– Pero lees los periódicos, ¿o tampoco lo haces? -El tono de David era inquisitorial.

– Ferdinand, estoy preocupada -intervino Miriam-; hace dos días mi madre vino llorando. Ha recibido una carta de la tía Sara, que le han traído unos amigos que han huido de Alemania. Asaltaron su establecimiento, y cuentan que a mis tíos hace unas semanas también les destrozaron la librería. Un grupo de camisas pardas se presentó por la noche, rompieron los escaparates, sacaron los libros a la calle e hicieron una fogata con ellos. A mis tíos les dieron una paliza. El tío Yitzhak tiene un brazo roto y apenas puede mover el cuello, a mi tía le llenaron el cuerpo de cardenales de tantas patadas que recibió. Están aterrados, no saben qué hacer. Mi padre quiere que se vengan de inmediato, pero ellos dudan, toda su vida está en Alemania, la tía es francesa pero el tío Yitzhak es alemán, más alemán que nadie, y no concibe lo que está pasando.

La descripción de su mujer le había helado el alma. Sara, la dulce Sara, hermana del padre de Miriam, una mujer alegre, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Era bibliotecaria, lo mismo que el padre de Miriam. Conoció a Yitzhak en un viaje que realizó a Alemania. Entró en su librería, comenzaron a conversar y se quedó para siempre en Berlín. Se había adaptado bien a su nueva patria, y ahora unos desalmados le pegaban, pero ¿por qué? Se estremeció de horror sólo de pensarlo.

– Deben venir cuanto antes -dijo con preocupación Ferdinand-, les ayudaremos cuanto podamos. Diles que pueden contar con nosotros.

– Ya lo saben, pero soy yo la que se va a Alemania.

– ¿Tú? ¡Estás loca! ¿A qué quieres ir?

– Quiero ver lo que pasa, ayudarles a tomar la decisión. Están aterrados, no son capaces de pensar lo que les conviene. Temen que toda su vida se les esfume. Ya han perdido la librería, ahora temen perder su casa. Ferdinand, hace tiempo que mis tíos no pueden salir a la calle sin llevar cosida a sus abrigos una estrella de David que les señala como judíos.

– Una costumbre medieval… -inició Ferdinand.

– Sí, una costumbre medieval que nunca ha sido desechada -afirmó Miriam con tristeza-, los judíos son los culpables, el «otro», alguien a quien poder reprochar lo que a uno le va mal. Y además matamos a Cristo. Le clavamos en la cruz y…

– ¡Calla, por Dios! ¡Pero qué cosas dices, precisamente tú!

– ¿Sabes, Ferdinand? Empiezo a sentirme judía.

La afirmación de Miriam le descolocó. De repente su mujer le miraba con un destello de ira como si él tuviera algo que ver con lo que estaba pasando en Alemania o con los simpatizantes de Hitler en Francia.

No supo qué responder a su mujer; se sentía abrumado por lo que le contaba. Sabía muy bien lo que estaba ocurriendo en Alemania, le habían informado de ello colegas que habían viajado a aquel país, incluso un año atrás habían llevado a cabo una colecta en la universidad para ayudar a un par de profesores judíos que se vieron obligados a escapar de aquel clima de horror y de odio. Sí, no podía decir que lo que le relataba Miriam fuera nuevo para él. Por más que el Gobierno del Frente Popular había insistido en que algo así a ellos, los franceses, no les podía pasar. Así como su padre le había anunciado que en España la República iba a perder la guerra, podía ocurrir que el nazismo ganara la batalla en Francia.

Su padre decía que él era catalán de Perpiñán. Tenían familia al otro lado de la frontera, en España: republicanos y socialistas como su padre, y las noticias que enviaban eran cada vez más alarmantes: tíos muertos en el frente, primos desaparecidos en el fragor de alguna batalla… El fascismo parecía estar venciendo en todas partes.

El mundo que conocía se estaba derrumbando a su alrededor mientras él continuaba explicando a los jóvenes las claves para entender la Edad Media. Sabía que las Ligas Fascistas francesas operaban en la clandestinidad, y que en los últimos tiempos habían perdido el miedo a asomar la cabeza. Tal vez el señor Dubois y su hijo pertenecieran a alguna de esas Ligas.

Decidió acceder al ruego de David y llevarle al castillo del conde d'Amis. No sabía cómo se lo tomaría el conde, pero tanto le daba. David le requería, necesitaba certidumbres, sentirse protegido por su padre. Había aplazado la conversación con Miriam para cuando regresara. La idea de su mujer de ir a Alemania era una locura que no estaba dispuesto a permitir.

3

Durante el viaje hacia Carcasona, padre e hijo comentaron la conversación mantenida por Ferdinand con el señor Dubois. Había resultado ser un fascista en toda regla, que calificó al profesor de poco patriota por haber mezclado su sangre francesa con la sangre impura de una judía. El profesor replicó con una sonora carcajada, lo que aumentó la ira del señor Dubois, y no pudo evitar decirle al carnicero que le encontraba cómico. Cuando colgó el teléfono sintió un regusto amargo en la boca del estómago. Sentía un desprecio infinito por Dubois pero al mismo tiempo intuía que el carnicero podía ser peligroso.

Cuando llegaron a la estación, el coche del conde les aguardaba dispuesto a trasladarles hasta el castillo.

D'Amis le había insistido en invitarle a cenar y, así, conocería a unos caballeros alemanes expertos en literatura medieval.

