L a vida es como una gran carrera ciclista, cuya meta es cumplir la Leyenda Personal. A la salida estamos juntos, compartiendo camaradería y entusiasmo. Pero a medida que la carrera se desarrolla, la alegría inicial da lugar a los verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas en cuanto a la propia capacidad. Nos damos cuenta de que algunos amigos desistieron del desafío; todavía están corriendo, pero simplemente porque no pueden parar en medio de una carretera. Son numerosos, pedalean al lado del coche de apoyo, conversan entre ellos, y cumplen una obligación. Acabamos por distanciarnos de ellos, y entonces nos vemos obligados a enfrentarnos a la soledad, a sorpresas en las curvas desconocidas, a problemas con la bicicleta. Finalmente nos preguntamos si vale la pena tanto esfuerzo. Sí, vale la pena. Simplemente es no rendirse.

M aestro y discípulo caminan por los desiertos de Arabia. El maestro provecha cada momento del viaje para instruir al discípulo sobre la fe. -Confía tus cosas a Dios -dice él-; Dios jamás abandona a sus hijos. De noche, al acampar, el maestro pide al discípulo que ate los caballos a una roca cercana. Él va hasta la roca, pero recuerda las enseñanzas del maestro: «Me está poniendo a prueba -piensa-. Debo confiar los caballos a Dios.» Y deja los caballos sueltos. Por la mañana, el discípulo descubre que los animales han huido. Enfadado, busca al maestro. -No sabes nada sobre Dios -protesta-. Le encomendé a Él el cuidado de los caballos. Y los animales no están allí. -Dios quería cuidar de los caballos -responde el maestro-. Pero, en aquel momento, necesitaba tus manos para atarlos.

– T al vez Jesús haya enviado a alguno de sus apóstoles al infierno para salvar almas -dice John-. Incluso en el infierno, no todo está perdido. La idea sorprende al viajero. John es bombero en Los Ángeles y es su día libre. -¿Por qué dices esto? -pregunta. -Porque he experimentado el infierno aquí en la tierra. Entro en edificios en llamas, veo a personas desesperadas intentando salir, y muchas veces he llegado a arriesgar mi vida para salvarlas. No soy más que una partícula en este universo inmenso, forzado a comportarme como un héroe en medio de los muchos infiernos de fuego que conozco. Si yo, que no soy nada, puedo comportarme así, ¡imagina lo que Jesús debe de hacer! Con certeza, algunos de Sus apóstoles están infiltrados en el infierno, salvando almas.

D ice el maestro: Gran parte de las civilizaciones primitivas acostumbraban a enterrar a sus muertos en posición fetal. «Nace a una nueva vida, así que vamos a colocarlo en la misma posición que estaba cuando vino a este mundo», comentaban. Para estas civilizaciones, en constante contacto con el milagro de la transformación, la muerte era simplemente un paso más en el largo camino del universo. Poco a poco, el mundo fue perdiendo esa suave visión de la muerte. Pero no importa lo que pensamos, lo que hacemos o en qué creemos: todos moriremos algún día. Es mejor hacer como los viejos indios yaquis: usar la muerte como una consejera. Preguntarse siempre: «Ya que voy a morir, ¿qué debo hacer ahora?»

L a vida no es pedir ni dar consejos. Si necesitamos ayuda, es mejor ver cómo los demás resuelven, o no, sus problemas. Nuestro ángel está siempre presente, y muchas veces usa los labios de alguien para decirnos algo. Pero esta respuesta nos viene de manera casual, generalmente cuando, a pesar de estar atentos, no dejamos que nuestras preocupaciones turben el milagro de la vida. Dejemos que nuestro ángel hable de la manera en que está acostumbrado, cuando crea que es necesario. Dice el maestro: Los consejos son la teoría de la vida; la práctica, en general, es muy diferente.

