Tenía sobre la mesa, que seguía siendo su arqueológica mesa de roble, pues le negaba resueltamente la entrada a su despacho a los muebles metálicos, los paquetes de fichas de los últimos dos meses, ordenados por hoteles y fondas. Era verdad que el turismo progresaba en Mágina, aunque decayera tanto después del verano y de la feria de San Miguel. En un artículo de Singladura lo había expresado con vehemencia Lorencito Quesada: el turismo era el nuevo maná del siglo veinte para estas tierras secularmente retrasadas. Había encendido su estufilla eléctrica, que le calentaba los pies en aquella nevera donde nunca daba el sol, por culpa de la sombra húmeda de la muralla, aunque nunca podría compararse al calor familiar de un brasero de orujo. Había rezado un padrenuestro frente al crucifijo colgado entre las fotografías del Caudillo y de José Antonio, y luego, tras un examen rápido de la plaza, de los soportales y de la estatua impávida del general -«…eternizan el bronce tus hazañas…»- se frotó las manos como siempre que tenía por delante una tarea placentera y se dispuso a dedicar las horas más tranquilas de la mañana a la revisión de las fichas de los transeúntes. Desprendía las gomas elásticas, ponía un montón de cartulinas a su izquierda, junto al pisapapeles de la basílica de Montserrat, las golpeaba por los cantos como un mazo de naipes para que no sobresaliera ningún pico, se olvidaba de todo, hasta del paso del tiempo y de los campanazos estremecedores del reloj de la torre, ya no oía el ruido cada vez más molesto del tráfico que entorpecía la plaza, se humedecía el pulgar de la mano derecha, inspeccionaba reflexivamente la primera ficha de todas, como para asegurarse de que no era una falsificación, y conforme iba leyendo nombres y fechas de llegada y salida y lugares de origen la imaginación se le iba hacia las ciudades y países de donde procedían los viajeros, pensando a veces con un poco de remordimiento tardío que él no había estado casi en ninguna parte, aunque en el fondo tampoco le importaba, dónde se podía vivir más a gusto que en Mágina, la Salamanca andaluza, como escribía siempre Lorencito Quesada, con el embrujo de sus calles, la nobleza de sus palacios, el esplendor de su Semana Santa, a la que no le hacía sombra ni la de Sevilla, la acendrada devoción y la austera sencillez de sus gentes, la majestad de sus iglesias, de ese hospital de Santiago al que todos reputaban como segundo Escorial. Y al cabo de una o dos horas, ya fatigado de leer nombres de desconocidos, pasaba las fichas con menos atención -había una separada de las otras, con una indicación que decía: «¡ojo!»: era la de un profesor que había llegado a principios de curso al instituto, y del que se tenía información fehaciente sobre sus actividades de proselitismo en la Universidad de' Madrid -, cuando vio de pronto aquel nombre escrito, y se subió las gafas sobre la nariz para estar seguro de que lo había leído correctamente. Al principio dejó la cartulina frente a él, sin mirarla de nuevo, aislada, tan singular al lado de las otras como la estatura de un hombre que sobresale de una multitud. Leyó de nuevo el primer apellido, Galaz, escrito a bolígrafo sobre una línea de puntos, con mayúsculas, como una arrogante afirmación, y comprobó que no podía tratarse de una coincidencia, porque el nombre y el segundo apellido eran los que él recordaba, y luego sus ojos se detuvieron en la firma y vio que no había cambiado mucho en los últimos treinta y siete años: era igual a la que había al pie de la orden mecanografiada que decretaba la puesta en libertad del detenido Florencio Pérez, y que él había guardado siempre en un cajón de su mesa de noche como recuerdo de los tiempos en que estuvo a punto de ser fusilado. La edad coincidía, y el lugar de nacimiento, Madrid, pero en el apartado de la profesión ponía bibliotecario, y su residencia actual era una ciudad de los Estados Unidos que se llamaba Jamaica, Queens: qué raro, él siempre pensó que Jamaica era un país del Caribe, pero cualquiera sabía, si el mapa del mundo no hacía más que cambiar, igual que todo, ahora los países variaban de nombre con la misma facilidad que los conjuntos de música moderna en los que cantaba su hijo menor, el que más disgustos le daba, el preferido en secreto, el hijo pródigo.

