– Pero si los chinos no pueden entrar, el señor Jiang tampoco.

– Sí, si entra por la puerta de atrás y acompañado por mí. Le hablo de mi Club, el Shanghai Club, en el Bund. Yo vivo allí, en el hotel, en una de las dos habitaciones que la Royal Geographical Society posee para uso de los socios que viajan a esta zona de Oriente. Introduciré al señor Jiang hasta mi habitación por las cocinas y usted ingresará normalmente por la puerta principal. Le advierto que es un club masculino por lo que no podrá visitar los salones ni el bar. Tendrá que dirigirse a mi cuarto aparentando que me trae este libro. -Sacó, con disimulo, un pequeño volumen encuadernado en piel del bolsillo de su chaqueta que, afortunadamente, tenía las dimensiones justas para caber en mi bolso-. Diga que viene para que se lo dedique. Lo escribí yo. Los huéspedes del hotel reciben muchas visitas femeninas de toda clase: secretarias, empresarias americanas, vendedoras rusas de joyas…, así que no levantará demasiadas sospechas y su reputación no peligrará, sobre todo después de habernos conocido esta noche aquí. No se le ocurra traer ningún objeto que los sicarios de la Banda Verde pudieran confundir con una pieza de arte. El señor Jiang está convencido de que lo que buscan es algo así. Podrían matarla en plena calle para robársela.

Intenté reflexionar sobre toda aquella catarata de información pero no terminaba de entender qué era lo que el tal señor Jiang podía querer de mí.

– El señor Jiang -me explicó precipitadamente el irlandés mirando fijamente por encima de mi hombro; el gesto de su cara fue muy claro: alguien se acercaba- está convencido de que, si pueden descubrir qué quiere la Banda Verde, usted y su sobrina dejarán de estar en peligro entregándoles lo que sea que buscan. El tiene algunas ideas al respecto… ¡Naturalmente que puedo dedicarle mi libro, madame ! -exclamó con un tono alegre que no había empleado hasta ese momento; la esposa del cónsul apareció, sonriente, en mi campo de visión-. Pase mañana, a la hora de comer, por mi hotel y estaré encantado de firmarle su ejemplar.

– Vengo a rescatarla, Elvira -dijo, guiñándome un ojo, la elegante esposa de Julio Palencia; su castellano tenía un poco de acento-. Patrick puede llegar a ponerse muy pesado.

Luego, en inglés, le pidió a su remoto familiar político que le trajera una copa de champagne . Él le respondió en francés, con retintín:

– Ha leído mi libro, querida. De eso hablábamos.

La esposa del cónsul tuvo la prudencia de no preguntar nada al respecto mientras me llevaba amablemente hacia el grupo más numeroso de invitados que, en ese momento, sostenía una sorprendente conversación sobre el peligro de pronunciamiento militar que vivía nuestro país en aquellos difíciles momentos. Yo siempre había seguido con un cierto interés las cosas que ocurrían en España, como la apertura de los primeros grandes almacenes al estilo de los de París o la construcción de la línea inaugural de metro en Madrid, pero la política nunca me había interesado demasiado, quizá porque era tan confusa y problemática que no me sentía capaz de entenderla, aunque me preocupaban mucho los recientes atentados y las revueltas. Lo que no me podía imaginar era que los militares intentaran, otra vez, hacerse con el poder. El cónsul Palencia mantenía un ecuánime silencio mientras Antonio Ramos, el de las salas de cinematógrafo, y un tal Lafuente, arquitecto madrileño, mostraban su preocupación por la inminencia de un golpe de Estado.

– El rey no lo consentirá -afirmaba Ramos, vacilante.

– El rey, mi querido amigo, apoya a los militares -objetó Lafuente- y, sobre todo, al general Primo de Rivera.

La esposa del cónsul intervino para zanjar la espinosa cuestión.

– ¿Qué les parece si encendemos el gramófono y ponemos algún disco de Raquel Meller? -preguntó en voz alta, con aquel ligero acento suyo.

No hizo falta más. El entusiasmo recorrió a los invitados que lanzaron exclamaciones de júbilo y se precipitaron, poco después, a bailar alegremente los mejores cuplés de la artista. Fue entonces cuando empecé a sentir el cansancio del día, aunque mejor sería decir la extenuación. De repente estaba agotada hasta el punto de no poder mantenerme en pie, así que, cuando le llego el turno a La Violetera y todos empezaron a cantar a voz en cuello aquello de «Llévelo usted, señorito, que no vale más que un real», decidí que era hora de marcharme. Recogí a Fernanda, que seguía de cháchara con el padre Castrillo, y nos despedimos del cónsul y de su esposa, dándoles las gracias por todo y asegurándoles que volveríamos a visitarles antes de marcharnos de China.

Mientras cruzábamos el jardín en dirección a la calle empecé a sentir una cierta preocupación por lo que me había dicho Tichborne. ¿De verdad ahí afuera había secuaces de la Banda Verde? Daba un poco de miedo pensarlo. Cuando dejamos atrás las verjas, miré disimuladamente en todas direcciones pero sólo vi un par de menudas viejecitas harapientas vencidas bajo el peso de los cestos que acarreaban con las pingas y unos cuantos culíes dormitando en sus vehículos a la espera de clientes. El resto eran europeos. En cualquier caso, esa noche haría que todos los criados, sin excepción, se quedaran de vigilancia tras asegurar bien las puertas.

Fernanda y yo montamos en los rickshaws escuchando todavía, en la distancia, la voz aguda de la Meller que llegaba a través de las ventanas del consulado y lo cierto es que resultaba una experiencia extravagante en aquel decorado oriental. Tiempo después, cuando escuché los insufribles maullidos de gato que los celestes consideran el más exquisito de los cantos operísticos descubrí que la Meller tenía, en realidad, una voz realmente hermosa.