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El alma humana es una víctima tan inevitable del dolor, que sufre el dolor de la sorpresa dolorosa, incluso con lo que debía esperar. Tal hombre, que toda la vida ha hablado de la inconstancia y de la volubilidad femenina como de cosas naturales y típicas, experimentará toda la angustia de la sorpresa cuando se vea traicionado en amor -tal cual, no otro, como si hubiese tenido siempre por dogma o esperanza la fidelidad y la firmeza de la mujer. Tal otro, que tiene a todo por hueco y vacío, sentirá como un rayo súbito el descubrimiento de que tienen por nada lo que escribe, o que es estéril su esfuerzo por enseñar o que es falsa la comunicabilidad de su emoción.
No hay que creer que los hombres a quien estas desgracias suceden, y otras desgracias como éstas, hubiesen sido poco sinceros en las cosas que decían, o que escribían, y en cuya substancia esas desgracias eran previsibles o seguras. Nada tiene que ver la sinceridad de la afirmación inteligente con la naturalidad de la emoción espontánea. Y esto parece poder ser así, el alma parece poder tener sorpresas de éstas, sólo porque el dolor no le falte, el oprobio no deje de caberle en suerte, la angustia no le escasee como parte /igualitaria/ en la vida. Todos somos iguales en la capacidad para el error y para el sufrimiento. Sólo no le pasa a quien no siente; y los más altos, los más nobles, los más previsores, son lo que ven, pasando y sufriendo, lo que preveían y lo que desdeñaban. Es a esto a lo que se llama la Vida.