Pero más valía no seguir por ahí, pues la congoja le entraba en seguida, y luego no había modo de librarse de ella, era como un dolor de cabeza que no se quita en todo el día, como aquella obsesión por las rimas imposibles que lo trastornaba en su juventud. Fue hacia el balcón con la ficha en la mano, sin acordarse de encender de nuevo el cigarrillo que se le había apagado en los labios, oyó pasos cerca y con precaución instintiva la guardó en el bolsillo de la chaqueta, por miedo a que uno de los inspectores la viera, la misma clase de miedo que lo impulsaba en otro tiempo a esconder bajo llave sus versos. Miró una por una las figuras que cruzaban la plaza como si de un momento a otro fuera a aparecer en ella el comandante Galaz, alto y viejo, vestido de paisano, pero reconocible, seguro, acompañado por una hija de dieciséis años, tan sereno y distante como cuando ocupaba el despacho donde estaba ahora mismo el subcomisario. Así que no era un muerto, como tantos otros, ni un fantasma cada vez menos recordado: estaba en Mágina, pasaría más de una vez bajo aquellos balcones, confundido entre la gente de los soportales, quizá se habría cruzado con él en la calle Nueva, aunque era imposible que lo recordara, el subcomisario Florencio Pérez le había hablado una sola vez, recién salido de la prisión, cuando su amigo Chamorro le dijo que tenía el deber de ir a darle las gracias. Pero como había estado, daba por supuesto que el comandante Galaz seguía en Mágina, en el hotel Consuelo, y era posible que ya se hubiera ido, sacó la ficha y buscó en ella el día de salida, pero el espacio estaba en blanco: tenía que llamar al Consuelo, pero era preciso que lo hiciera sin identificarse, quién sabe lo que pensarían de aquel huésped si la policía se interesaba por él. Volvió a sentarse ante su mesa, se levantó para cerrar con llave la puerta, se arrepintió de hacerlo y la abrió otra vez, no fueran a despachar con él los inspectores y pensaran cualquier cosa al encontrarla cerrada, qué apocamiento y qué nervios, parecía mentira, el jefe de la policía de Mágina atribulado por el miedo a sus inferiores, toda la vida así, había cosas que no se remediaban con la edad, que iban a peor, como la falta de carácter. Levantó el auricular del teléfono, volvió a posarlo en la horquilla, de pronto tenía calor y apagó la estufa, lió con torpeza un pitillo, miró de nuevo el nombre y la firma y la fecha de llegada, hacía casi dos meses, lo normal era que el comandante y su hija ya se hubieran marchado, y de cualquier modo eso a él qué le importaba, después de tanto tiempo: seguro que no había venido para conspirar, así que él no faltaba a su deber si no ordenaba que lo siguieran, y tampoco podría decir nadie que amparaba a un enemigo del Régimen si separaba aquella ficha de las otras y la hacía pedazos muy pequeños y los tiraba a su papelera.

Buscó en la guía el número del Consuelo, y cuando lo había marcado y estaba oyendo la señal sacó un pañuelo y se lo puso delante de la boca, como los secuestradores en las películas, para que no pudieran reconocer su voz: si alguien entraba entonces colgaría inmediatamente y diría que estaba resfriado: valiente espectáculo, a su edad, en su despacho, imitando a los forajidos del cine. Una voz contestó, pero él hablaba tan bajo que el otro debió de pensar que se trataba de una broma o de una equivocación, y estuvo a punto de colgar. Dijo, tras aclararse la garganta y guardar el pañuelo, que era un amigo del señor Galaz. Al principio el recepcionista no se acordaba del nombre. Dijo que buscaría en el registro. El subcomisario Florencio Pérez, con el auricular humedecido por el sudor de su mano, miraba con desasosiego la puerta del despacho. Por fin volvió la voz: el señor Galaz y su hija se habían marchado del hotel hacía casi un mes, y no dejaron dicho adónde. Colgó con un sentimiento de alivio y de impunidad que a los pocos minutos y para su sorpresa se había convertido en desengaño, en apatía, en aburrimiento. En su papelera los trozos diminutos de cartulina lo sobresaltaron como una acusación. Rompió con desgana algunos formularios y los tiró encima. Sin duda estaba volviéndose irreparablemente viejo: ya tenía nostalgia hasta de los peores meses de su juventud, de aquellos días turbulentos de persecuciones y amenazas en que las turbas se apostaban a la salida de misa para apedrear a los fieles, cuando estalló el Movimiento, cuando parecía seguro que la guarnición de Mágina se sumaría a él, cuando de pronto, en unas horas de una noche de insomnio, todo se desbarató y él tuvo que empezar a esconderse sin haber cometido otro delito que la valiente proclamación de su ideario y de su fe, como escribió luego en sus memorias, aquellas que tan en vano se empeñó en publicar después de su muerte el incansable Lorencito Quesada. Qué habría hecho durante tantos años aquel hombre, por qué caminos inimaginables del destierro había llegado a convertirse en bibliotecario y a vivir en los Estados Unidos: por qué volvía ahora, por qué había tardado tanto.

Se acordaba de su estatura y de sus briosos ademanes militares, pero no de su cara: pensó inventar un pretexto y hacerle una visita a Ramiro Retratista, que sin duda guardaba en su archivo alguna foto del comandante Galaz. Pero le daba aprensión ir al estudio de Ramiro, y también un poco de remordimiento, porque cuando casó a su hija le había encargado el reportaje de bodas a un fotógrafo de la competencia, que los hacía en color. Además, desde que no era obligatorio el blanco y negro en las fotografías de carnet de identidad y se había instalado un fotomatón en una esquina de la plaza, el estudio de Ramiro se estaba quedando sin sus clientes más seguros, y el subcomisario, cada vez que se encontraba con él, sentía una mezcla atosigante de culpabilidad y compasión, muy parecida a la que le inspiraban los vendedores del mercado de abastos a los que nadie les compraba. Les compraba él, desde luego, los sábados por la mañana, y cuando volvía a casa y su mujer inspeccionaba las hortalizas mustias y la carne más bien averiada que había traído en el cesto lo llamaba inútil y le decía que si tuviera lo que tienen los hombres e hiciera valer su autoridad volvería al mercado a exigir la devolución de su dinero.

