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A esto se debía que yo estuviese todavía libre. Pronto saldrían de su error y entonces yo sería buscado y cazado implacablemente.

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Había llegado a lo más bajo. El suelo de la zanja, lleno de basuras, de sabandijas e inmundicias, no era aún lo suficientemente bajo en el nivel de degradación a que puede ser sometido un hombre perseguido.

Pero habría más. El descenso no había terminado.

Simplemente no existe en el mundo una suerte de extremo sufrimiento moral que pueda acabar con uno.

Era algo más allá del fin de todo. El límite de la vida física es despreciable. Hay un momento en que la delgada línea que separa la dignidad de la depravación, que separa la vida de la muerte, se borra y desaparece.

No vivimos otra vida que la que nos mata, solía decir el maestro Gaspar Cristaldo.

Había llegado… ¿cómo decirlo?… a algo más allá de todo lo que pudiera tener algún sentido, alguna razón, por delirante que fuese, para que un hombre en mi situación pudiera justificar el que no estuviese muerto.

Nadie puede calentarse al rescoldo de la luna.

No tenía a nadie a quien confiarme porque en el fondo no tenía nada que confiar. Antes de entrar en la lucha clandestina había escrito relatos y novelas mediocres. Lo que estaba viviendo ahora no era sino una mala repetición de lo ya escrito.

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Poco a poco empecé a ver en lo alto de las barrancas una ciudad de juguete.

La mole roja del Palacio de Gobierno, sus cuatro minaretes mozárabes, el Cabildo colonial, las dos torres de la catedral, el vasto edificio en cuadro de la Escuela Militar, las columnas plateadas de los radares del Correo. Parecían a punto de desmoronarse sobre la hondonada.

Sobrepasado el fin de todo, ¿había que seguir hasta la última supuración de la voluntad?

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La dueña del rancho me hizo entender que debía cambiar mis harapos carcelarios por una vestimenta menos «entregadora» -dijo en guaraní-, si pretendía continuar huyendo. Traía en sus manos una casaca y pantalón negros, lavados y planchados prolijamente. Se asemejaban a un hábito religioso.

Lo desdoblé. En la lustrina oscura vi dos o tres halos como de manchas de sangre borradas con agua y jabón.

Sólo entonces reconocí de golpe el disfraz de pastor menonita de Pedro Alvarenga, ultimado en el avión en que viajaba de incógnito desde Brasil para ejecutar el atentado magnicida.

Reconocí a su madre, reconocí el rancho donde se había realizado el velorio.

– Pedro y usted fueron muy compañeros -murmuró la madre-. Mucho le quería a usted.

Me tendió el indumento eclesiástico. Yo no sabía qué decir. Contemplaba esa ropa, ese disfraz que no ocultó a Pedro, que no le salvó de la muerte atroz que le infligieron en el aeropuerto ante millares de testigos.

Pasaba tontamente mis dedos por las aureolas cenicientas, por las rejillas casi invisibles de zurcidos y remiendos como si a través de ellos pudiera tocar el cuerpo y la sangre de Pedro.

– Póngase esta ropa. Tal vez a usted le dé más suerte que a él…

La voz de la anciana, de la que toda emoción había huido, era seca y firme. El vello canoso y espeso que recubría su labio superior le hacía aparecer en la penumbra como una mujer sin labio.

Ese hueco en medio de la cara le daba una fisonomía irreal. A la vez cadavérica y llena de vida.

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La anciana se corrió discretamente hacia el exterior del rancho. Me vestí el atuendo con la sensación de estar profanando algo sagrado.

Pedro y yo teníamos la misma estatura y talla.

Sólo faltaba el chambergo de fieltro. Me toqué vagamente la cabeza.

La madre me tendió un sombrero de paja, el que usaba Pedro cuando trabajaba en Vialidad y era secretario de la Confederación de Trabajadores, mientras yo trabajaba como empleado en el Banco de Londres y dirigía el periódico del gremio de los bancarios.

Me encasqueté el sombrero y también me vino justo.

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Cuando me integré al grupo armado de Pedro, fue en ese banco donde, junto con él y otros diez compañeros, cometimos el primer atraco para reunir fondos en favor de la causa. Fue el más fácil. Un paseo por el subsuelo enrejado del tesoro con las puertas de par en par abiertas.

Nos cansamos de cargar bolsas con dinero. El sonado hold-up no dejó ningún rastro.

Quedó en el misterio de los enigmas policiales no resueltos.

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En una cadena de sustituciones, yo estaba disfrazado ahora de Pedro Alvarenga. Este disfraz trazaba hasta el fin, entre Pedro y yo, dos destinos simétricos que se continuaban.

Me tocaba ahora aceptar este albur de evasión, que en lo íntimo de mí rechazaba con todas mis fuerzas.

Siempre había rehuido lo simétrico. No sólo porque expresa la idea de lo completo, que no existe, sino también porque representa una repetición.

Pedro era único. Yo lo repetía. Hacía inútil su sacrificio y sellaba el mío con el disfraz de una falsa identidad.

El ácido, el cumplido tumor seguía llenando mi vacío.

La madre de Pedro me trajo un pastel mandió, envuelto en papel de astrasa. Me indicó con un gesto la dirección de la estación central del ferrocarril y me extendió unos billetes arrugados y húmedos, acaso los únicos que tenía. Ante mi muda negativa, me los metió en el bolsillo de la chaqueta con sus dedos corrugados y enérgicos.

