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Hay sensaciones que son sueños, que ocupan como una niebla toda la extensión del espíritu, que no dejan pensar, que no dejan hacer, que no dejan claramente ser. Como si no hubiésemos dormido, sobrevive en nosotros algo del sueño, y hay un torpor del sol del día que calienta la superficie estancada de los sentidos. Es una borrachera de no ser nada, y el deseo es un balde vertido al corral por un movimiento indolente del pie al pasar.
Se mira pero no se ve. La larga calle hirviente de bichos humanos es una especie de letrero tumbado en el que las letras fuesen móviles y no formasen sentidos. Las casas son solamente casas. Se pierde la posibilidad de dar un sentido a lo que se ve, pero se ve bien lo que es, sí.
Los martillazos a la puerta del cajonero suenan con una extrañeza cercana. Suenan muy separados, cada uno con eco y sin provecho. Los ruidos de los carros parecen los de un día de tormenta. Las voces salen del aire, y no de las gargantas. Al fondo, el río está cansado.
No es tedio lo que se siente. No es pena lo que se siente. Es un deseo de dormir con otra personalidad, de olvidar con aumento de sueldo. No se siente nada, a no ser un automatismo acá abajo, que hace a unas piernas que nos pertenecen que lleven golpeando el suelo, en una marcha involuntaria, a unos pies que se sienten dentro de los zapatos. Ni quizás se siente esto. Alrededor de los ojos, y como dedos en los oídos, hay un ahogo de dentro de la cabeza.
Parece un constipado del alma. Y con la imagen literaria de estar enfermo nace un deseo de que la vida fuese una convalecencia, sin andar; y la idea de convalecencia evoca las quintas de los alrededores, pero por allá dentro, donde los hogares, lejos de la calle y de las ruedas. Sí, no se siente nada. Se pasa conscientemente, sólo durmiendo con la imposibilidad de dar al cuerpo otra dirección, la puerta por la que se debe entrar. Se pasa todo. ¿Qué es del pandero, oh oso parado?
Leve, como algo que comenzase, el olor a mar de la brisa ha venido, desde encima del Tajo, a esparcirse suciamente por los comienzos de la Baja. Mareaba frescamente, con un torpor frío de mar tibio. He sentido a la vida en el estómago, y el olfato se me ha transformado en algo que estaba detrás de los ojos. Altas, se apoyaban en nada unas nubes ralas, mechones, de un ceniciento que se desmoronaba hacia blanco falso. La atmósfera era de una amenaza de cielo cobarde, como la de una tormenta inaudible, hecha tan sólo de aire.
Había estancamiento en el propio vuelo de las gaviotas; parecían cosas más leves que el aire, dejadas en él por alguien. Nada sofocaba. La tarde caía en un desasosiego nuestro; el aire refrescaba intermitentemente.
¡Pobres de las esperanzas que he tenido, nacidas de la vida que he tenido que tener! Son como esta hora y este aire, nieblas sin niebla, hilvanes sueltos [189] de tormenta falsa. Tengo ganas de gritar, para acabar con el paisaje y con la meditación. Pero hay un reflujo en mi propósito, y la bajamar ha dejado descubierta en mí la negrura lodosa que está allá fuera y no veo sino por el olor.
¡Tanta inconsecuencia en querer bastarme! ¡Tanta conciencia sarcástica de las sensaciones supuestas! ¡Tanto enredo del alma con las sensaciones, de los pensamientos con el aire y el río, para decir que me duele la vida en el olfato y en la conciencia, para no saber decir, como en la frase sencilla y total [190] del libro de Job: «¡Mi alma está cansada de la vida!»!
21-4-1930.