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VII. PERIODISMO Y BOHEMIA

Los tres meses que trabajé en La Crónica, entre el cuarto y el último año de secundaria, provocarían grandes trastornos de mi destino. Allí aprendí, en efecto, lo que era el periodismo, conocí una Lima ignota hasta entonces para mí, y por primera y última vez, hice vida bohemia. Si se piensa que no había cumplido aún dieciséis años -los cumplí ese 28 de marzo-, la impaciencia con la que quise dejar de ser adolescente, llegar a adulto, en el verano de 1952 quedó recompensada.

He evocado en mi novela Conversación en La Catedral, con los inevitables maquillajes y añadidos, aquella aventura. La excitación y el sobresalto con que subí esa mañana las escaleras del viejísimo edificio de dos pisos de la calle Pando, donde estaba La Crónica, para presentarme en el despacho del director, el señor Valverde, un caballero muy amable que me dio unas cuantas ideas sobre el periodismo y me anunció que ganaría quinientos soles al mes. Ese día o al siguiente me dieron un carnet, con mi foto y sellos y firmas donde decía «periodista».

En la primera planta estaba la administración y, luego de un patio de rejas y baldosas, los talleres. En el segundo piso, la redacción de la mañana, una salita donde se armaba la edición vespertina, y la casa del director, cuyas dos guapas hijas veíamos pasar a veces por la galería contigua a la redacción, con un silencio admirativo.

La redacción era un vasto espacio con una veintena de escritorios, al fondo del cual estaba quien dirigía aquella orquesta: Gastón Aguirre Morales. Los redactores de noticias locales, los de internacionales y los de la página policial se dividían el territorio, lotizado por unas invisibles fronteras que todos respetaban (los redactores de deportes tenían oficina aparte). Aguirre Morales -arequipeño, alto, delgado, amable y ceremonioso- me dio la bienvenida, me instaló en un escritorio vacío, ante una máquina de escribir, y me señaló mi primera tarea: la presentación de credenciales del nuevo embajador de Brasil. Y ahí mismo recibí de sus labios la primera clase de periodismo moderno. Había que comenzar la noticia con el lead, el hecho central, resumido en breve frase, y desarrollarlo en el resto de la información de manera escueta y objetiva. «El éxito de un reportero está en saber encontrar el lead, mi amigo.» Cuando le llevé, temblando, la noticia redactada, la leyó, tachó algunas palabras inútiles -«Concisión, precisión, objetividad total, mi amigo»-, y la mandó a talleres. No debo haber dormido aquella noche, esperando verme en letra impresa. Y, a la mañana siguiente, cuando compré La Crónica y la hojeé, ahí estaba el recuadro: «Esta mañana presentó sus cartas credenciales el nuevo embajador de Brasil, señor don…» Ya era un periodista.

A eso de las cinco de la tarde iba a la redacción a recibir mis comisiones del día y de la mañana siguiente: inauguraciones, ceremonias, personalidades que llegaban o partían, desfiles, premios, ganadores de lotería o de la «polla» y el «pollón» -apuestas hípicas que en esos meses alcanzaron elevadísimos premios-, entrevistas a cantantes, empresarios de circo, toreros, sabios, excéntricos, bomberos, profetas, ocultistas y todas las actividades, quehaceres o tipos humanos que por una razón u otra merecían ser noticia. Tenía que ir de un barrio a otro de Lima, en una camioneta del diario, con un fotógrafo, a veces el mismo jefe de los reporteros gráficos, el gran Ego Aguirre, si el asunto lo justificaba. Cuando volvía a redactar las informaciones, la redacción estaba en su punto. Una espesa nube de humo sobrevolaba los escritorios y las máquinas tecleaban. Olía a tabaco, a tinta y a papel. Se oían voces, risas, carreras de los redactores que llevaban sus cuartillas a Aguirre Morales, quien, lápiz rojo a la mano, las corregía y despachaba a talleres.

La llegada del jefe de la página policial, Becerrita, era el acontecimiento de cada noche. Si venía sobrio, cruzaba mudo y hosco la redacción hasta su escritorio, seguido por su adjunto, el pálido y rectilíneo Marcoz. Becerrita era bajito y fortachón, con los pelos engominados y una cara cuadrada y disgustada de perro bulldog, en la que destacaba, trazado a cordel, un bigotito linear, una hebra que parecía pintada con carboncillo. Él había creado la página roja -la de los grandes crímenes y hechos delictuosos-, uno de los mayores atractivos de La Crónica, y bastaba verlo y olerlo, con sus ojitos ácidos y granulados, en desvelo perpetuo, sus ternos replanchados y brillantes, hediondos a tabaco y sudor, de solapas llenas de lamparones y el nudo microscópico de su corbata grasienta, para adivinar que Becerrita era un ciudadano del infierno, que los submundos de la ciudad carecían de secretos para él. Si venía borracho, en cambio, lo precedía su risa mineral y feroz, unas carcajadas que retumbaban desde la escalera y estremecían los vidrios legañosos y las paredes desportilladas de la redacción. Milton se ponía a temblar, pues era su víctima preferida. Iba a su escritorio a burlarse de él, con chistes que la redacción celebraba a carcajadas, y, a veces, empuñando su arma -pues Becerrita andaba siempre armado, para parecerse más a su imagen caricatural-, lo perseguía entre los escritorios, pistola en alto. Una de aquellas veces, ante el espanto general, se le escapó un tiro que fue a incrustarse en las telarañas del techo de la redacción.

