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Se casaron en Portugal, cerca de Oporto, en el pueblo natal de Reyna. Primero, en la alcaldía comunista; luego, en una pequeña iglesia. Un sincretismo de fe, socialismo y sol. Uno de los mejores recuerdos de Paul.

Los meses que siguieron fueron los más felices de su vida. Paul no dejaba de maravillarse. Reyna le parecía desencarnada, inmaterial; luego, un instante después, un gesto, una expresión, le daban una presencia, una sensualidad increíbles, casi animales. Podía pasarse horas expresando sus ideas políticas, describiendo sus utopías, citando a filósofos de los que Paul no había oído hablar jamás, y luego, con un solo beso, recordarle que era un ser rojo, orgánico, palpitante.

Su aliento olía a sangre: no paraba de mordisquearse los labios. En cualquier circunstancia parecía captar la respiración del mundo en todo momento, coincidir con los mecanismos más profundos de la naturaleza. Poseía una especie de percepción interna del universo, algo freático, subterráneo, que la ligaba a las vibraciones de la tierra y a los instintos de la vida.

Paul amaba su parsimonia, que le daba una gravedad de tañido fúnebre. Amaba su intenso sufrimiento frente a la injusticia, la miseria, la deriva de la humanidad. Amaba aquel camino de mártir que había elegido y que elevaba su vida cotidiana a la altura de una tragedia. Su vida con Reyna se parecía a una ascesis, una preparación a un oráculo. Un camino religioso, de trascendencia y exigencia.

Reyna, o la vida de ayuno… Esa sensación apuntaba lo que estaba por venir. A finales de verano de 1994, le anunció que estaba embarazada. Paul se lo tomó como una traición: le robaban su sueño. Su ideal se hundía en la banalidad de la fisiología y la familia. En el fondo, sentía que iba a quedarse sin ella. Físicamente sobre todo, pero también moralmente. Sin duda, la vocación de Reyna cambiaría; su utopía iba a encarnarse en su metamorfosis interior…

Fue exactamente lo que ocurrió. De la noche a la mañana, Reyna le dio la espalda, se negó a que la tocara. Ya no reaccionaba a su presencia más que distraídamente. Se había convertido en un templo prohibido, cerrado en torno a un solo ídolo: su hijo. Paul habría podido adaptarse a aquel estado de cosas, pero percibía algo más, una mentira más profunda que no había apreciado hasta entonces.

Tras el parto, en abril del 95, sus relaciones se estancaron definitivamente. Se mantenían como dos extraños. A pesar de la presencia de la recién nacida, en el aire había un perfume fúnebre, una vibración malsana. Paul intuía que se había convertido en un objeto de repulsión total para Reyna.

Una noche no pudo aguantar más y le preguntó:

– ¿Ya no me deseas?

– No.

– ¿No volverás a desearme nunca?

– No.

Paul dudó un instante antes de hacer la pregunta fatal:

– ¿Me has deseado alguna vez?

– No, nunca.

Para ser policía, no había tenido mucho olfato… Su encuentro, su relación, su matrimonio, no habían sido más que una impostura, un camelo.

Una maquinación cuyo único objetivo era el hijo.

El divorcio fue cosa de unos meses. Ante el juez, Paul alucino, literalmente. Oía una voz ronca resonando en el despacho, y era la suya; sentía una lija arañándole el rostro, y era su barba. Flotaba en la habitación como un fantasma, un espectro alucinado. Dijo que sí a todo, pensión y concesión de la custodia; no luchó por nada. Le daba todo absolutamente igual, prefería meditar sobre la perfidia del complot. Había sido víctima de una colectivización un tanto especial. Reyna la marxista se había apropiado de su esperma. Había practicado una fecundación in vivo , al estilo comunista.

Lo más gracioso era que no conseguía odiarla. Al contrario, seguía admirando a aquella intelectual ajena al deseo. Estaba seguro: Reyna no volvería a mantener relaciones sexuales. Ni con hombres ni con mujeres. Y la idea de aquella criatura idealista que simplemente quería dar vida, sin pasar por el placer y la convivencia, lo dejaba atónito, sin palabras y sin ideas.

A partir de ese momento, Paul empezó a derivar, al modo de un río de aguas cansadas que busca su mar de fango. En el trabajo iba de mal en peor. Ya no pisaba el despacho de Nanterre. Se pasaba la vida en los barrios más sórdidos, codeándose con chusma de la peor estofa, fumando un canuto tras otro, conviviendo con traficantes y yonquis, mezclándose con los peores desechos humanos…

Luego, en primavera de 1998, aceptó verla.

Se llamaba Céline y tenía tres años. Los primeros fines de semana fueron mortales. Parques, tiovivos, nubes de algodón dulce: el aburrimiento sin paliativos. Después, poco a poco, Paul descubrió una presencia que no esperaba. Una transparencia que circulaba a través de los gestos de la niña, de su rostro, de sus expresiones; un flujo dúctil, caprichoso y saltarín, cuyas vueltas y revueltas lo fascinaban.

Una mano vuelta hacia el exterior con los dedos juntos, para subrayar una evidencia; una manera de inclinarse hacia delante y de finalizar el movimiento con una mueca traviesa; la voz ronca, un atractivo singular que lo hacía estremecerse como el contacto de un tejido o una corteza. Bajo la niña palpitaba ya una mujer. No su madre -cualquiera menos su madre-, sino una criatura retozona, viva, única.

Sobre la tierra había algo nuevo: Céline existía.

