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Desde su partida, nos escribíamos con Julia todos los días, y yo veo todavía a la abuelita Carmen, entregándome las cartas con una sonrisa maliciosa y alguna broma: «¿De quién será esta carlita, de quién será?» «¿Quién le escribirá tantas cartas a mi nietecito?» A las cuatro o cinco semanas de su partida a Chile, cuando ya había conseguido todos aquellos trabajos, llamé por teléfono a mi padre y le pedí una cita. No lo había visto desde antes del matrimonio, ni le había contestado su carta homicida.

Me puse muy nervioso, aquella mañana, mientras iba a su oficina. Estaba resuelto, por primera vez en mi vida, a decirle que disparara de una vez su maldito revólver, pero ahora que podía mantenerla, no iba a seguir viviendo separado de mi mujer. Sin embargo, en lo más hondo, temía que, llegado el momento, perdiera una vez más el coraje y volviera a sentirme paralizado ante su rabia.

Pero lo encontré extrañamente ecuánime y racional, mientras hablábamos. Y por algunas cosas que dijo, y otras que dejó de decir, siempre he sospechado que aquella conversación con el doctor Porras -a la que ni él ni yo hicimos la menor alusión- hizo su efecto y ayudó a que terminara resignándose a un matrimonio fraguado sin su consentimiento. Muy pálido, me escuchó sin decir palabra mientras yo le explicaba los trabajos que había conseguido, lo que iba a ganar con todos ellos y le aseguraba que me sería suficiente para mantenerme. Y cómo, además, pese a esos empleos varios, algunos de los cuales podía hacer en casa por las noches, podría asistir a algunas clases y dar los exámenes de la universidad. Finalmente, tragando saliva, le dije que Julia estaba casada conmigo y que no podíamos seguir viviendo, ella sola, allá, en Chile, y yo aquí, en Lima.

No me hizo el menor reproche. Más bien me habló como un abogado, utilizando unos tecnicismos legales sobre los que se había informado con detalle. Tenía una copia de mi declaración a la policía, que me enseñó, marcada con lápiz rojo. Yo me delaté al reconocer que me había casado teniendo sólo diecinueve años. Eso bastaba para iniciar un proceso de anulación del matrimonio. Pero no iba a intentarlo. Porque, aunque yo había cometido una estupidez, casarse, después de todo, era cosa de hombres, un acto viril.

Luego, haciendo un esfuerzo visible para emplear un tono conciliatorio que yo no recordaba hubiera usado antes conmigo, comenzó de pronto a aconsejarme que no fuera a dejar los estudios, a arruinar mi carrera, mi futuro, por este matrimonio. Él estaba seguro de que yo podía llegar lejos, a condición de no hacer más locuras. Si se mostró siempre severo conmigo, había sido por mi bien, para enderezar lo que, por un cariño mal entendido, habían torcido los Llosa. Pero, en contra de lo que yo había creído, él me quería, pues yo era su hijo ¿y cómo un padre no iba a querer a su hijo?

Ante mi sorpresa, abrió los brazos, para que lo abrazara. Así lo hice, sin besarlo, desconcertado por el desenlace de la entrevista, y agradeciéndole sus palabras de la manera que pudiera parecerle lo menos hipócrita posible.

(Esa entrevista, de fines de julio o comienzos de agosto de 1955, marcó mi definitiva emancipación de mi padre. Aunque su sombra me acompañará sin duda hasta la tumba, y aunque hasta ahora, a veces, de pronto, el recuerdo de alguna escena, de alguna imagen, de los años que estuve bajo su autoridad me causan un súbito vacío en el estómago, desde entonces no volvimos a tener una pelea. No directamente, al menos. En realidad, nos vimos poco. Y, tanto en los años que continuamos él y yo en el Perú -hasta 1958, en que partí a Europa y él con mi madre a Los Ángeles-, como en las ocasiones en que coincidíamos en Lima, o cuando yo iba a visitarlos a Estados Unidos, muchas veces hizo él gestos y dijo cosas y tomó iniciativas encaminadas a acortar la distancia y borrar los malos recuerdos, para que tuviéramos esa relación próxima y cariñosa que nunca tuvimos. Pero yo, hijo suyo al fin y al cabo, nunca supe corresponderle y, aunque procuré siempre mostrarme educado con él, jamás le demostré más cariño del que le tenía [es decir, ninguno]. El terrible rencor, el odio ígneo de mi niñez hacia él, fueron desapareciendo, a lo largo de esos años, sobre todo a medida que fui descubriendo sus durísimos primeros tiempos en Estados Unidos, donde él y mi mamá trabajarían como obreros -mi madre, por trece años, como tejedora en una manufactura de telas, y él en una fábrica de zapatos- y luego como porteros y guardianes de una sinagoga de Los Ángeles. Por cierto, ni en los peores períodos de esa difícil adaptación a su nueva patria, el orgullo permitió a mi padre pedirme ayuda -ni autorizar a mi madre a que ella lo hiciera, salvo para los pasajes de avión al Perú, donde pasaban vacaciones- y creo que sólo en el período final de su vida aceptó ser ayudado por mi hermano Ernesto, quien le facilitó un departamento donde vivir, en Pasadena.

Cuando nos veíamos -cada dos, a veces tres años, siempre por muy pocos días-, nuestra relación era civil pero helada. Para él siempre fue algo incomprensible que yo llegara a hacerme conocido gracias a mis libros, que se diera a veces con mi retrato y mi nombre en Time o en Los Ángeles Times; lo halagaba, sin duda, pero también lo desconcertaba y confundía, y por eso nunca hablamos de mis novelas, hasta nuestra ultima disputa, la que nos incomunicó del todo hasta su muerte, en enero de 1979.

