Paul tenía los músculos del cuello tan tensos que le costaba hablar:
– Tú lanza la orden de búsqueda.
– Eso está hecho. ¿Algo más?
– No. Ve a ver a Bomarzo, el juez que se encarga de los homicidios. Le pides una orden de registro de Empresas Matak.
– ¿Yo? ¿No sería mejor que fuera usted quien…?
– Le dices que te mando yo. Que tengo pruebas.
– ¿Pruebas?
– Un testigo ocular. Llama también a Matkowska y pídele las fotos de Nemrut Dag.
– ¿De quién?
Una vez más, Paul deletreó y le explicó al teniente de qué iba el asunto.
– Que te diga si el nombre de Akarsa ha aparecido entre los visados. Luego, lo reúnes todo y corres a ver al juez.
– ¿Y si me pregunta dónde está usted?
Paul dudó.
– Le das este número -respondió, y le dictó el teléfono de Olivier Amien.
Que se apañen entre ellos, se dijo cortando la comunicación. Tenía a la vista el puente de Saint-Cloud.
Las tres y media.
El sol inundaba el boulevard de la République, enroscado en torno a la colina sobre la que se alza Saint-Cloud. Era un día de auténtico esplendor primaveral, propicio ya a los hombros desnudos y las poses lánguidas en las terrazas de los bares. Lástima: para el último acto, habría preferido un cielo cargado de amenazas. Un firmamento apocalíptico, desgarrado por relámpagos y negro como el carbón.
Mientras subía por el bulevar, se acordó de la visita al depósito de cadáveres de Garches en compañía de Schiffer. ¿Cuántos siglos habían pasado desde aquel día,
Una vez en lo alto de la colina, descubrió una ciudad de calles tranquilas y pulcras. La flor y nata de los barrios residenciales. Un pequeño concentrado de vanidad y riqueza dominando el valle del Sena y la «ciudad baja».
Paul estaba tiritando. La premura, el cansancio y los nervios. Breves eclipses le nublaban la vista. Estrellas negras le golpeaban el fondo de las órbitas. No aguantaba sin dormir; era una de sus debilidades. Nunca había aguantado, ni siquiera de niño, cuando acechaba el regreso de su padre, paralizado por la angustia.
Su padre. La imagen del viejo empezó a confundirse con la de Schiffer, los desgarrones del asiento del taxi con las heridas del cadáver cubierto de ceniza…
Lo despertó un bocinazo. El semáforo estaba en verde. Se había adormilado. Arrancó con rabia y al fin consiguió encontrar la rue des Chênes.
Redujo la velocidad y siguió avanzando en busca del número 37. No veía las casas, ocultas tras muros de piedra o hileras de pinos; zumbaban los insectos; toda la naturaleza parecía aletargada bajo el sol de primavera.
Encontró sitio para aparcar justo delante del 37, un portón negro en una tapia encalada.
Se disponía a llamar cuando advirtió que la puerta estaba entreabierta. Una señal de alarma se encendió en su cerebro. Aquello no encajaba con la atmósfera de desconfianza que se respiraba en el barrio. Instintivamente, Paul despegó la cinta de velcro que cerraba su pistolera.
El jardín de la propiedad no tenía nada de particular. Parterres de césped, árboles grises, un sendero de gravilla… Al fondo se alzaba la casa, de aspecto sólido, paredes blancas y contraventanas negras. Pegado al edificio había un garaje de dos o tres plazas con puerta basculante.
No salieron a recibirlo ni perros ni criados. En el interior tampoco se apreciaba el menor movimiento.
La señal de alarma aumentó de tono.
Subió los tres escalones que conducían al porche y advirtió otra disonancia: una ventana rota. Tragó saliva y, muy lentamente, desenfundó el 9 milímetros. Empujó la hoja y pasó una pierna por encima del alféizar procurando no pisar los cristales del interior. A un metro a su derecha estaba el vestíbulo. El silencio envolvía todos sus movimientos. Paul dio la espalda a la entrada y avanzó por el pasillo.