Miré a la anciana erguida delante de mí. El labio superior cubierto de vello canoso tembló ligeramente.

El hueco oscuro de la boca se movió en una orden.

– No vaya a la estación. Debe tomar el camino hacia la catedral. Doble después hacia el desvío, hasta el Parque Caballero, donde el tren se para a cargar leña. Pague el pasaje al guarda del tren. Adiós, mi hijo…

Besé la mano callosa, los cabellos agrios y duros. Me alejé con la cabeza gacha sin volver la vista.

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El viento de la calle me refrescó la frente. Me crucé con gente conocida que no mostró el menor indicio de reconocerme.

Me invadió una indefinible sensación de seguridad y al mismo tiempo de total desvalimiento.

Era un extraño, incluso para mí. Sólo tenía un cuerpo aparente, cubierto por el traje de quien con él dejó la vida.

La madre de Pedro no me lo cedía en préstamo. Me uncía a un destino. Me paría con ese disfraz como volviendo a dar vida al hijo sacrificado.

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Tenía razón la anciana: la única vía de escape, remotamente posible, hacia la frontera argentina, era el centenario ferrocarril.

Hacía el viaje de Asunción a Encarnación en tres días, abarrotado de mujeres revendedoras, de viejos agricultores lisiados que volvían del hospital a sus pueblos, o como yo, de la cárcel hacia ninguna parte.

Los agentes e informantes de la Secreta bullían y espiaban en todas partes. Pero no iban a buscarme en el apelmazamiento de escoria humana que viaja en el tren; que no tiene dinero para pagar el pasaje en los rápidos autobuses o en los mixtos de pasajeros y carga.

Por lo demás, ya estaba bastante desfigurado. Quería probar, como parte del macabro juego, hasta qué punto mi nueva identidad de sobreviviente desconocido me amparaba del escrutinio policial. Sólo tenía que hacer ahora lo que no hizo Pedro. No llamar la atención. Comportarme con toda naturalidad. Ser un ciudadano común. Igualarme y sumirme por lo bajo en la masa gregaria.

Repasé mentalmente la lengua que había perdido en el extranjero. Me escuché hablando corrientemente en guaraní. Siete años de cárcel me habían hecho recuperar la fluidez del habla natal con sus diecisiete dialectos regionales. El labio leporino por el tajo de la piedra, apenas cicatrizado, me ayudaba a deformar la voz y el acento con la típica entonación del guaraní del Guaira. Mi origen campesino me permitía lograrlo sin el menor esfuerzo.

Los trabajos forzados en la cantera de Tacumbú endurecieron mis manos y mis pies dándoles la consistencia callosa y anónima de los pies del pynandí.

Más que su cara, que tapa el aludo sombrero caranda'y, son las manos y los pies la verdadera fisonomía del campesino agricultor.

Me había convertido, al menos en los signos exteriores, en un auténtico campesino descalzo, salvo el elemento extraño de esa chaqueta de misionero chaqueño que desentonaba terriblemente en mi aspecto.

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Arrojé el pastel de mandioca a medio comer en un baldío. Me limpié las manos grasientas en la chaqueta, me la saqué y la escondí en la maleza como quien arrastra y esconde el cuerpo de un hombre acabado de matar.

El cuerpo de Pedro, dos veces muerto.

Escuché algo como el vagido de un niño de corta edad. El vagido parecía brotar de la chaqueta. Me incliné a escrutarla.

Junto a ella se removía un pequeño bulto envuelto en papel de diarios viejos.

Lo levanté y hurgué entre los pliegues húmedos. Era efectivamente el diminuto cuerpo de un recién nacido que agonizaba de hambre y de frío. Lo envolví en la chaqueta y salí a escape de ese baldío, mojado de sudor y por el pis del niño.

No podía alimentar ni llevar conmigo al pequeño expósito. Hice lo que leí en novelones o vi en películas lacrimógenas. Deposité el bultito en el torno de un convento.

Reconocí el convento y colegio de la Providencia donde se educan las niñas de la mejor sociedad asunceña.

Tiré varias veces la cuerda de la campanilla, con tal fuerza que el aro se desprendió de la cuerda. Me alejé corriendo y me desvanecí en una esquina.

Esas bellas muchachas cuidarán del expósito. Lo convertirán en mascota del colegio… -me exculpé.

La chaqueta eclesiástica, pensé con insidia, va a dar qué pensar a la madre superiora sobre el origen paternal del recién nacido.

27

Escuché la voz de la anciana que me llamaba con el nombre de su hijo.

Me volví. No vi a nadie.

Sólo el aroma de los lapachos en flor llenaba la callejuela de tierra cuajada de sol. Oí su risa cascada y metálica con un retintín de ironía. No conocía su risa. Pero era la suya, sin duda.

¿Se burlaba de mí?

Podía ser un engaño de mis sentidos. Había algo de incoherente y absurdo en esa risa.

La risa de una anciana resulta siempre perturbadora porque es inclemente y aislada. No procede del humor sino del pavor, de la desesperación, de la angustia extrema que sólo una anciana puede experimentar por poderoso y estoico que sea su espíritu.