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– Hice dos viajes -dijo. Separó una silla y se sentó, sacándose el sombrero y dejándolo sobre la mesa. Su calva cabeza relucía húmeda; tenía unas franjas de pelo detrás de las orejas y un matorral en la nuca, veteados de gris. Su sombrero olía mal, y los bordes del ala gris se hallaban gastados.

– Estaba esperándote -dijo Barrios-. ¿No querés una cerveza?

– Sí -dijo Hermosura-. Pensaba tomar una.

– Yo te la pido -dijo Barrios.

Llamó al mozo y le pidió dos cervezas, mientras Hermosura miraba fijamente el suelo. Cuando el mozo se retiró, Barrios se mandó de un trago el resto de cerveza que quedaba en su vaso.

– Ahora tengo una hora libre hasta las diez -dijo Hermosura-. Pero después tengo un viaje especial al campo.

– ¡Ah, te acompaño! -dijo Barrios, con gran entusiasmo, sacudiendo en el aire su mano regordeta.

– Como quieras -dijo Hermosura.

Volvió a quedar en silencio. Barrios lo miró.

– Podríamos comer un asadito por ahí, hasta las diez -dijo.

– Podríamos -dijo Hermosura.

Barrios meditó un momento, con una sonrisa, y después habló.

– Estoy por irme a vivir otra vez con mi mujer -dijo-. Ella me lo pidió varias veces, y ahora estoy por irme. Imagináte: tiene una casita flamante en Guadalupe, y quiere que vivamos los dos juntos. ¿Qué te parece?

Hermosura gruñó, en el momento en que el mozo depositaba los dos vasos de cerveza dorada sobre la mesa. Barrios volvió a sacudir su mano ante el rostro apático de Hermosura.

– ¿Y? ¿Qué te parece? -dijo.

Hermosura se encogió de hombros, permaneciendo un momento con los hombros elevados, y dejándolos caer después en seguida. Mientras tanto frunció los labios expresando de ese modo que carecía de punto de vista, pero como Barrios continuaba clavando una mirada inquisitiva en su rostro, Hermosura murmuró algo así como "Me parece bien", y después desvió la cara y se mandó un trago de cerveza.

– Claro que sí, que está bien -dijo Barrios riendo satisfecho-. Voy a invitarte a mi casa cuando viva en Guadalupe. Ya vas a ver. Es un palacete. Tiene jardín al fondo y un montón de frutales. Ya era hora de que cambiara de vida, ¿no te parece? -No hacía la pregunta esperando ninguna respuesta, sino que parecía estar haciéndosela a sí mismo-. ¿Qué voy a andar haciendo de pensión en pensión? más vale vuelvo con mi mujer, que es tan buena, la pobre. Una de estas tardes podemos ir con el coche y ver la casa.

– Esta noche tengo que ir justamente a buscar un cliente a Guadalupe. Es el del viaje especial. Tengo que llevarlo al campo. Podemos echarle un vistazo a la casa de tu mujer, si querés -dijo Hermosura.

– ¡Eso! ¡Eso! -gritó Barrios, con gran satisfacción, señalando a Hermosura con un índice regordete y mocho-. ¡Perfecto! ¡Macanudo! ¿Vamos ya? ¿No vamos a comer el asadito? ¿Eh? Tiene que ser invitación tuya, eh, porque yo no tengo un peso. No tengo un peso. Nada. Ni un peso. Ni para la cerveza tengo.

Hermosura carraspeó y llamó tranquilamente al mozo.

– ¿Cuánto es? -preguntó.

Pagó toda la consumición y salieron. Pasaron junto a la cola de pasajeros que aguardaba frente a la parada de taxis y cruzaron la calle en dirección al correo central. Doblaron la esquina por detrás del correo y se internaron en un parquecito que servía de playa de estacionamiento. El coche permanecía semioculto por la sombra de los árboles. Hermosura explicó que había dejado el coche en ese sitio por estar fuera de horario. Barrios no le respondió; de golpe lanzó una exclamación y se golpeó la frente con la mano.

– ¡Me olvidé la máquina en el bar! -dijo-. La tiene el cajero. Tenemos que volver ahora.

– Bueno -dijo Hermosura, a quien al parecer todo le daba igual-. Pasamos en el coche. -Meditó un momento y después agregó:- Qué vida te vas a dar con tu mujer, eh. Una vida de bacán.

Barrios sonrió satisfecho y miró a Hermosura, pero éste no lo miraba. El taximetrista puso en marcha el motor y el vehículo comenzó a desplazarse lentamente por el parquecito, hacia la calle. Frente a la playa de estacionamiento, más allá de la calle, había otro parque, con un largo estanque rectangular sobre el que caía la sombra de unos árboles altísimos. Hermosura debió dar paso a una larga fila de autos y colectivos antes de bajar con el coche a la calle y acelerar hacia la estación de ómnibus. Barrios miraba el movimiento de la ciudad a través del parabrisas y sonreía con un tranquilo placer.

– ¡Vos sí que no tenés problemas, Hermosura! -dijo Barrios, después que recogieron la máquina de escribir del bar de la estación, y mientras se dirigían hacia un restaurante.