U n padre de la Renovación Carismática de Río de Janeiro iba en un autobús, cuando escuchó una voz que decía que debía levantarse y predicar la palabra de Cristo allí mismo. El padre comenzó a hablar con la voz: -Van a pensar que soy ridículo, éste no es lugar para sermones. Pero algo dentro de él insistía, era preciso hablar. -Soy tímido, por favor, no me pidas esto -imploró. El impulso interior persistía. Entonces se acordó de su promesa, aceptar todos los designios de Cristo. Se levantó, muñéndose de vergüenza, y empezó a hablar del Evangelio. Todos escucharon en silencio. Él miraba a cada pasajero, y pocos desviaban los ojos. Dijo todo lo que sentía, terminó el sermón y se sentó de nuevo. Hasta hoy no sabe qué misión cumplió en aquel momento. Pero tiene la absoluta certeza de que cumplió una misión.

U n hechicero africano conduce a su aprendiz por el bosque. Aunque más viejo, camina con agilidad, mientras que su aprendiz resbala y cae a cada momento. El aprendiz blasfema, se levanta, escupe en el suelo traicionero y sigue acompañando a su maestro. Después de una larga caminata, llegan a un lugar sagrado. Sin parar, el hechicero da media vuelta y comienza el viaje de regreso. -No me ha enseñado nada hoy -dice el aprendiz, cayendo una vez más. -Sí que te he enseñado, pero parece que no aprendes -responde el hechicero-. Intento enseñarte cómo lidiar con los errores de la vida. -¿Y cómo se lidia con ellos? -Como deberías lidiar con tus caídas -responde el hechicero-. En vez de maldecir el lugar en el que caíste, deberías buscar aquello que te hizo resbalar.

U na tarde, en el monasterio de Sceta, el padre Pastor recibió la visita de un ermitaño. -Mi orientador espiritual no sabe cómo dirigirme -dijo el recién llegado-.¿Debo dejarlo? El padre Pastor no dijo nada, y el ermitaño volvió al desierto. Una semana después fue a visitar al padre Pastor otra vez. -Mi orientador espiritual no sabe cómo dirigirme -dijo-. He decidido dejarlo. -Estas son unas sabias palabras -respondió el padre Pastor-. Cuando un hombre nota que su alma no está contenta, no pide consejos; toma las decisiones necesarias para preservar su camino en esta vida.

U na joven se acerca al viajero. -Quiero contarle algo -dice-. Siempre creí que tenía el don de la curación, pero no tenía el coraje de intentarlo con nadie. Hasta un día que mi marido tenía mucho dolor en la pierna izquierda, no había nadie cerca para ayudarlo y yo decidí, muerta de vergüenza, poner mis manos sobre su pierna, y rogar que cesase el dolor. Actué sin creer que podría ayudarlo, hasta que lo escuché rezando: «Señor, haz que mi mujer sea capaz de ser mensajera de Tu Luz, de Tu Fuerza», decía él. Mi mano empezó a calentarse, y los dolores en seguida cesaron.»Después le pregunté por qué había rezado de aquella manera. Me respondió que fue para darme confianza. Hoy soy capaz de curar, gracias a aquellas palabras.

E l filósofo Aristipo cortejaba el poder de la corte de Dionisio, tirano de Siracusa. Una tarde encontró a Diógenes preparándose un pequeño plato de lentejas. -Si halagases a Dionisio, no te verías forzado a comer lentejas -dijo Aristipo. -Si tú supieses comer lentejas, no te verías forzado a halagar a Dionisio -respondió Diógenes. Dice el maestro: Es verdad que existe un precio para todo, pero ese precio es relativo. Cuando perseguimos nuestros sueños, podemos dar la impresión a los demás de que somos miserables e infelices. Pero lo que los demás piensan no importa: lo que importa es la alegría de nuestro corazón.

