Pero el padre de Ferdinand insistió en que David estaría mejor fuera de Francia; el profesor agradeció su apoyo. Sabía que estaba indignado por la actitud del gobierno francés con los refugiados españoles, entre los que había rescatado a algún pariente. Ni su padre ni él se fiaban de la nueva Francia: los dos estaban cansados de ver cómo los hombres se cegaban los ojos para no ver.
David suplicó a su padre que le dejara quedarse, pero Ferdinand se mantuvo firme en su decisión aunque se preguntaba en silencio si todo aquello no era una locura.
– ¿Y tú qué harás, papá?
– Me quedaré aquí, cerca de tu madre, esperándola, y continuaré estudiando la crónica de fray Julián. Es una historia tan trágica como hermosa.
– Pero si no te gusta ir al castillo…
– No, hijo, no me gusta esa gente y afortunadamente hace tiempo que no voy, no es imprescindible para mi trabajo. Además, creo que el conde también prefiere tenerme a cierta distancia. Después de lo de tu madre… me es difícil soportar a nadie que simpatice con los nazis.
– De manera que te vas a encerrar con el pasado -dijo David, apesadumbrado.
– Mientras tú haces el futuro, yo me refugiaré en el pasado; no es un mal acuerdo, hijo. En cuanto te marches me reencontraré con fray Julián.
12
… Carecemos de piedad, precisamente nosotros que deberíamos dar ejemplo. Pero a fray Ferrer le brilla la ira en los ojos y cree que sólo el fuego puede purificar lo que los herejes han tocado. Por eso ordenó quemar hasta las últimas piedras de Montségur, para purificar el lugar contaminado por la presencia de los herejes.
– Sólo el fuego purificará estas piedras -clamaba fray Ferrer.
Ya he perdido la cuenta de los días que han pasado desde que dejamos Montségur, también he perdido la cuenta de las declaraciones de herejes dispuestos a delatar a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos y a sus vecinos para salvar la vida. ¿Dónde están los mártires de Montségur? ¿Qué ha sido de su ejemplo?
Ahora que ningún ejército vendrá a salvarles, los antes heroicos hombres y mujeres que se hacían llamar Buenos Cristianos sólo son eso, hombresy mujeres asustados.
Confieso que ya no me impresionan como antaño, cuando les respetaba y admiraba en secreto por la firmeza de sus convicciones. Ahora sé que son iguales que yo, tienen miedo, y les desprecio tanto como me desprecio a mí mismo.
Mentiría si dijera que todos se han rendido. No es así, pero son los menos. No quiero ni imaginar lo que habría sufrido doña María sí hubiera visto tantas traiciones.
He estado en Carcasona, y en Limoux, en Bram y en Lagrasse, y en todos los lugares sucede lo mismo. Cuando llegamos, nos están esperando para hablar de otros y así salvarse.
Y yo, señor, continúo enfermo, sin que las hierbas del caballero Armand me alivien. Ya os expliqué en mi anterior misiva que el caballero templario compañero de armas de don Fernando pasaba por ser una eminencia en el arte de curar, y doy fe de que sus hierbas han resultado hasta ahora conmigo. Quizá es el olor a carne quemada el que embota mis sentidos y cierra mi estómago, o acaso sea el olor del miedo, el miedo que desprenden esos desgraciados que confiesan sus faltas ante mí.
Rezo a Dios para que esta carta llegue a vuestras manos, porque tiemblo al pensar en que caiga en la de mis amigos. Fray Ferrer me mandaría a arder directamente al Infierno e incluso el bueno de fray Peire no perdonaría mi traición.
Os he dicho que he perdido la noción del tiempo y así es, pero como siento que la enfermedad avanza, quisiera pediros una gracia. Sé que no la merezco, que vos nunca me mirasteis como hijo, pero por más que os desagrade la idea, lo cierto es que lo soy, y por eso me atrevo a pediros que me deis sepultura en Aínsa. Siento que no viviré mucho y pronto pediré licencia para visitaron.
Quiero que la tierra que me cubra sea la que me vio nacer; os solicito que me entierren como a un Aínsa, bastardo, sí, pero fruto de vuestra sangre.
Perdonad mi desvarío, pero la cabeza me arde por la fiebre, y el dolor se agarra a las entrañas. Sueño con el agua helada de nuestro manantial y aquellas mañanas frías en que corría camino del pajar para hacer cuanto me ordenabais.
Sí, pediré licencia a fray Ferrer y Dios quiera que se apiade de mi enfermedad y me permita ir a despedirme de vos y poder morir en paz.
¿Sabéis, don Juan, que los muertos me visitan a cualquier hora del día, y escucho sus plegarias fundirse con mi cerebro?
Veo sus rostros lastimados, sus dedos crispados deshechos por el fuego, que me reclaman justicia. Pero no seré yo quien pueda hacerlo, eso lo sabía bien doña María. Por eso su empeño en que dejara escrita la crónica de lo que sucedió en Montségur, que está a buen resguardo en casa de doña Marian y su esposo don Bertran d'Amis.
Algún día, mi señor, alguien vengará la sangre inocente que hemos derramado en nombre de la cruz, porque tanta sangre no puede quedar impune. Donde hoy hay traición algún día habrá orgullo y sed de venganza. Sí, mi señor, algún día alguien vengará con furia la sangre de los inocentes. Mientras, os ruego, mi señor, que me acojáis a vuestro lado para bien morir.
