoco le gustaban sus ideas ni su obsesión por el Grial, ni que creyera que era posible la independencia de Occitania. Creo que el conde esperaba que los nazis le ayudarían a lograr que Occitania se desgajara de Francia. Puede que todo esto le inquietara más de lo que dejaba entrever y quizá decidió fiarse de usted para que hiciera frente al conde si llegaba el momento. Pero le insisto: no lo sé, no me habló de usted.

– ¿Después de Israel no volvieron a hablar?

– Sí, le llamé un par de veces. Y le escribí varias cartas que él me respondió. Pero le aseguro que no dijo nada sobre usted, lo siento. Tampoco tenía por qué decírmelo; que fuéramos amigos no significa que yo lo sepa todo sobre él.

– Habla del profesor en presente, como si estuviera vivo.

– Para mí lo está, lo estará siempre.

– Y ahora, ¿qué hará usted?

– Lo que siempre he querido hacer y él me ha pedido que haga: voy a terminar mi carrera, luego daré clases, seré maestra. Ferdinand ha sido muy generoso conmigo; me ha dejado todos sus ahorros y su casa. Voy a venderla, él me lo ha pedido en la carta. Volveré a estudiar y mantendré ami hijo sin agobios. Él me pide que sea feliz, que al menos lo intente. En realidad, él me ha regalado la felicidad; volver a retomar mi carrera es lo que más anhelaba, era mi sueño oculto.

– ¿Qué estudiaba usted?

– Filología alemana.

– Tendrá suerte.

Inge se encogió de hombros. No creía en la suerte, ella era sólo una superviviente.

Ignacio se dijo que no tenía nada en común con aquella mujer, apenas unos años mayor que él y que sin embargo había sufrido lo que posiblemente él jamás sufriría. Sentía que sus destinos se habían unido porque así lo había querido el profesor Arnaud.

– Le daré mi dirección en Roma por si algún día va por allí; también me gustaría saber dónde encontrarla si voy a Berlín. El profesor Arnaud nos ha convertido en sus herederos…

– ¿Y piensa que eso le une a mí? -preguntó ella con un deje irónico en la voz.

– Sí, pienso que eso me une a usted. No sé por qué, pero lo pienso, mejor dicho, lo siento así. Puede que alguna vez necesite ayuda; si es así, acuérdese de mí. Haré lo que esté en mi mano por ayudarle.

– Yo no creo en Dios -afirmó ella como respuesta.

– No le he preguntado en qué cree. ¿Por qué me lo dice? Inge se levantó y le tendió la mano para despedirse.

– Le veo atormentado por la muerte de Ferdinand, y no debería estarlo. Murió porque para él ya no tenía sentido vivir. Ahora está en paz.

La vio salir del café andando con paso firme y pensó que aquella mujer nunca le necesitaría, ni a él ni a nadie. Ella misma se lo había dicho: era una superviviente. Y ya había sobrevivido a lo peor.

Telefoneó al padre Nevers para despedirse.

– Quédate a cenar.

– No, prefiero regresar a Roma. Tengo mucho trabajo, el padre Grillo no puede quedarse sin secretario; con un poco de suerte cogeré el último vuelo.

En realidad, necesitaba estar sólo para leer con calma la carta del profesor Arnaud.

Tuvo suerte y pudo hacerlo en el avión. Rasgó con cierta emoción el sobre blanco que contenía unos cuantos folios escritos con letra pequeña y apretada, pero clara.

El profesor Arnaud le decía que todos aquellos papeles de su trabajo sobre la crónica de fray Julián ya no tenían ningún sentido para él, pero

… puede que algún día usted localice en ellos algo que le ayude a afrontar lo que el conde pueda hacer con sus estrambóticas ideas, aunque ya sabe que en mi opinión nunca hallará nada porque no hay nada que encontrar. Poco me importan ya las cosas de los vivos, puesto que ya no me siento de este mundo, pero usted es joven y conserva intacta su fe en la humanidad, de manera que puede hacer algo por ella: luche para evitar que se derrame sangre inocente.

A lo largo de la historia se ha derramado mucha sangre porque algunos hombres se creen dioses y no les importa sembrar el mundo de muerte, porque para ellos los otros hombres son sólo carne con forma pero sin voz, sin alma. No les ven, no les sienten, no les importa que mueran con tal de que sirvan a sus intereses. También se ha derramado mucha sangre en nombre de Dios, ¡qué contradicción! ¿Qué pensará Dios de estos hombres que han utilizado y utilizan su nombre para matar? ¿No cree que la Iglesia debería reflexionar sobre esto? Y hacer algo, sí, ¿por qué no empieza usted?

Fray Julián clamaba por que algún día alguien vengara la sangre de los inocentes, pero creo que es más útil que no se siga derramando. La venganza de nada le sirve a los muertos…

Ignacio no pudo contener las lágrimas. Aquella carta era algo más que un testamento: era una petición para que hiciera algo, para que dedicara su vida a evitar la muerte de los inocentes. A Inge le había pedido que fuera feliz y a él que le diera un sentido a su vocación como sacerdote, un sentido distinto del que él mismo había imaginado. ¿Podría y sabría hacerlo?

* * *

Cuando llegó a Roma era noche cerrada. Estaba agotado, pero se sentía incapaz de dormir. Abrió la caja donde el profesor Arnaud había colocado con cuidado sus papeles y comenzó a viajar por los años en que había vivido fray Julián. Quiso ver la mano de Dios en el hecho de que su destino se viera unido al de aquel fraile dominico que clamaba venganza en nombre de los inocentes.