Desde Mágina alumbra las Españas

el brillo cegador de tus hazañas.

Lorencito Quesada comparó en Singladura el misterio del poema sin firma con otros enigmas insondables de la Humanidad: el de la autoría del Lazarillo y del Romance anónimo, el de la identidad del Soldado Desconocido y de los arquitectos posiblemente alienígenas que edificaron las pirámides de Egipto. En enero, el día de mi cumpleaños, mi padre me enseñó en Madrid la hoja del periódico donde aparecían el soneto anónimo y el artículo de Lorencito Quesada, junto a una foto muy borrosa del acto de inauguración del monumento a Carnicerito, en el que apenas hubo discursos y no llegó a tocar la banda de música, mi padre no sabía si por culpa de la desidia de las autoridades o porque les duraba todavía el disgusto que se habían llevado con la muerte del almirante Carrero Blanco. La estatua, aunque de cuerpo entero, tampoco era gran cosa, y mi padre no acababa de encontrarle el parecido ni aprobaba el lugar donde decidieron instalarla: un pequeño jardín casi en las afueras de Mágina, medio perdido en una de las anchas encrucijadas de asfalto que ya desbordaban la ciudad por el norte.

Yo llevaba tan sólo unos pocos días en Madrid, en una pensión modesta y aseada de la calle San Bernardino, muy cerca de la plaza de España, y ya me acordaba de Mágina como si hubiera pasado mucho tiempo desde que me marché: sentía, inconfesablemente, desamparo y nostalgia, sobre todo al anochecer, cuando me sentaba ante un libro de texto y miraba por la ventana las paredes húmedas de un patio de luces por donde subían voces de conversaciones familiares y olores de guisos. Llevaba patillas largas y bigote, y cuando mi padre llegó ya tenía las mejillas sombreadas de barba: una barba irregular, algo escasa, que tal vez se acabaría pareciendo a la de Che Guevara. Pensé afeitármela cuando mi padre llamó por teléfono a la pensión y me dijo a gritos que vendría a pasar conmigo el día de mi cumpleaños. La noche antes, delante del espejo, con la brocha espumosa en una mano y la cuchilla en la otra, me armé de valor y decidí que no me afeitaría. Mi padre llegó, me dio un abrazo largo y un beso en cada mejilla, me apartó de sí para ver si había adelgazado o si tenía ojeras y no me dijo nada de la barba. Traía un gran paquete de embutidos y borrachuelos preparado por mi madre y lo guardó él mismo bajo llave en mi armario: en Madrid había mucho sinvergüenza, y yo era un infeliz, de modo que debía ir con cien ojos abiertos para que no me engañaran ni me robaran.

Examinó la habitación: era pequeña, dijo, pero cómoda, aunque tuviera el inconveniente de recibir sólo aire viciado, mucho mejor que los cuartos de las pensiones donde él había dormido durante los viajes que había hecho a Madrid en su juventud. Lo impresionó el cuarto de baño: dijo que en cuanto él pudiera haría instalar uno parecido en nuestra casa de Mágina. Había llegado muy temprano, en el expreso, y yo me quedé dormido y no fui a Atocha a esperarlo. Inmune a la fatiga de la noche en el vagón de segunda y a la falta de sueño, apareció en la pensión con el mismo aire de fortaleza jovial y juventud con que llegaba todas las madrugadas al mercado de abastos, vestido tan cuidadosamente como cuando iba a un entierro, con su abrigo gris y su corbata, con unos zapatos grandes y negros que crujían al andar. «Pero hombre, a la hora que es y todavía tienes pegados los ojos.» Lo llevé a desayunar a la cafetería de abajo y me preguntó qué era lo que yo había pedido: era la primera vez que veía un croissant. Él pidió buñuelos, y yo le dije, corrigiéndolo, que en Madrid les llamaban churros. Juzgó que en cualquier caso no tenían comparación con los buñuelos de Mágina. Estábamos sentados el uno frente al otro, en una mesa pequeña de plástico rojo, y yo lo veía rudo, más bien incongruente entre los habituales de la cafetería, con su abrigo gris de hombreras tan anchas, sus modales inseguros y ceremoniosos y sus manos grandes y agrietadas, oscuras, con los dedos muy anchos, posadas sobre el plástico rojo de la mesa con un vigor lento y torpe. A los cuarenta y cinco años ya tenía el pelo blanco, pero muy fuerte todavía, ondulado, brillante, como en las fotos de su boda. Sonreía, se limpiaba los labios con una servilleta de papel, me miraba cortar el croissant con cuchillo y tenedor y se le notaba un cierto orgullo. «Hay que ver», dijo, «dieciocho años, si me parece que fue ayer cuando naciste. Hacía tanto frío en el cuarto de la viga y tú eras tan poca cosa que pensábamos que te nos ibas a morir. Tu madre, la pobre, ya sabes cómo es, te veía tan chico y se echaba a llorar. Me parece que te estoy viendo cuando te lavó la comadrona, a la luz de una vela. Hacía tanto viento que se habían caído los postes de la electricidad. Creíamos que el techo saldría volando. Fue el año de los hielos grandes. Se helaron la mitad de los olivos de Mágina. A la vaca que teníamos se le cortó la leche y el becerro murió de hambre.»

