– Bueno, nunca he visto a nadie aquí hasta hoy. Preguntaremos a la portera, pero ya le digo que será inútil; es nazi, puede que fuera ella quien denunció a sus tíos, quien alertó de que se querían ir… no lo sé.

– ¿Y el resto de los vecinos de esta casa?

– Gente mayor, con miedo. Nadie se atreve a mostrar compasión por los judíos, temen que les confundan, que piensen que su sangre no es pura… en fin, todas esas locuras.

– ¿Y usted? ¿No teme…?

– A mí no me pasará nada. Mi padre es nazi, mi madre es nazi, mis tíos son nazis… Están bien relacionados. Yo soy la oveja negra de la familia, no me aceptan pero procuran no perjudicarme. Mi padre es policía, mi tío es policía… de manera que…

– ¿Y el padre de su hijo?

– El padre de mi hijo era comunista y judío. No me abandonó, sé que no me abandonó, simplemente desapareció. A mi familia les causa horror que uno de los suyos, mi hijo, lleve sangre judía, de manera que prefieren no saber nada de mí, tenerme lejos, para que yo ami vez no les comprometa.

– ¿Dónde cree que está el… el padre de su hijo?

– No lo sé. Quizá muerto, o tuvo que huir de repente… no lo sé, me puse en contacto con algunos amigos… no confían del todo en mí precisamente a causa de mi padre y de mi tío. Ya ve, soy una indeseable para todo el mundo.

Inge le había contado su historia con sencillez, sin alterarse, como si cuanto le había sucedido no fuera nada extraordinario. Se la quedó mirando con otros ojos, intentando descubrir algo detrás de su anodino aspecto de buena chica.

– ¿De qué vive?

– Limpio las casas de algunos de mis vecinos. Me pagan poco, me explotan porque saben que no tengo otra opción. No tengo con quién dejar a Günter.

– ¿Y su madre?

– Para mi madre soy una decepción: no soy nazi, no me he casado, he tenido un hijo, tengo tratos con comunistas y judíos… No quiere verme, tiene miedo de que la contamine.

– Lo siento -acertó a decir Ferdinand.

– Ya he hablado bastante de mí. Ahora hablemos de usted.

– Ya se lo he dicho, mi mujer vino a ver qué sucedía con sus tíos y no hemos vuelto a saber nada de ella. Tenemos un hijo, David; se puede imaginar la angustia que está pasando.

Inge entró en el pequeño cuarto de baño con la escoba en la mano para barrer los fragmentos de cristales desparramados por el suelo.

– Tendría que haber adecentado esto, pero tengo poco tiempo -se excusó.

– Déjelo, ya lo haré yo, aunque en realidad… bueno, supongo que está bien ordenarlo un poco.

Estaba terminando de barrer cuando Ferdinand se agachó hacia el recogedor donde había visto un objeto entre los cristales.

– Pero ¿qué hace? -exclamó Inge.

– Esto… esto es de Miriam -respondió él balbuceando. Inge miró lo que Ferdinand había cogido: un lápiz de labios pisoteado.

Ferdinand lo contempló acariciándolo como si de la propia Miriam se tratara. Se había quedado mudo e inerme. Aquel lápiz de labios le había producido una conmoción. Salió del baño seguido por Inge y se sentó en una silla.

– ¿Está seguro de que es de su mujer? Sara también se pintaba los labios.

– Sé muy bien cómo era el lápiz de labios de Miriam. Siempre ha utilizado el mismo, desde que nos conocimos en la universidad no la he visto usar otra marca, otro color…

– Entonces su esposa ha estado aquí. Vamos a buscar si hay algo más -propuso Inge.

Durante una hora revisaron los restos de cuanto había quedado en el apartamento; cuando metieron la mano en la basura, se cortaron al rebuscar entre los vidrios rotos. Günter les observaba y de vez en cuando requería con lloros la atención de su madre. Ferdinand estuvo tentado de decirle que se fuera, que se ocupara de su hijo, pero temía quedarse solo: Inge era lo único que le vinculaba a los tíos de Miriam y a la propia Miriam, de manera que a pesar de los sollozos del niño, suplicó que le siguiera ayudando. Ella parecía leerle el pensamiento.

– Tiene suerte de que hoy sea sábado -dijo Inge-. De lo contrario, no podría estar aquí. Pero por fortuna los fines de semana nadie me pide que vaya a fregar, así que me quedaré para arreglar esto y ver si encontramos algo más.

Tres horas después, el apartamento ofrecía un aspecto más presentable, aunque el sofá seguía destripado. A la mesa del comedor le faltaban dos patas, los colchones estaban reventados y el frío se colaba por las ventanas carentes de cristales.

Ferdinand había guardado el lápiz de labios como si fuera un tesoro.

– Le propongo que venga a mi casa. Le invito a comer algo y a tomar un té antes de que vaya a su hotel. ¿Dónde se aloja?

– No lo sé -respondió Ferdinand-, no lo he pensado. Dígame uno que no esté lejos de aquí.

Inge sopesó al hombre y pareció dudar unos segundos antes de hablar.

– Si quiere le alquilo una habitación. En mi casa tengo un cuarto libre, hay baño, y… bueno, no hay lujos pero creo que puede estar cómodo y tengo teléfono. No le oculto que el dinero me vendrá bien.

Aceptó la propuesta de la joven. No se sentía capaz de estar solo. Necesitaba una presencia humana a su lado, alguien que le diera esperanzas.

– Antes de irnos, me gustaría hablar con la portera -pidió Ferdinand.

– Bajaremos a buscarla.

