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– No se aleje mucho, gordito -dijo el doctor, tocándole el brazo distraídamente, sin dejar de mirar con expectación al centro de la mesa.

– Pierda cuidado -dijo Barrios sonriendo levemente-. De aquí no me muevo.

Barrios se paró al lado del doctor, junto a su silla, hasta tocar el borde de la mesa con el muslo. Para sostenerse mejor apoyó la mano en el borde y se inclinó hacia la mesa contemplando el tapete verde. Dos naipes cayeron, dados vuelta, sobre el tapete; los había arrojado el doctor. "Ocho", dijo el doctor, y permaneció con el brazo extendido sobre la mesa, simulando jadear como si el esfuerzo de arrojar los dos cuatro de trébol sobre el tapete verde hubiese sido superior a sus fuerzas. "Por seis", dijo el tallador de bigote entrecano, que se había desabrochado los botones de la camisa marrón que llevaba puesta. Al decirlo recogió las dos cartas que alguien había arrojado desde el otro extremo de la mesa. "Y ganó el punto, señores", agregó, alzando la voz por encima del murmullo general. Los dos talladores comenzaron a arrojar montoncitos de fichas al doctor, que iba recogiéndolas y agregándolas al montón que conservaba junto al borde de la mesa, entre sus manos. La mano de Barrios estaba también junto al montón. Barrios lo advirtió, y como si hubiese adivinado su pensamiento, el doctor, con un gesto mecánico, cubrió el montón con una mano y lo trajo hacia sí; dos largas fichas rojas de mil quedaron separadas del montón, junto a la mano de Barrios.

– Hagan juego, señores -dijo el tallador de bigote veteado de gris.

– Sí -dijo el doctor-. Sí, señor. Sírvase.

Separó varias fichas de mil del montón y las arrojó al centro de la mesa.

"No las ha visto", pensó Barrios. Echó una mirada a su alrededor. La atención de todos los presentes se concentraba en el centro de la mesa. "Ahora", pensó Barrios. Y deslizó rápidamente la mano.