El tiempo de los relatos de Onetti es también un recurso que determina el conjunto. El narrador se permite cualquier libertad con él. Y puesto que sabemos que conoce perfectamente la totalidad de la historia, que nos es presentada mediante los signos de esta totalidad, no nos sorprenden las revelaciones sólo parciales. El misterio encerrado en la caja de sorpresas -que son sus relatos- deriva precisamente del efecto de “ocultación”. En “El perro tendrá su día”, por ejemplo, y sólo a través de la descripción elabora Onetti efectos de orden temporal cuyo subrayado por nosotros es ya elocuente. ¿Quién sino el autor domina en su totalidad el efecto temporal? ¿Quién sino él puede pasar del “dijo” al “había sido dicho”?: “Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas excesivas en terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña…” Las relaciones amorosas constituyen con frecuencia el centro de la atención de los relatos de Onetti. Tales relaciones son complejas, equívocas y, a menudo, fatales. La oposición amor/odio es permanente. Y en tales historias el tiempo actúa siempre con su fatigoso piquete demoledor. Si en “El perro tendrá su día” el odio aparece ya desde “la extravagante noche de bodas”, en “El infierno tan temido” la mujer le hace llegar fotografías pornográficas en un acto repetido de amor: “Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.” Este amoroso odio ha sido modificado también por el tiempo: “…iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires”. Estas fotografías no son sino imágenes que cobran importancia por sus efectos escandalosos en los “otros”. La mujer, consciente de la ajena presencia invisible, intenta destruir al hombre. Pero el hombre no atiende a los efectos de la imagen en los otros. Sólo es sensible en la hija. El tiempo le permite descubrir el secreto a la mujer que, como en buena parte de las narraciones de Onetti, adquiere caracteres destructivos. El tiempo implacable destruye la imagen del amor y pervierte lo femenino. Sólo las adolescentes de las narraciones de Onetti patentizan el atractivo del amor. Las mujeres cuando han atrapado al hombre y comienzan su lenta aniquilación merecen la muerte de “El perro tendrá su día”. Aquí el diálogo entre el comisario y el asesino, al margen del simbolismo moral que encierra, revela la constante que actúa casi como fijación erótica: “Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas.” “Bienvenido, Bob”, “La casa de la desgracia” y “Nueve de Julio”, por ejemplo, coinciden en el deseo del hombre maduro hacia la adolescente. El hombre no busca en ella el amor correspondido; plasma muchas veces una inaprensible imagen, del mismo modo que algunos personajes se imaginan en situaciones ideales: “Habíamos ido de Nueva York a San Francisco -por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol, y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Lima-, acabábamos de “llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”. Se trata del relato dentro del relato y la fabuladora no queda lejos de la protagonista de Las mil y una noches. También aquí se retiene al hombre no sólo por el amor sino por el poder de la imaginación, canto de sirena en el que “el viaje” juega su más importante función. En “Nueve de Julio”, como expresamente indica Onetti, la adolescente aparece: “rodeada y cargada con la aventura y temía al fracaso como a una herida”. La muchacha encierra un misterio cuyo descubrimiento puede resolverse en la violencia, como le sucede también al narrador de “La cara de la desgracia”, ahora en primera persona: “Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo. De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes, acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.” El demonio que se encierra en la mente del hombre maduro altera la realidad. El yo que narra es también el yo que puede llegar al crimen; pero la adolescente es un resumen de lo que puede desearse en un amor, en el que la mujer actúa pasivamente, deformada imagen del protagonista que observa. Sólo al final del relato sabremos de la sordera de la joven. Es un defecto físico invisible quien confiere mayor misterio a la atención de la joven hacia el hablante, falsa imagen que perturba al narrador. El mismo tema de la adolescente asesinada había sido ya tratado en otro cuento anterior, “La larga historia”, de 1944. La coincidencia y algunos fragmentos idénticos, revelan la perduración de temas en los cuentos de Onetti.