Iban a salir cuando se dieron de bruces con una mujer oronda, con el pelo estirado sobre la nuca y recogido en un moño. Ferdinand pensó que aquella mujer tenía la maldad aflorando en cada poro de su rostro.

– Otra vez usted aquí… -le reprochó la portera a Inge-. Ya le he dicho que no me gusta verla merodear; aquí no hay nada de usted, la policía me dijo que les avisara si venía alguien, de manera que tendré que decirles que usted tiene un interés malsano en esta casa.

– ¿Avisó usted a la policía de la visita de la mujer francesa? -le preguntó Ferdinand ante el estupor de la oronda mujer, que hasta ese momento no le había prestado atención.

– ¿Quién es usted? ¿Qué le importa lo que yo haga? -le gritó a Ferdinand.

– Soy un familiar de los señores Levi; y mi mujer vino aquí y…

– ¡Otro judío asqueroso! -gritó ella.

Inge rogó a Ferdinand con la mirada que se callara.

– No, señora Bruning, él no es judío, es un familiar indirecto de los Levi, su esposa era la sobrina. Al parecer vino aquí a interesarse por su suerte, seguro que usted la tuvo que ver.

La portera miró con odio a Inge antes de empujarles a ambos para que se fueran.

– Aquí no ha venido nadie; afortunadamente ya no tenemos a sucios judíos contaminando esta casa. Márchense o llamo a la policía.

Ferdinand esquivó uno de los empujones de la portera y le plantó cara girándose hacia ella.

– Mi mujer ha estado aquí -afirmó-. Dígame dónde ha ido, si le dijo algo…

– ¡Váyase! Aquí no ha venido nadie.

– ¿Dónde están Yitzhak y Sara? -preguntó Ferdinand-. Tiene que saberlo, a usted no se le escapa nada.

– ¡Y yo qué sé! Se marcharon y ya está. ¡Ojalá no regresen nunca esos sucios judíos!

– Tuvieron que despedirse, decir dónde iban… -insistió Ferdinand.

– No lo hicieron. De esa gente no se puede esperar nada, no tienen nuestros valores ni nuestra educación, se fueron sin más.

– Mi esposa le preguntó por ellos cuando estuvo aquí -afirmó Ferdinand, haciendo un esfuerzo por resultar amable.

La portera le miró con desprecio, pero Ferdinand leyó en sus ojos algo más. Interpretó que había visto a Miriam y que era dueña de un secreto que la hacía sentirse superior.

– Por favor -rogó-, dígame qué sabe, le daré todo lo que tengo.

– Márchese, no sé de qué me habla, y lo de darme… usted no puede darme nada, no quiero nada de los judíos ni de sus amigos.

Mientras Günter lloraba asustado, Inge tiró de la manga de la gabardina de Ferdinand para que la siguiera, pese a que él se resistía a marcharse.

– Señora, lo único que quiero es que me diga dónde están los tíos de mi esposa, y si la ha visto a ella… ¡por favor!

– Llamaré a la policía si no deja de molestarme.

– Puede llamar a la policía, pero no puede echarme de aquí; ésta es la casa de unos familiares y si quiero me quedaré. Usted no puede expulsarme, veremos qué dicen las autoridades. Hablaré con mi embajada.

La mujer le miró asombrada. Aquel hombre que hablaba alemán con acento francés se atrevía a plantarle cara. Dudó un segundo pero de inmediato volvió a dominar la situación.

– Muy bien, llame a su embajada o a quien quiera, ya veremos qué pasa cuando se lo cuente a la policía.

– Señora Bruning, me parece que todo esto es innecesario -terció Inge-, yo doy fe de que este hombre es familiar de los Levi, de manera que usted no puede impedir que estemos aquí.

– ¡Márchense! -gritó la mujer empujándoles fuera del portal y cerrándolo de un portazo.

Cuando se encontraron en la calle Ferdinand hizo un gesto para volver atrás, pero Inge le pidió que no lo hiciera.

– Ahora estará llamando a los camisas pardas, éstos vendrán y… bueno, es mejor que no estemos aquí; ya volveremos.

– Soy ciudadano francés.

– Aquí no es nadie, ni yo, ninguno somos nada, sólo ellos. Primero le darán una paliza, luego le tirarán cerca de un estercolero; y nadie habrá visto nada ni nadie sabrá nada, dirán que se ha metido en algún lío, que es un delincuente, cualquier cosa que se les ocurra, y su embajada no hará nada. ¿No creerá que Francia declarará la guerra a Alemania por usted?

Ferdinand guardó silencio encogiéndose dentro de la gabardina. Se sentía más impotente que nunca.

– Miriam estuvo en casa de sus tíos -afirmó con apenas un hilo de voz.

– Puede ser, pero ellos ya no estaban allí.

– Si preguntó a esa mujer…

– Si lo hizo, no sabemos lo que pasó.

– Pero estoy seguro de que estuvo en la casa. Necesito hablar con los otros vecinos; alguien tiene que saber algo.

Inge se detuvo bruscamente, se situó frente a él con rostro muy serio.

– Quiero ayudarle, pero de manera inteligente. No sabe a lo que se está enfrentando.

– ¿Y usted sí?

– Yo sí. Yo vivo aquí, yo he visto a miles de judíos inscribirse en un censo como judíos, prenderse una estrella amarilla en la ropa para salir a la calle; yo he visto sus comercios y sus casas destruidos como los de Yitzhak y Sara, y también he visto desaparecer a compañeros de la universidad, comunistas como el padre de mi hijo, y he podido comprobar que la gente a mi alrededor no ve nada. Se lo explico pero se niega a creerme.