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Con Javier Silva estuvimos en el Teatro Segura en todos los actos políticos de oposición a Odría que la dictablanda ahora permitía. El de la Coalición Nacional, de Pedro Roselló, el del Partido Socialista, de Luciano Castillo, y el de los demócrata-cristianos, que fue, de lejos, el mejor de todos, por la calidad de las personas y de los oradores. Entusiasmados, Javier y yo firmamos el manifiesto inicial del grupo, que publicó La Prensa.

Y ambos estuvimos, por supuesto, en la Córpac, para recibir a Bustamante y Rivero, cuando pudo volver al Perú, luego de siete años de exilio. Luis Loayza cuenta una anécdota de esa llegada, que yo no sé si es cierta, pero hubiera podido serlo. Se había organizado un grupo de jóvenes para proteger a Bustamante a la bajada del avión y escoltarlo hasta el hotel Bolívar, en previsión de que sufriera algún ataque por parte de matones del gobierno o de búfalos apristas (que, con la apertura, habían reaparecido, atacando los mítines comunistas). Nos habían dado instrucciones para que permaneciéramos con los brazos entrelazados, formando una argolla irrompible. Pero, según Loayza, quien, por lo visto formaba también parte de esa sui generis falange de guardaespaldas constituida por dos aspirantes a literatos y un puñado de buenos muchachos de Acción Católica, apenas apareció Bustamante y Rivero en la escalinata del avión con su infaltable sombrero ribeteado -que se quitó, ceremonioso, para saludar a quienes lo habían ido a recibir- yo rompí el círculo de hierro, y fui a su encuentro en estado febril, rugiendo: «Presidente, presidente.» Total, el círculo se deshizo, fuimos desbordados y Bustamante resultó manoseado, empujado y tironeado por todo el mundo -entre ellos por el tío Lucho, entusiasta bustamantista a quien en los forcejeos de ese mitin desgarraron el saco y la camisa- antes de llegar al automóvil que lo condujo al hotel Bolívar. Desde uno de los balcones del hotel habló, brevemente, para agradecer el recibimiento, sin dejar entrever la menor intención de volver a actuar en política. Y, en efecto, en los meses sucesivos, Bustamante rehusaría inscribirse en el Partido Demócrata Cristiano y desempeñar papel alguno en la política activa. Desde entonces, asumió el rol que mantuvo hasta su muerte: hombre patricio y sabio, por encima de las contiendas partidarias, cuya competencia en cuestiones jurídicas internacionales sería solicitada a menudo en el país y en el extranjero (llegaría a ser presidente del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya), y que, en momentos de crisis, lanzaba un mensaje al país exhortando a la serenidad.

Aunque el clima de 1954 y 1955 fue bastante mejor que la atmósfera espesa y opresiva de los años anteriores, y las primeras manifestaciones políticas toleradas y las nuevas publicaciones crearon en el país un ambiente de libertad que estimulaba la acción política, yo dedicaba, sin embargo, al trabajo intelectual bastante más tiempo que a ésta. Asistiendo a las clases de San Marcos, en la mañana casi todas, a la Alianza Francesa, y leyendo y escribiendo, a partir de entonces exclusivamente cuentos.

Creo que el mal rato con «La Parda» en la peña de Jorge Puccinnelli tuvo el efecto de irme alejando insensiblemente de los temas intemporales y cosmopolitas, que fueron los de la mayoría de relatos que escribí en esos años, hacia otros, más realistas, en los que de manera deliberada aprovechaba mis recuerdos. Hubo por entonces un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos, al que presenté dos relatos, ambientados ambos en Piura e inspirados, uno de ellos, «Los jefes», en el intento frustrado de huelga en el colegio San Miguel, y el otro, «La casa verde», en el burdel de las afueras, luciérnaga de mi niñez. Mis cuentos no sacaron ni mención, y, al rescatar el manuscrito, «La casa verde» me pareció muy malo y lo rompí (retomaría el tema años más tarde, en una novela), pero el de «Los jefes», con su aire un tanto épico, en el que se traslucían las lecturas de Malraux y Hemingway, me pareció rescatable, y en los meses siguientes lo rehíce, hasta que me pareció digno de ser publicado.

Era muy largo para el Suplemento Dominical de El Comercio, cuya primera página traía siempre un relato con una ilustración a color, de modo que se lo propuse al historiador César Pacheco Vélez, que dirigía Mercurio Peruano. Lo aceptó, lo publicó (en febrero de 1957) y me hizo cincuenta separatas que distribuí entre los amigos. Fue mi primer relato publicado y el que daría título a mi primer libro. Ese cuento prefigura mucho de lo que hice después como novelista: usar una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; emplear una forma que finge el realismo mediante precisiones geográficas y urbanas; una objetividad lograda a través de diálogos y descripciones hechas desde un punto de vista impersonal, borrando las huellas de autor y, por último, una actitud crítica de cierta problemática que es el contexto u horizonte de la anécdota.