Fue una disputa que tuvimos sin vernos y sin cambiar palabra, a miles de kilómetros, con motivo de La tía Julia y el escribidor, novela en la que hay episodios autobiográficos en los que aparece el padre del narrador actuando de manera parecida a como él lo hizo, cuando me casé con Julia. Bastante tiempo después de aparecido el libro, recibí de pronto una curiosa carta suya -yo estaba viviendo en Cambridge, Inglaterra-, en la que me agradecía por reconocer en esa novela que él había sido severo conmigo pero que en el fondo lo había hecho por mi bien «pues siempre me había querido». No le contesté la carta. Algún tiempo más tarde, en una de las llamadas que yo hacía a Los Ángeles a mi madre, ella me sorprendió diciéndome que mi padre quería hablarme sobre La tía Julia y el escribidor. Previendo algún ucase, me despedí de ella antes de que él se acercara al aparato. Días después recibí otra carta suya, ésta violenta, acusándome de resentido y de calumniarlo en un libro, sin darle ocasión de defenderse, reprochándome no ser un creyente y profetizándome un castigo divino. Me advertía que esta carta la haría circular entre mis conocidos. Y, en efecto, en los meses y años siguientes, supe que había enviado decenas y acaso centenares de copias de ella a parientes, amigos y conocidos míos en el Perú.

No lo volví a ver. En enero de 1979 vino con mi madre, de Los Ángeles, a pasar unas semanas de verano en Lima. Una tarde, mi prima Giannina -hija del tío Pedro- me llamó para anunciarme que mi padre, que estaba almorzando en su casa, había perdido el conocimiento. Llamamos una ambulancia y lo llevamos a la Clínica Americana, donde llegó sin vida. En el velatorio, aquella noche, sólo estuvieron allí, para despedirlo, en la cámara mortuoria, los tíos y tías sobrevivientes y muchos sobrinos y sobrinas de esa familia Llosa, a la que tanto había detestado y con la que, en los años finales, había llegado a hacer las paces, pues la visitaba y aceptaba sus invitaciones en los cortos viajes que hacía de cuando en cuando al Perú.)

Salí de la oficina de mi padre en un estado de gran exaltación a enviarle un telegrama a Julia diciéndole que su exilio había terminado y que muy pronto le enviaría el pasaje. Luego, corrí donde el tío Lucho y la tía Olga a darles la buena nueva. Aunque ahora andaba muy ocupado, con todos los trabajos que me había echado encima, cada vez que tenía un hueco libre corría a la casa de la avenida Armendáriz, a almorzar o a comer, porque con ellos podía hablar de mi mujer desterrada, el único tema que me interesaba. La tía Olga había terminado también por hacerse a la idea de que el matrimonio de su hermana era irreversible, y se alegró de que mi padre hubiera consentido el regreso de Julia.

De inmediato comencé a idear fórmulas para comprarle el pasaje de avión. Estaba viendo cómo sacarlo a plazos, o conseguir un préstamo del banco, cuando me llegó un telegrama de Julia anunciándome su llegada para el día siguiente. Se me había adelantado, vendiendo las joyas que tenía.

Fuimos a recibirla al aeropuerto con el tío Lucho y la tía Olga y al verla aparecer, entre los pasajeros del avión de Santiago, la tía Olga hizo un comentario que a mí me encantó, pues indicaba una normalización de la situación familiar: «Mira qué guapa se ha puesto tu mujer para el reencuentro.»

Fue un día muy feliz ése, por cierto, para Julia y para mí. El departamentito de la quinta de Porta estaba lo mejor arreglado que cabía y con unas flores fragantes de bienvenida a la novia. Yo había llevado allí todos mis libros y mi ropa, desde la víspera, ilusionado, además, con la perspectiva de empezar a vivir por fin una vida independiente, en una casa propia (es un decir).

Me había propuesto terminar la universidad, las dos Facultades que seguía, y no sólo porque se lo había prometido a la familia. También, porque estaba seguro de que sólo esos títulos me permitirían luego la comodidad mínima para dedicarme a escribir, y porque pensaba que sin ellos nunca llegaría a Europa, a Francia, algo que seguía siendo designio central en mi vida. Estaba más decidido que nunca a tratar de ser un escritor y tenía la convicción de que jamás llegaría a serlo si no me marchaba del Perú, si no vivía en París. Hablé de esto mil veces con Julia y ella, que era animosa y novelera, me llevaba la cuerda: sí, sí, que terminara los estudios y pidiera la beca que daban el Banco Popular y San Marcos para hacer estudios de postgrado en España. Luego nos iríamos a París, donde escribiría todas las novelas que tenía en la cabeza. Ella me ayudaría.

Me ayudó mucho, desde el primer día. Sin su ayuda, no hubiera podido cumplir con mis siete trabajos, darme tiempo para asistir a alguna clase en San Marcos, hacer los ensayos que encargaban los profesores, y, como si todo esto fuera poco, escribir bastantes cuentos.

Cuando, ahora, trato de reconstruir mis horarios de esos tres años -1955 a

1958-, me quedo atónito: ¿cómo pude hacer tantas cosas, y, encima, leer muchos libros, y cultivar la amistad de algunos magníficos amigos como Lucho y Abelardo, y también ir al cine algunas veces y comer y dormir? En el papel, no caben en las horas del día. Pero a mí me cupieron y, a pesar del tremendo trajín y las estrecheces económicas, fueron unos años emocionantes, de ilusiones que se renovaban y enriquecían, y en los que, por cierto, no me arrepentí de mi precipitado matrimonio.