Paul dio un giro radical y ejerció, al fin y con pasión, sus derechos de padre. Los encuentros regulares con su hija lo reconstituyeron. partió a la reconquista de su autoestima. Se imaginó convertido en héroe, en un superpolicía incorruptible, libre de tacha.

Un hombre que iluminaría el espejo con su imagen cada mañana.

Para su rehabilitación, eligió el único territorio que conocía: el mundo del crimen. Se olvidó del concurso de ascenso a comisario y solicitó el traslado a la Brigada Criminal de París. A pesar de su período flotante, obtuvo un puesto de capitán en 1999. Se convirtió en un investigador encarnizado, incansable. Y se puso a esperar el caso que lo encumbraría. El tipo de investigación que ambiciona cualquier policía motivado: una caza del monstruo, un duelo singular, un mano a mano con un enemigo digno de ese nombre.

Fue entonces cuando oyó hablar del primer cuerpo.

Una mujer pelirroja torturada y desfigurada, descubierta bajo una puerta cochera cerca del boulevard Strasbourg, el 15 de noviembre de 2001. Ni sospechoso, ni móvil, ni, en cierto modo, víctima… El cadáver no correspondía con ningún aviso de desaparición. Las huellas digitales no estaban fichadas. En la Criminal, el asunto ya estaba clasificado. Sin duda, una historia de puta y chulo; la rue Saint-Denis estaba apenas a doscientos metros. A Paul el instinto le decía otra cosa. Consiguió el dossier: atestado, informe del forense, fotografías del fiambre… Durante la Navidad, mientras todos sus compañeros estaban en familia y Céline con sus abuelos, en Portugal, estudió a fondo la documentación. No tardó en comprender que no se trataba de un asunto de proxenetismo. La diversidad de las torturas y las mutilaciones del rostro no cuadraban con la hipótesis de un rufián. Además, si la víctima hubiera sido realmente una fulana, el control de las huellas habría dado un resultado: todas las prostitutas del Distrito Décimo estaban fichadas.

Decidió permanecer atento a lo que pudiera ocurrir en el barrio de Strasbourg-Saint-Denis. No tuvo que esperar demasiado. El 10 de enero de 2002 se descubría el segundo cadáver en el patio de un taller turco de la rue du Faubourg Saint-Denis. El mismo tipo de víctima -pelirroja, sin correspondencia con ningún aviso de búsqueda-, las mismas marcas de torturas, los mismos cortes en el rostro.

Paul procuró mantener la calma, pero estaba seguro de que tenía «su» serie. Se presentó ante el juez de instrucción responsable del caso, Thierry Bomarzo, y consiguió la dirección de la investigación. Desgraciadamente, la pista ya estaba fría. Los chicos de las fuerzas del orden habían pisoteado el escenario del crimen y la policía científica no había encontrado nada.

Paul comprendió oscuramente que debía acechar al asesino en su propio terreno, introducirse en el barrio turco. Hizo que lo trasladaran a la DPJ del Distrito Décimo como simple investigador del SARIJ (Servicio de Acogida y Reconocimiento de Investigación Judicial) de la rue de Nancy. Volvió al día a día del agente de base: escuchar a viudas timadas, tenderos víctima de hurtos y vecinos protestones.

Así transcurrió todo febrero. Paul tascaba el freno. Temía y a la vez esperaba el siguiente asesinato. Alternaba los momentos de exaltación y los días de absoluta desmoralización. Cuando tocaba fondo, iba a visitar las tumbas anónimas de las dos víctimas, en la fosa común de Thiais, en el Val-de-Marne.

Allí, ante las losas de piedra sin más adorno que un número, juraba a las dos mujeres que las vengaría, que encontraría al demente que las había martirizado. Luego, en un rincón de su cabeza, le hacía otra promesa a Céline. Sí: atraparía al asesino. Por ella. Por él. Para que todo el mundo supiera que era un gran policía.

El tercer cadáver se descubrió al alba del 16 de marzo de 2002. Los azules de servicio lo llamaron a las cinco de la mañana. Un aviso de los basureros: el cuerpo se encontraba en el foso del hospital de Saint-Lazare, un edificio de ladrillos abandonado del boulevard Magenta. Paul ordenó que no fuera nadie allí hasta pasada una hora, cogió la chaqueta y salió a toda prisa hacia el escenario del crimen. Se lo encontró desierto, sin un agente ni un faro giratorio que perturbara su concentración.

Un auténtico milagro.

Podría husmear el rastro del asesino, entrar en contacto con su olor, su presencia, su locura… Pero fue una nueva decepción. Esperaba encontrar indicios materiales, una puesta en escena peculiar a modo de firma. No encontró más que un cuerpo abandonado en una zanja de hormigón. Un cadáver lívido, mutilado, coronado por un rostro desfigurado bajo un pelaje de color cera.

Paul comprendió que estaba atrapado entre dos silencios. El silencio de las muertas y el del barrio.

Se marchó derrotado, desesperado, sin esperar siquiera a que llegara el furgón del servicio urgente de policía. Luego vagó por la rue Saint-Denis y vio despertar la Pequeña Turquía. Los comerciante, que abrían sus tiendas; los obreros que apretaban el paso hacia lo, talleres; los mil y un turcos que se abandonaban a su destino… De pronto, una convicción se le impuso con fuerza: aquel barrio de inmigrantes era el bosque en el que se escondía el asesino. Una jungla impenetrable en la que se internaba en busca de refugio y seguridad.