Hermosura no dijo nada. Ni siquiera sonrió. Muy pocas veces sonreía, por otra parte, y no porque tuviese preocupaciones o tristezas sino casi por falta de hábito. Veinte años atrás Hermosura había vivido un acontecimiento singular en su existencia, en la época en que era conductor de un ómnibus del servicio urbano. Cumplía el servicio nocturno. Una noche subió al ómnibus una mujer flaca y fea, de unos treinta años, vestida de negro, que llevaba una criatura de meses o de días en los brazos. Se ubicó en el primer asiento y Hermosura sólo reparó en ella cuando comprobó que ya había hecho una vuelta entera del recorrido, y que la mujer seguía sentada ahí, en el primer asiento del colectivo, sin mirar a ninguna parte, con la nena en brazos. El colectivo se había vaciado por completo, y sólo de cuando en cuando subían algunos pasajeros, empleados de algún trabajo nocturno o simples calaveras. Era una noche de mucho frío. Apenas si la ciudad se divisaba borrosamente a través de los vidrios de las ventanillas, empañados por el vaho frío de la helada. Hermosura contempló muchas veces a la mujer a través del espejo: tenía puesto un abrigo negro todo raído, y unas medias negras de algodón; llevaba el pelo malamente recogido en la nuca, un pelo sucio y descolorido. La nena tenía unas ropitas blancas y frágiles, pero la mujer la había envuelto en un chal negro de lana. La cara de la mujer reflejaba una especie de rabia latente, una acritud que acentuaba todavía más su fealdad. Parecía completamente sola en el mundo, tanto, que ya ni siquiera se le ocurría tratar de despertar compasión. Tal vez nunca la había pedido, y padecía una rabia íntima y original, innata, o tal vez la había adquirido de tanto pedir piedad y no recibirla. Cuando terminó la última vuelta del recorrido ella seguía firme en su lugar, y entonces Hermosura se puso de pie suspirando y se aproximó a ella. "Perdone, señora", dijo. "¿Busca alguna dirección?". "No", dijo la mujer. "No busco ninguna dirección". "El recorrido terminó. Tengo que guardar el coche. Pero si quiere puedo llevarla antes a alguna parte". "No tengo ninguna parte adonde ir", dijo la mujer. Su voz era seca y agria, como su cara y las secas manos que sostenían la criatura envuelta en el chal negro. "¿Es de afuera?", preguntó Hermosura. La mujer no le respondió. Miró la borrosa ciudad a través del vidrio de la ventanilla y su mirada se distendió ligeramente. "¿Dónde estamos?", dijo. "Bueno", dijo Hermosura. "Es un barrio muy alejado: la parada de la línea cinco, en el barrio San Martín". Por la expresión de la mujer, Hermosura comprendió que no tenía la menor idea de donde quedaba eso. El colectivo iluminado y cerrado era una isla cálida en medio de la dura noche fría, bañada de luz lunar. La mujer meditó un momento. Se notaba su vacilación, su resistencia profunda a pedir algo, como si el hecho de no tener más remedio que hacerlo acentuara su acritud y su odio. "¿No podría quedarme a dormir aquí?", dijo por fin. Y en seguida agregó duramente: "No es por mí, es por la nena". También Hermosura vaciló en ese momento, no tanto por temor a ofenderla, porque comprendió que esa mujer no tenía orgullo sino más bien furor, como por temor de que ella rechazara cualquier ofrecimiento, aunque también pensó que si le había pedido permiso para dormir en el colectivo lo más probable era que aceptara cualquier cosa sin ningún agradecimiento, remarcando incluso, a pesar de aceptarlo, su rabia y su desprecio por el favor recibido. Y así fue, exactamente así fue, en efecto. "Si usted no lo toma a mal, señora, puede venir a mi casa. Yo vivo solo, pero tengo una pieza vacía y dos camas turcas. A la mañana puede seguir su camino. Me da no sé qué por la nena" -dijo Hermosura. "No soy señora", dijo la mujer. "Señorita". "Bueno, Señorita", corrigió Hermosura. "Véngase a mi casa, si no lo toma a mal. Aunque no se acueste, por lo menos la nena no va a tomar frío". "Es cosa mía, si me acuesto o no, y con quién me acuesto", dijo la mujer, pero aceptó y poniéndose de pie siguió a Hermosura hasta su casa, llevando en los brazos a la nena, envuelta en el chal negro. Iba a salir de esa casa siete años más tarde, dejando la nena.

Sí; cosa de siete años más tarde, efectivamente. Una semana después que la mujer llegó a la casa, Hermosura cambió las dos camas turcas por una vieja cama de bronce de dos plazas, y una cuna de madera para la nena que fue ubicada junto a la cama. Por dos o tres años durmieron los tres en la misma pieza y cuando la nena comenzó a caminar la instalaron en la habitación de al lado. Durante esos siete años Hermosura trabajó para la mujer y la nena con la misma naturalidad con que había estado haciéndolo para sí mismo; al poco tiempo de vivir los tres juntos consiguió un empleo como taximetrista desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana, y continuó manejando el ómnibus municipal desde el mediodía hasta las siete de la tarde. La mujer, entretanto, no había cambiado mucho, y seguía tan fea y tan agria como siempre. De su pasado le contó muy pocas cosas. Era del campo y había vivido sola con su padre en una chacra miserable hasta que el malabarista de un circo que pasaba por el pueblo la tendió boca arriba en un maizal una noche y la dejó embarazada. El viejo la echó de la casa, llamándola puta, y ella se vino para la ciudad. Acababa de llegar la noche que Hermosura la encontró en el colectivo.

La mujer era eficiente en el trabajo de la casa, como todas las campesinas; sabía cocinar, lavaba la ropa, y limpiaba todas las mañanas; solamente en su persona era descuidada, y en la atención de la nena. No es que la golpeara o la maltratara de cualquier otra manera, sino que parecía mantener hacia ella una actitud de furiosa indiferencia, tan extrema y habitual que Hermosura sabía preguntarse si no hubiese sido más humano castigar a la criatura hasta hacerla sangrar. La chica creció taciturna y callada y cuando la madre la abandonó junto con su padre adoptivo era una criatura rubia y delgada, de grandes ojos azules y aire enfermizo, que todavía no había comenzado ni siquiera a ir a la escuela.