En esos años se convocó a elecciones para el rectorado de San Marcos. No recuerdo quién lanzó la candidatura de Porras Barrenechea; éste la aceptó con mucha ilusión, quizá por algo de coquetería -en aquella época ser rector de San Marcos significaba algo-, pero, sobre todo, por cariño a su alma mater, a la que había entregado tantos años y tanta pasión. Esa candidatura resultaría fatal para él y para la historia del Perú. Las circunstancias la convirtieron, desde el principio, en una candidatura anti-gobierno. Su rival, Aurelio Miró Quesada, uno de los dueños de El Comercio, considerado uno de los símbolos de la aristocracia, la oligarquía y el antiaprismo (la familia Miró Quesada nunca había perdonado al apra el asesinato del anterior director de El Comercio, don Antonio Miró Quesada y de su esposa), adoptó el carácter de candidatura oficial. Los organismos estudiantiles, controlados por el apra y la izquierda, apoyaron a Porras, así como los profesores apristas (muchos de los cuales, como Sánchez, seguían en el exilio). Porras y Aurelio Miró Quesada, que habían tenido cordiales relaciones hasta entonces, se distanciaron, en una ácida polémica de cartas y editoriales y El Comercio (que fue apedreado por manifestantes sanmarquinos que salían a recorrer las calles del centro coreando los eslóganes «Libertad» y «Porras rector») desterró el nombre de Porras Barrenechea de sus páginas durante algún tiempo (la famosa «muerte civil» a la que El Comercio condenaba a sus adversarios era más temida, se decía, que las persecuciones políticas por quienes pertenecían a la sociedad limeña).

Quienes trabajábamos con él y todos sus discípulos desplegamos denodados esfuerzos para que Porras Barrenechea fuera elegido. Nos distribuíamos los catedráticos con derecho a voto y los miembros del Consejo Universitario, y a mí y a Pablo Macera nos tocó visitar en sus casas a los de Ciencias, Medicina y Veterinaria. Con la excepción de uno solo, todos nos prometieron el voto. Cuando, la víspera de la elección, en el comedor de la calle Colina, hicimos el balance, Porras tenía dos tercios de los votantes. Pero en el Consejo Universitario, a la hora de la votación secreta, Aurelio Miró Quesada ganó sin dificultad.

En el discurso en el patio de Derecho, luego de la elección, ante una masa de estudiantes que lo desagraviaban con vítores y aplausos, Porras cometió la ligereza de decir que, aunque había perdido, le alegraba saber que habían votado por él algunos de los profesores más eminentes de San Marcos y nombró a algunos de los que nos habían asegurado su voto. Varios de ellos mandaron luego cartas a El Comercio desmintiendo haber votado por él.

La victoria no deparó a Aurelio Miró Quesada satisfacción alguna. La feroz -y muy injusta- hostilidad política de los estudiantes contra él luego de su elección, que lo convirtieron poco menos que en el símbolo del régimen dictatorial, algo que nunca fue, hizo que no pudiera casi poner los pies en los locales principales de San Marcos y tuviera que atender los asuntos rectorales desde una oficina excéntrica, bajo un permanente acoso y enemistad de unos claustros donde, gracias al debilitamiento de la represión, las fuerzas hasta entonces clandestinas del apra y la izquierda recobraban la iniciativa y pasarían pronto a controlar la universidad. Algún tiempo después, este clima llevaría al fino y elegante ensayista que es Aurelio Miró Quesada a renunciar al rectorado y a apartarse de San Marcos.

A Porras, la derrota lo afectó hondamente. Tengo la impresión de que era el cargo que más ambicionaba -más que cualquier distinción política-, por su vieja y entrañable relación con la universidad, y que no haberlo alcanzado dejó en él una frustración y una amargura que lo indujeron, en las elecciones de 1956, a aceptar ser candidato a una senaduría en una lista del Frente Democrático (hechura del partido aprista) y durante el gobierno de Prado, a aceptar el ministerio de Relaciones Exteriores, que ocuparía hasta pocos días antes de su muerte, en 1960. Es verdad que fue un senador y un ministro de lujo, pero esa inmersión en la absorbente política cortó en seco su trabajo intelectual y le impidió escribir esa historia de la Conquista que, cuando yo comencé a trabajar con él, parecía decidido a terminar de una vez. Estaba en ello cuando la campaña del rectorado. Recuerdo que, después de tenerme varios meses fichando los mitos y leyendas, Porras me hizo pasar a máquina en un solo manuscrito todas sus monografías y artículos editados y también los capítulos inéditos sobre Pizarro, a los que iba agregando notas, corrigiendo y añadiendo páginas.

Que su candidatura al rectorado de San Marcos hubiera sido apoyada por el apra y la izquierda -curiosa paradoja pues Porras nunca fue aprista ni socialista, sino más bien un liberal tirando a conservador [28] - le ganó la vindicta del régimen, en cuyas publicaciones comenzó a ser atacado, a veces con soecidad. Un semanario odriísta, Clarín, sacó varios artículos contra él, llenos de abominaciones. Se me ocurrió redactar un manifiesto de solidaridad a su persona y recoger firmas entre intelectuales, profesores y estudiantes. Conseguimos varios cientos de firmas pero no hubo donde publicarlo, de modo que nos contentamos con entregárselo a Porras.

Gracias a este manifiesto conocí a quien sería uno de mis mejores amigos de esos años y me ayudaría mucho en mis primeros pasos como escritor. Habíamos entregado hojas con el manifiesto a distintas personas para que lo hicieran correr, y me advirtieron que un alumno de la Universidad Católica quería echar una mano. Se llamaba Luis Loayza. Le di una de las hojas y unos días después nos reunimos en el Cream Rica de la avenida Larco para que me entregara las firmas. Había conseguido sólo una: la suya. Era alto, de aire ido y desganado, dos o tres años mayor que yo, y aunque estudiaba Derecho sólo le importaba la literatura. Había leído todos los libros y hablaba de autores que yo no sabía que existían -como Borges, al que citaba con frecuencia, o los mexicanos Rulfo y Arreola- y cuando yo saqué a relucir mi entusiasmo por Sartre y la literatura comprometida su reacción fue un bostezo de cocodrilo.

[28] Aunque, en su última actuación pública, como ministro de Relaciones Exteriores, en la reunión de cancilleres, de Costa Rica, en 1960, votó contra la condena de Cuba, desobedeciendo instrucciones del gobierno de Prado, por lo que se vio obligado a renunciar. Murió poco después.