Pero, pese a los malos ratos que podía hacernos pasar, ni Milton, ni Carlos Ney, ni yo, ni ninguno de los otros redactores guardábamos rencor a Becerrita. Todos sentíamos por él una especie de fascinación. Porque él había creado en el periodismo limeño un género (que, con el tiempo, degeneraría hasta lo inimaginable), y porque, pese a sus borracheras y su cara destemplada, era un hombre al que la noche limeña transformaba en príncipe.

Becerrita conocía y frecuentaba, además de las comisarías, todos los burdeles de Lima, donde era temido y adulado porque una noticia escandalosa en La Crónica significaba la multa o el cierre del local. Nos llevaba a veces, con él, a su adjunto Marcoz, a Milton, Carlos y a mí (que nos volvimos inseparables), luego del cierre del diario, a eso de la medianoche, donde Nanette, en la avenida Grau, o a los burdeles de Huatica, o a los más elegantes de la avenida Colonial, y apenas cruzábamos el umbral, ahí estaba la patrona, en persona, y los canches de turno, dándole la bienvenida con besos y palmadas. Él no sonreía jamás ni contestaba los saludos. Se limitaba a gruñir, sin quitarse el pucho de la boca: «Cerveza para los muchachos.»

Luego, instalado en una mesita del bar, en medio de nosotros, bebía cerveza tras cerveza, llevándose de rato en rato el puchito a los labios, indiferente al bullicio del contorno, a las parejas que bailaban o a las riñas que armaban ciertos clientes belicosos a los que los cafiches sacaban a empellones a la calle. A veces, Becerrita se ponía a recordar, con voz pedregosa, anécdotas de sus peripecias de redactor policial. Había conocido y visto de cerca a los peores maleantes, a los más avezados criminales del hampa limeña y rememoraba con delectación sus patibularias hazañas, sus rivalidades, sus combates a cuchillo, sus muertes heroicas o innobles. Aunque con algo del espanto que inspira el que ha pasado su vida entre apestados, Becerrita me deslumbraba. Me parecía salido de una turbadora novela sobre los bajos fondos. A la hora de pagar la cuenta -las raras veces que le cobraban-, Becerrita solía empuñar su pistola y ponerla sobre la mesa: «Aquí el único que saca la cartera soy yo.»

Cuando, a las dos o tres semanas de estar trabajando en La Crónica, Aguirre Morales me preguntó si quería reemplazar a uno de los redactores de la página policial que estaba enfermo, acepté feliz. Aunque Becerrita era temible por su mal carácter, sus redactores le tenían una fidelidad perruna, y en el mes que trabajé a sus órdenes también llegué a sentirme orgulloso de formar parte de su equipo. Éste constaba de tres o cuatro redactores, aunque tal vez habría que llamarlos dateros, pues algunos se limitaban a traernos los datos que Marcoz y yo nos encargábamos de redactar. El más pintoresco era un esquelético muchacho, que parecía salido de una tira cómica o de un espectáculo de títeres. He olvidado su nombre real pero recuerdo el nombre con el que era conocido en la radio -Paco Denegrí-, su figurilla evanescente y los espesos anteojos que agrandaban monstruosamente sus ojos miopes. Y su aterciopelada voz de galán de radioteatros, actividad que ejercía en sus horas libres, en Radio Central.

Becerrita era un trabajador incansable, tenía por su oficio una pasión desenfrenada, una fijación. Nada más parecía interesarle en el mundo, fuera de esos festines sangrientos -suicidios amorosos, arreglos de cuentas a cuchilladas, violaciones, estupros, incestos, filicidios, robos al escape, incendios criminales, prostitución clandestina, cadáveres varados por el mar o desbarrancados en los acantilados- que nosotros, sus peones, íbamos coleccionando día y noche en nuestros recorridos por las comisarías de los barrios peor afamados de Lima: La Victoria, El Porvenir y el Callao. Él pasaba revista a esos sucesos y un segundo le bastaba para barajarlos e identificar el que tenía la mugre adecuada: «Aquí hay noticia.» Sus instrucciones eran cortas y rotundas: «Entreviste a éste, vaya y verifique tal dirección, eso me huele a cuentanazo.» Y cuando uno volvía con la noticia, redactada de acuerdo a sus indicaciones, siempre sabía -le brillaban los ojitos y se le abrían las fauces mientras tachaba o añadía- destacar el rasgo o detalle espectacular, terrible, cruel, vil o tortuoso de lo sucedido. A veces, después de las cervezas del burdel, todavía pasaba una última vez por los talleres de La Crónica para comprobar si su página -una página que en verdad era dos o tres y a veces más- había salido con las intactas raciones de sangre y lodo que decretó.

Mi recorrido por las comisarías comenzaba a eso de las siete, pero era más tarde, a partir de las diez u once, que llegaban a esos locales los patrulleros con su carga de ladrones, amantes sanguinarios, malheridos en las riñas de bares y prostíbulos, o los travestistas, a quienes se perseguía con encarnizamiento y que merecían siempre los honores de la página policial. Becerrita tenía una red sutil de informadores entre pips (policías de investigaciones) y guardias civiles, a quienes había servido -ocultando o dando en su página las informaciones que les convenían- y gracias a esos dateros muchas veces le ganábamos la mano a nuestro rival: Última Hora. La página de Becerrita había sido la reina y señora de la muerte violenta y el escándalo por muchos años. Pero este diario nuevo, Última Hora, vespertino de La Prensa, que había introducido la jerga y la replana -los dichos y modismos locales- en titulares e informaciones, le disputaba el cetro y algunos días se lo arrebataba: eso enloquecía a Becerrita. Ganarle una primicia a Última Hora, abrumarlo con dosis superiores de muerte y lenocinio, en cambio, lo hacía gruñir y lanzar esas estrambóticas carcajadas que parecían salir de las entrañas de un túnel o una cantera, no de una garganta humana.