Yo nunca lo había oído recordar nada en voz alta: sabía de memoria todo lo que estaba contándome, porque me lo habían repetido muchas veces mi madre y mi abuela Leonor, pero yo no pensaba que a él le importaran los recuerdos, o que pudiera invocarlos con aquella fijeza de ternura y de pudor en los ojos. Y sin embargo eso no me hacía sentirme próximo a él: me desconcertaba, instintivamente me retraía y lo dejaba hablar con la cabeza baja, incómodo, para no mirarlo. Era una mañana de domingo nublada y sin lluvia, y las fachadas de Madrid, oscurecidas por el humo de los coches, tenían la misma grisura monótona del cielo. Yo me acordaba de las paredes blancas de Mágina, del brillo del sol en las piedras color arena de los palacios antiguos. Bajamos a la plaza de España y mi padre dobló el cuello hacia arriba y se apoyó en mi hombro para admirar la altura de la Torre de Madrid. Me explicó con satisfacción los detalles de su viaje en el Metro, el transbordo en Sol, lo atento que iba a los nombres de las estaciones para no pasarse, el cuidado que tenía al subir y bajar de los trenes, la precaución necesaria de guardar la cartera en un bolsillo interior para que no se la robaran. Fingí interesarme por la huerta y por la cosecha de aceituna: me dijo, como decían todos los años, que la cosecha era un desastre porque ya no llovía como en otros tiempos. Se sorprendió al ver los olivos de la plaza de España: se acercó a ellos con el mismo asombro con que habría saludado a un paisano, tocó una rama, arrancó un cogollo de hojas curvas y afiladas y lo estudió con desdén en la palma de su mano: eran olivos enfermos, envenenados por el humo de la gasolina y la proximidad de la gente. Antes de que se inventaran los pesticidas, los olivos sólo podían plantarse a una cierta distancia de los lugares habitados. «Les pasa lo que a mí», dijo, se quedó mirando las estatuas de don Quijote y Sancho y tiró el cogollo al estanque, «que se ponen mustios donde hay mucha gente». La figura de Sancho le gustó: «¿A que se parece un poco al teniente Chamorro? Y la burra es igual que la suya.» Venía un viento muy frío del parque del Oeste. Se abotonó el abrigo, se frotó las manos, dijo que seguro que me iba a resfriar con los vaqueros y el anorak azul marino. «Por lo menos el cogote sí que lo llevarás caliente»: era una manera de decirme que tenía el pelo demasiado largo.

Subimos por la Gran Vía, casi desierta a aquella hora, con tan poco tráfico que parecía desolada y más ancha, ilimitada hacia lo alto, hacia los edificios de Callao y las marquesinas descomunales de los cines. «He pensado que voy a vender la huerta», dijo mi padre después de un rato de silencio. Sentía al mirarlo que se había modificado la escala del mundo: yo era más alto que él, pero sobre todo lo empequeñecían las dimensiones de Madrid, porque hasta entonces yo únicamente lo había visto en Mágina, en los mismos lugares que fueron magnificados por la mirada de la infancia. «Yo solo ya no tengo fuerzas para tanto trabajo, y dice el médico que cualquier día puede darme otra vez el dolor.» No me hacía un reproche por haberlo abandonado: se rendía melancólicamente a la evidencia del cambio de los tiempos, aceptaba que ya no era joven y que mi porvenir no iba a parecerse al que él imaginó. Pero yo no sabía qué decirle ni cómo pasar a solas con él un día entero, un domingo largo y vacío que iba a durar hasta que esa noche, a las once, lo despidiera en el tren. Era un andarín incansable: le propuse que fuéramos caminando hasta el Retiro. Junto a la boca de Metro de Callao se detuvo a mirar el mapa de Madrid y sacó del bolsillo un papel donde tenía apuntada una dirección: «A ver si eres capaz de llevarme a estas señas. Se me ha ocurrido que podemos hacerle una visita a mi primo Rafael.»