El mayordomo le aguardaba en la puerta del castillo. No se inmutó cuando Ferdinand le explicó que viajaba acompañado de su hijo.

– Lo siento, no he podido avisar al conde; en todo caso no creo que nos quedemos mucho tiempo.

Les acompañó a la sala donde Ferdinand había estado el primer día que visitó el castillo para valorar aquella crónica de fray Julián.

No tardó mucho en aparecer el aristócrata junto a un niño, no mayor de diez años, y su abogado, Pierre de Saint-Martin.

– Profesor, me han informado de que le acompaña su hijo, ¡ah ya veo que es todo un muchacho! En cualquier caso, mi hijo Raymond le enseñará el castillo. Desde luego serán ustedes mis invitados esta noche, supongo que habrán traído lo necesario.

– No quisiera molestar, surgió un imprevisto…

– No es ninguna molestia. Mandaré a por sus cosas al coche y más tarde les mostrarán sus habitaciones. Ahora, profesor, ardo en deseos de que hablemos sobre el resultado de su investigación.

Vio salir a David siguiendo al pequeño Raymond, un niño rubio con unos inmensos ojos verdes, igual que los del conde, y sin saber por qué sintió una oleada de inquietud. Le había sorprendido la frialdad del niño, parecía un militar en miniatura, una caricatura de alguien mayor que él.

– Bien, profesor, explíquese -le conminó el conde.

Hasta ese momento el abogado no había abierto la boca; se había limitado a saludarle con una leve inclinación de cabeza.

Durante casi una hora Ferdinand habló exhaustivamente sobre los pergaminos, el resultado de las pruebas del laboratorio, la opinión de sus colegas y, sobre todo, la oportunidad de que aquella joya medieval fuera conocida por todos, insistiendo en la posibilidad de hacer un trabajo completo si le dejaba examinar otros documentos familiares.

– Esta crónica de fray Julián puede tener alguna relación con otros escritos o documentos de su archivo familiar. Merecería la pena intentarlo -concluyó.

El conde escuchaba ansioso mientras su abogado seguía sin mover un músculo, como si nada de lo que dijera Ferdinand en realidad tuviera interés para él, y bostezando en alguna ocasión.

– Bien, una vez que usted nos confirme que son auténticos, pensaré en su petición, profesor, pero no me pida que le dé una respuesta de inmediato. Para usted esta crónica sólo tiene un valor histórico, para mí… para mí y mi familia es algo más.

Ferdinand había intentado ver en D'Amis al descendiente de aquella doña María enérgica y llena de sentido común y de aquel don Juan de Aínsa que, como buen caballero, se quedó en su casa solariega sin decir ni requerir nada. Lo comparó, también, con aquel apasionado caballero templario, Fernando, o con el propio fray Julián. Aquellos personajes se le antojaban mucho más humanos que aquel conde estirado, que más parecía el comparsa de una ópera que un noble de verdad.

– La propuesta de la universidad es generosa -insistió Ferdinand.

– Lo sé, lo sé, pero hablaremos de ella más tarde. Ahora, si me disculpa, debo atender a mis otros invitados. La cena se servirá a las siete; descanse hasta entonces. Creo que su hijo está en las cuadras. Al mío le encantan los caballos y no se resiste a llevar a nuestras visitas allí, tenemos algunos ejemplares sobresalientes.

– ¿Te estás aburriendo mucho? -le preguntó Ferdinand a David mientras le hacía el nudo de la corbata para bajar a cenar.

– ¡Menuda gente! Son muy estirados, incluso el niño, Raymond, es un cursi de mucho cuidado. ¿Sabes de lo que me ha hablado? De los cátaros, de la maldad de la Iglesia católica… ¡Uf!, a ese pobre niño le tienen lavado el cerebro.

– Son un poco raros -admitió Ferdinand.

– Y si no te gustan, ¿por qué estamos aquí?

– Hay veces que uno no puede decir no. Ya te he explicado que me llamó un profesor de Toulouse que había sido tutor mío, para pedirme el favor de que echara un vistazo a unos pergaminos que constituían un documento único. La verdad es que me alegro de haber tenido la oportunidad de leer la crónica de fray Julián; es un relato conmovedor.

Un sirviente les acompañó a una sala que precedía al comedor. El conde y sus invitados, incluso el pequeño Raymond, vestían esmoquin.

– Nosotros somos nosotros -susurró Ferdinand a su hijo-, nuestro mundo es el de la inteligencia.

– No te preocupes. Me sentiría ridículo en uno de esos chismes, mira al niño…

El conde le presentó a sus invitados, tres hombres y dos mujeres, además del abogado. Ferdinand se dijo que aquel castillo no tenía dama, puesto que ninguna de las mujeres le fue presentada como la señora de la casa.

– El barón Von Steiner, su esposa, la baronesa Von Steiner, el conde y la condesa Von Trotta, y un colega suyo de la Universidad de Berlín, Henrich Marbung. Al caballero Saint-Martin ya le conoce, lo mismo que a mi hijo Raymond…

Mientras tomaban una copa de champán la conversación fue intrascendente. Hasta el primer plato Ferdinand no se dio cuenta de que estaba compartiendo cena con un grupo de fascistas refinados.

– Alemania entera está entusiasmada con Rahn -afirmó el profesor de la Universidad de Berlín- y no es para menos. Rahn ha sido capaz de ver donde otros no ven nada, sólo piedras o palabras.