Ferdinand continuó leyendo la carta que había encontrado en el archivo de una familia emparentada con los Aínsa. No le había resultado fácil seguir la pista a fray Julián, porque estaba empeñado en buscar su rastro por Carcasona y Toulouse, pero una mañana se despertó sintiendo nostalgia de Miriam y David y entonces pensó que si él sólo quería estar con los suyos, fray Julián también habría sentido lo mismo.
Había tardado más de lo previsto en poder concluir la historia, pero ¿acaso importaba cuando tanta gente había muerto a causa de la guerra? Por más que el castillo d'Amis fuera una isla en medio de la desolación de Europa, ni siquiera el conde había podido mantener de manera permanente a esos grupos que acudían a escarbar entre las piedras de Montségur.
En pocos días presentaría su trabajo a la Universidad de París y se reuniría con el conde para explicarle las peripecias de algunos de sus antepasados.
Había tenido que hacer algunos viajes al castillo para leer legajos y buscar en los archivos familiares, siempre procurando que sus estancias fueran cortas y dejando de lado a aquellos grupos de alemanes que formaban parte del equipo de investigación del conde.
Le repugnaba encontrarse con ellos, de manera que no se alojaba en el castillo; prefería hacer unos cuantos kilómetros y dormir en Carcasona. El conde tampoco ocultaba la antipatía que sentía por él, pero seguía sin ponerle trabas para continuar indagando en la crónica de fray Julián.
Había viajado cuanto había podido, siguiendo el rastro de los archivos de la Inquisición y buceando en crónicas medievales en busca de pistas que le condujeran a aquella familia que se creía llamada a conservar la memoria de la rendición de Montségur. También en los archivos familiares de los Aínsa había encontrado algunos tesoros.
La familia ya no existía como tal, salvo en la rama francesa de los D'Amis, y algunos parientes lejanos, pero sus archivos se hallaban en un museo local.
Además de Fernando de Aínsa, su hermano, ¿alguien había querido a fray Julián? En el archivo de los Aínsa no había encontrado ningún documento que dejara constancia de aquel hijo bastardo. Don Juan había muerto un año después que fray Julián, quedando la hacienda a cargo de doña Marta, la hija viuda y con dos hijos que había encontrado protección junto a su padre.
Entre los documentos de la familia, otra de las joyas eran las cartas enviadas a su padre por doña Marian, la esposa del caballero Bertran d'Amis, el hombre de confianza del conde de Tolosa.
Querido padre, siento vuestro dolor, porque es el mío, por la pérdida de mi madre. Sé que nunca entendisteis su decisión de abandonar el solar de la familia para, encomendando su vida a Dios, servir a los Buenos Cristianos y a todos cuantos han deseado saber la Verdad. Ahora que mi madre ha muerto, quiero deciros que cuantas veces estuve con ella en los últimos años, no ocultaba cuánto le pesaba en el alma vuestra ausencia. Nunca quiso a nadie tanto como a vos, ni siquiera a sus hijos y nietos. En la vida de mi madre hubo dos grandes amores: Dios y vos.
En cuanto a la vida en la corte del conde, ha cambiado mucho y os confieso que tengo miedo. Mi esposo es persona de confianza del conde de Tolosa, pero Raimundo es un superviviente que como sabéis tiene que contentar al Rey de Francia y al Papa, quienes, pese a que le han perdonado, no confían en él. En su corte continúa habiendo algunos Buenos Cristianos y credente s como nosotros, pero nos ha pedido discreción. Hace unos días, a uno de sus amigos más queridos le suplicó con lágrimas en los ojos que volviera a los brazos de la Iglesia para no verse obligado a entregarle él mismo a la Inquisición. Y es que a don Raimundo le azuzan los «canes» del Papa que señalan a algunos de sus amigos como sospechosos de herejía.
Yo no tengo la fortaleza de mi madre, tampoco mi esposo, y nos hemos acomodado a la nueva situación, de manera que procuramos ser discretos y acompañamos al conde en cuantas misas y liturgias participa, por más que lloremos por dentro al tener que arrodillarnos ante la cruz. Mi esposo me conmina a no pensar, a ver en la cruz un trozo de madera sin valor alguno, que tanto da que hagamos reverencias, que son sólo gestos. Pero cada vez que hago la señal de la cruz siento que estoy traicionando a mi madre y condenando mi alma, porque la sangre de los inocentes clama justicia.
Perdonadme, padre, esta confesión, puesto que vos sois un buen católico al que la fe de mi madre y mía tanto daño os ha causado, pero os tengo por generoso y bueno, y cuento con vuestro perdón lo mismo que perdonasteis a mi madre…
Esta carta de doña Marian estaba fechada meses después de la derrota de Montségur. En un pliegue del pergamino había encontrado dos palabras manuscritas por don Juan de Aínsa: «Pobre hija».
Dos sencillas palabras que acaso sugerían el dolor de aquel hombre, no sólo por la pérdida de su esposa, sino por las dificultades que afrontaba doña Marian, o quizá fueran un lamento por la pérdida de su alma.
Había encontrado en la iglesia pruebas de la fe de don Juan: donaciones en vida a conventos e iglesias; en su testamento también se había mostrado generoso.
En el archivo local se guardaba una relación de los bienes donados por los Aínsa a lo largo de los siglos y sorprendía comprobar que algunos habían sido entregados por la propia doña Marian. A Ferdinand no le suponía ningún misterio debido a la correspondencia de la hija con su padre. Ella, como el conde de Tolosa, Raimundo VII, también había optado por sobrevivir.