Conseguí no enredarme demasiado con los itinerarios de Metro y de autobús, y al cabo de dos horas una camioneta nos dejó en una plaza sin asfaltar de Leganés. Ahora sólo faltaba encontrar la casa. «Tú no te preocupes. Si no sabes ir podemos preguntar. Preguntando se llega a Roma.» El primo Rafael vivía en un bloque de diez pisos, rodeado de zanjas, de pilas de tubos de uralita, de huertos abandonados y devastados por las excavadoras. En medio de un lodazal había una casilla como la de nuestra huerta, con pesebres bajo un cobertizo, pero con las tejas hundidas y los marcos de las ventanas arrancados. «Séptimo B. Aquí es», dijo mi padre, y movió los hombros y se ajustó la corbata. Noté que había pasado miedo en el ascensor, y que disimulaba delante de mí. El piso del primo Rafael era pequeño y sombrío en la mañana invernal: el pasillo olía a comida, y en la pared había una imagen de Jesús Nazareno bajo un tejadillo de plástico con dos faroles diminutos. Él y mi padre se abrazaron, y luego su mujer, despeinada, con un mandil sucio, con zapatillas viejas y calcetines de lana, salió de la cocina y nos besó a los dos y nos dijo que si queríamos tomar una copa de anís y unos borrachuelos de Mágina. Un muchacho alto y con el pelo largo cruzó fugazmente desde la terraza a una habitación interior y el primo Rafael le ordenó que viniera a saludarnos. «Venga, hombre, dale un beso a los primos.» Era más o menos de mi edad, pero tenía el pelo más largo y más granos que yo. Nos rozó la cara sin mirarnos y volvió a desaparecer, y en seguida se oyó tras una puerta cerrada una canción bronca de Slade. En el comedor, sobre el sofá de plástico donde mi padre y yo nos sentamos, había un tapiz de ciervos, y a su lado una foto enmarcada del tío Rafael. «Primo, qué lástima de mi padre, con lo bueno que era. Miro el retrato y me parece que va a hablarme.»

El primo Rafael nos preguntó metódicamente por toda la familia, se interesó por los estudios que yo había empezado, dijo que para cualquier cosa que me hiciera falta ya sabía dónde estaba él, lamentó que su hijo no quisiera estudiar, se pasaba los días encerrado en su cuarto y oyendo esa música que lo dejaba a uno sordo: me preguntó si me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y él iba a ver a mi padre y me hacía figuras de animales recortando las cajas de las medicinas. «Hay que ver, primo, con lo chico que era, y ya está hecho un hombre.» Se acordaron de cuando eran niños y cazaban ranas en las albercas de las huertas: había tanta hambre que ésa era la única carne que probaban. «Y no era nadie tu padre, ahí donde lo ves. Sembraba yerbabuena en las acequias y luego se la vendía a los moros de Franco para que hicieran té, y con lo que ganaba nos íbamos los dos a ver las compañías de revista.» Conservaba intacto el acento de Mágina. Miraba a mi padre con el mismo entusiasmo con que debía de mirarlo cuando la diferencia de edad, dos o tres años, lo convertía en un modelo y casi en un héroe. «Tenías que haberte venido a Madrid cuando me vine yo, primo, y dejarte del campo y de tanto sacrificio. Mira yo: ocho horas, y las extras aparte, vacaciones, paga de Navidad y del 18 de julio, y sin tener que mirar al cielo a ver si llueve o si no llueve.» Pero había en su voz, en su cara más ajada que la de mi padre, una tristeza como la del pasillo y los muebles de su casa y la luz nublada del domingo, un principio de malestar parecido al de alguien que está pensando siempre en las molestias de una enfermedad sobre la que no habla. Se ensimismaba, aunque siguiera atendiendo a lo que nosotros decíamos, escuchaba con disgusto el volumen de la música en la habitación de su hijo y en seguida se apresuraba a servirnos un poco más de anís, y luego más cerveza, y patatas fritas, y aceitunas machacadas de Mágina, aderezadas con tomillo, teníamos que quedarnos a comer, y mi padre, en lugar de volverse esa misma noche al sinvivir del mercado y de la huerta, podía pasar unos días en su casa, nos enseñaría todo Leganés, nos llevaría a un bar que era de unos paisanos, recorreríamos gratis todo Madrid en autobús, por algo él era un conductor veterano en la empresa. «Primo, no veas el dinero que ha hecho aquí la gente. Ríete tú de don Juan March y de la familia del general Orduña. ¿Has visto todos estos bloques de pisos? Pues hace nada eran huertas, y no puedes figurarte los millones que les dieron a los hortelanos. Pero ve uno esas máquinas llevándoselo todo por delante y le da no sé qué.»