U n hombre que vivía en Turquía oyó hablar de un gran maestro que moraba en Persia. Sin dudarlo, vendió todas sus cosas, se despidió de la familia, y se fue en busca de la sabiduría. Después de viajar durante años, consiguió llegar a la cabaña en la que vivía el gran maestro. Lleno de terror y de respeto, se acercó y llamó. El gran maestro abrió la puerta. -Vengo de Turquía -dijo-. Hice todo este viaje sólo para hacerte una pregunta. El viejo lo miró, sorprendido: -Está bien. Puedes hacer sólo una pregunta. -Necesito ser claro en mi pregunta; ¿puedo preguntar en turco? -Sí -dijo el sabio-, y ya he respondido a tu única pregunta. Cualquier otra cosa que quieras saber, pregúntasela a tu corazón; él te dará la respuesta. Y cerró la puerta.

D ice el maestro: La palabra es poder. Las palabras transforman al mundo y al hombre. Todos hemos oído decir alguna vez: «No se debe hablar de las cosas buenas que nos ocurren, pues la envidia ajena destruirá nuestra alegría.» Nada de eso: los vencedores hablan con orgullo de los milagros de sus vidas. Si pones energía positiva en el aire, atrae más energía positiva, y alegra a aquellos que realmente te quieren bien. En cuanto a los envidiosos, a los derrotados, sólo podrán causarte algún daño si les das ese poder. No temas. Habla de las cosas buenas de tu vida para quien quiera oírlas. El Alma del Mundo tiene una gran necesidad de tu alegría.

H abía un rey en España que estaba muy orgulloso de su lenguaje, y que era conocido por su crueldad con los más débiles. Una vez, caminaba con su comitiva por un campo de Aragón donde, años antes, había perdido a su padre en una batalla. Allí encontró a un hombre santo removiendo una enorme pila de huesos. -¿Qué haces ahí? -preguntó el rey. -Honrada sea vuestra majestad -dijo el hombre santo-. Cuando supe que el rey de España iba a pasar por aquí, decidí recoger los huesos de vuestro padre fallecido para entregároslos. Sin embargo, por más que busco, no consigo encontrarlos: son iguales que los huesos de los campesinos, de los pobres, de los mendigos y de los esclavos.

D el poeta norteamericano Langston Hughes: «Yo conozco los ríos.»Yo conozco ríos tan antiguos como el mundo, y más viejos que el flujo de la sangre en las venas humanas.»Mi alma es tan profunda como los ríos.»Yo me bañé en el Eufrates, en la aurora de la civilización.»Yo construí mi cabaña a orillas del Congo, y sus aguas me cantaron una canción de cuna.»Yo vi el Nilo, y construí las pirámides.»Yo escuché el canto del Mississippi cuando Lincoln viajó hasta Nueva Orleans, y vi sus aguas volverse doradas al atardecer.»Mi alma se volvió tan profunda como los ríos.»

– ¿Q uién es el mejor en el uso de la espada? -preguntó el guerrero. -Ve hasta el campo cerca del monasterio -dijo el maestro-. Allí hay una roca. Insúltala. -¿Por qué debo hacerlo? -preguntó el discípulo-. ¡La roca jamás me responderá! -Entonces, atácala con tu espada -dijo el maestro. -Tampoco voy a hacer eso -respondió el discípulo-. Mi espada se rompería. Y si la ataco con mis propias manos, me haré daño en los dedos sin conseguir nada. Mi pregunta era otra: ¿quién es el mejor en el uso de la espada? -El mejor es el que se parece a la roca -dijo el maestro-. Sin desenvainar la hoja, es capaz de demostrar que nadie conseguirá vencerla.

E l viajero llega a la aldea de San Martín de Unx, en Navarra, y consigue localizar a la mujer que guarda la llave de la hermosa iglesia románica, en el pueblo casi en ruinas. Muy gentilmente, ella sube las callejuelas estrechas y abre la puerta. La oscuridad y el silencio del templo medieval conmueven al viajero. Conversa un poco con la mujer, y en un determinado momento comenta que, a pesar de ser mediodía, poco se puede ver de las bellísimas obras de arte que hay allí dentro. -Sólo podemos ver los detalles al amanecer -dice la mujer-. Cuenta la leyenda que esto era lo que los constructores de esta iglesia nos querían enseñar: que Dios busca siempre el momento oportuno para mostrarnos su gloria.