A la izquierda había una puerta entreabierta con una placa que decía: SALA DE ESPERA. Un poco más adelante, a la derecha, había otra abierta de par en par. La consulta del cirujano, sin duda. Primero se fijó en la pared de aquella habitación, revestida de material insonorizarte, planchas de yeso y paja mezclados.
Luego, en el suelo. Estaba cubierto de fotografías: rostros femeninos vendados, tumefactos, surcados de costurones… La confirmación definitiva de sus sospechas: alguien había allanado la vivienda para buscar algo.
Paul oyó un crujido al otro lado de la pared.
Se detuvo en seco y apretó la mano sobre el arma. En ese instante, comprendió que solo había vivido para ese momento. Ya no importaba lo que durara su vida; no importaban las alegrías, las esperanzas, las decepciones del pasado. Ahora lo único que contaba era su valor, su heroísmo. Paul comprendió que los próximos segundos darían todo su sentido a su paso por la tierra. Unos gramos de coraje y honor en la balanza de las almas…
Iba a abalanzarse sobre la puerta cuando el tabique voló en mil pedazos.
Paul salió despedido contra la pared de enfrente. En un abrir y cerrar de ojos, el pasillo se llenó de fuego y humo. Apenas le había dado tiempo a ver un agujero del tamaño de un plato, cuando otros dos proyectiles destrozaron el material aislante. La paja prendió y el pasillo se transformó en un túnel de fuego.
Paul se acurrucó en el suelo. Bajo la lluvia de paja y cascotes de yeso, el calor de las llamas le abrasaba la nuca.
Casi al instante se hizo el silencio. Paul levantó la cabeza. Frente a él no había más que un montón de escombros que permitía ver la consulta en su totalidad.
Estaban allí.
Tres hombres vestidos con monos negros, con la cabeza oculta bajo pasamontañas de comando y el cuerpo ceñido con cartucheras. Empuñaban sendos fusiles lanzagranadas modelo SG 5040. Paul solo los había visto en catálogos, pero estaba seguro.
A los pies de los sicarios, el cadáver de un hombre en bata. Frédéric Gruss, asumiendo los últimos riesgos de su profesión.
Por puro reflejo, Paul buscó la Glock. Pero era demasiado tarde. La sangre que le manaba del vientre trazaba meandros rojos por los pliegues de su chaqueta. No sentía dolor, así que dedujo que estaba herido de muerte.
Paul oyó crujidos a su izquierda. Aunque le zumbaban los oídos, percibía con una claridad irreal unos pasos que avanzaban hacia él aplastando los cascotes.
En el hueco de la puerta apareció otro hombre. La misma figura negra, encapuchada y enguantada, pero sin fusil.
El hombre se le acercó y observó la herida. Luego, con un solo gesto, se arrancó el pasamontañas. Tenía el rostro totalmente cubierto de pintura. Los trazos y las curvas que le cubrían la piel representaban la cabeza de un lobo. Los bigotes, las mandíbulas, los ojos manchados de negro… Una máscara dibujada sin duda con henna, que sin embargo recordaba a los guerreros maoríes.
Paul reconoció al hombre de la fotografía: Azer Akarsa. Tenía una polaroid entre los dedos: un óvalo pálido enmarcado por mechones negros. Anna Heymes, recién operada.
Ahora los Lobos podrían encontrar a su Presa.
La caza continuaría. Pero sin él.
El Turco se arrodilló.
Miró a Paul a los ojos y, con voz suave, dijo:
– La presión las vuelve locas. La presión hace desaparecer su dolor. La última cantaba con la nariz cortada.
Paul cerró los ojos. No entendía el significado exacto de aquellas palabras, pero estaba seguro de algo: aquel hombre sabía quién era y ya estaba informado de la visita de Naubrel a su laboratorio.
Como iluminados por relámpagos, Paul vio las heridas de las víctimas, los cortes de sus rostros. Un elogio de la escultura antigua, firmado por Azer Akarsa.
Sintió que los labios se le llenaban de espuma: la sangre. Cuando volvió a abrir los ojos, el Lobo asesino le apuntaba a la frente con un calibre 45.
Su último pensamiento fue para Céline.
Sentía no haber podido llamarla antes de que se fuera al cole.