En “el álbum”, los papeles se truecan y es ahora el “yo” adolescente, el narrador; y la mujer, quien encierra todas las experiencias. La “aparición” de la mujer mantiene, también aquí, el necesario misterio que modifica una realidad aparentemente banal. Se nos presenta de forma indirecta: “Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esta valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.” Una vez más Onetti recurre al sistema de desvelar sólo parcialmente lo que sabe. Y a recorrer un tiempo del que es el único dueño y señor: “Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después” y aún más adelante: “La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro.” No se produce tampoco aquí la casi imposible comunicación amorosa. El amor es solamente un deseo. Y la auténtica comunicación entre los personajes es, como antes señalamos, la imaginación compartida; es, también, la “incitación al viaje”. El adolescente busca en la mujer madura no el placer, sino una experiencia de la vida. Ella significa la huida sin peligros y, fundamentalmente, la libertad. Con su desaparición el mundo imaginado se tambalea. Era necesario comprobar su existencia real o una reconfortante realidad que le viene de revolver en su baúl, de “un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M.” Así se justifica al fin la historia y recobra su validez, puesta poco antes en entredicho. No hay en la narración el “dolorido sentir” por la pérdida amorosa. Al fin y al cabo, el autorretrato del narrador nos permite dramatizar una situación dada su cínica filosofía vital: “mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez”.
El “yo” que narra puede también ser culpable. Y puede serlo, principalmente, por una cierta falta de experiencia o por la crueldad e indiferencia hacia el dolor ajeno. El adolescente de “El álbum” pasa a convertirse en un ser culpable en “Esbjerg, en la costa”. Nuevamente aquí la “invitación al viaje” viene de la mano de otra mujer, “engordada en la ciudad y el ocio”. Un hecho desencadenante, la nostalgia de Kirsten por Dinamarca, será el débil hilo conductor de la narración. Pero interviene la capacidad fabuladora de Onetti que sitúa en un primer plano la relación entre el narrador y el marido de Kirsten. Esta aparece nuevamente como “muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo”, o también “Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa”. Elementos de un realismo poco acorde con la pasión que puede despertar tradicionalmente la figura literaria de la mujer configuran el acto de Montes, el marido corredor de apuestas. Pero conviene poner de relieve la relación que se establece entre el narrador y Montes: “Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas palabras, y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez tenía yo el capricho de ordenarle hacerlo. Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la alusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentimiento de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces.” Se establece así una relación característica de humillación de carácter durativo. No es una sola humillación, un acto; sino un estado continuado. De esta forma se refuerza la culpabilidad del “yo” narrador, ya que, aun estando en principio de acuerdo con la culpabilidad de Montes (sin conocer las verdaderas razones que le llevaron a cometerlo, es decir, sin conocer la historia), el hecho no deja de ser despreciable en sí mismo. Pero la condena moral aumenta al analizar el narrador las motivaciones de Montes y al aparecer junto a él la figura nada idealizada de una Kirsten vencida por la nostalgia de su país, por sus propios orígenes. Entre Montes y Kirsten, sin embargo, tampoco se establecen auténticas relaciones de comprensión. Seres aislados, viven sus personales historias sin quejas. Montes la acompaña hasta el muelle y, desde allí, observan los buques que ella no llegará a tomar: “miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar”. La narración en tercera persona ha ido desapareciendo (tras sustituir el “yo” culpable) para llegar al significativo final. No se disimula la presencia del autor, no sólo omnisciente, sino intérprete de una realidad construida y tejida de inmoralidades. E! lector no puede tampoco aceptar sin inquietud ni la injusticia del “yo” narrador, ni la que la sociedad establece al no permitir que Kirsten retorne al paisaje natal (al mundo de la infancia), ni la falta de comunicación que impide construir una racional coexistencia en la pareja. Lo negativo -una realidad de carencias- permanece en la narración por encima de cualquier circunstancia. No podemos dejar de compartir con el autor la última conclusión de orden moral emparentada con la literatura existencial: la soledad de todos.