No fue al estudio de Ramiro Retratista: se le partía el alma con sólo ver el escaparate donde aún quedaban unas pocas fotos polvorientas de reclutas y de rancias parejas de novios, así como un retrato grande, pero también antiguo, de Carnicerito de Mágina, tomada el día de su alternativa: se había publicado en el Dígame, y aún podía verse su recorte amarillento en algunas tabernas de la ciudad. Ahora donde la gente iba a retratarse era a un establecimiento nuevo de los soportales que tenía un letrero luminoso, «Fotoimagen 2000», y un escaparate tan ancho como los de las tiendas de electrodomésticos en el que resplandecían audaces fotos en color, tomadas a veces desde ángulos tan raros que al subcomisario le daba mareo quedárselas mirando: las parejas de novios aparecían envueltas en una bruma rosada, o sonriendo en el interior de una televisión, o sobrevolando con los brazos extendidos la torre bulbosa del Salvador, entre las nubes, como en la portada de un disco de música moderna. «No entiendo nada», pensaba, y se lo dijo aquella noche al teniente Chamorro. «No entiendo la poesía que hacen ahora, si es que puede dársele ese nombre a lo que no respeta las sagradas normas del metro y de la rima, no entiendo los cuadros que pintan ni las canciones que cantan ni las palabras que dicen en los bares, por no entender no entiendo ni el lenguaje que ahora se usa en los informes policiales. Nada más que siglas, Chamorro. ¿No podíais simplificar un poco los nombres de vuestras organizaciones políticas? Yo creo que ni vosotros mismos os entendéis, y aunque me esté mal decirlo también nos confundís a nosotros. Y al fin y al cabo todos buscáis lo mismo, digo yo, que es derribar al Régimen…» El subcomisario Florencio Pérez, cuando iba a visitar a su amigo sin la obligación de detenerlo, lo hacía a escondidas, dando vueltas primero por los callejones del barrio de San Lorenzo, procurando que ya hubiera oscurecido y que nadie lo viese. «No me calientes la cabeza, Florencio, que te veo venir. Tú sabes que yo he repudiado siempre por igual la mentira de la política y la esclavitud de la religión.» El subcomisario tomó un bocado de borrachuelo, bebió un sorbo de anís y empezó a hablar con la bola dulce y harinosa en la boca, soltando pizcas de saliva y de azúcar. «¡No compares, Chamorro, y no sigas por ahí, que me voy a enfadar!» «¡Y tú no hables con la boca llena, que me pones perdido! Parece mentira, hombre, con lo fino que eres y lo bien que te criaron, y no puede uno acercarse a ti cuando estás comiendo.» La mujer de Chamorro entró de la cocina para poner paz entre ellos. Lo hacía siempre que oía levantarse las voces. «Venga, Florencio, una copita más y otro borrachuelo, que tienes mala cara esta noche.» «Y tráele un cenicero», dijo magnánimo el teniente Chamorro, «se está muriendo de ganas de fumar y no se atreve a pedirme permiso». Él bebía agua fresca: no le gustaba la del grifo, y la traía en cántaros de la fuente de la Alameda, en el pequeño serón de su burra quejumbrosa. El subcomisario Pérez se apresuró a sacar la petaca y el librillo automático de papel y lió ávidamente un cigarro. Pensaba que su amigo tenía rarezas de santo y austeridades de las que él no era capaz. Pero se había jurado que no le diría nada sobre su descubrimiento de aquella mañana: cuando él sellaba sus labios ni el suplicio más atroz lograría que quebrantara el silencio: como los mártires cristianos en las mazmorras de Nerón, como los cautivos en las checas. Pero el anís, los borrachuelos, el brasero tan caliente bajo las faldillas, la hospitalidad de aquella casa, infaliblemente despertaban en él la tentación de sincerarse. «No sé lo que me pasa, Chamorro», dijo, después de expulsar una bocanada que llenó de humo la habitación. «Pues qué te va a pasar, hombre -el teniente Chamorro tosía y agitaba las dos manos para apartar el humo-, que eres un beato.» «Lo que soy es un mierda, con perdón de tu mujer, que no me habrá oído. Lo que me pasa es que no tengo carácter, ni autoridad, ni nada. Mi hijo menor, que parecía tan bueno, que me iba a dar la alegría de abrazar el sacerdocio, ahí lo tienes, donde quiera que esté, con esas melenas y esas barbas de salvaje y drogándose y revolcándose en la promiscuidad, cantando a gritos como un pagano de la selva. Mi hija, cuando voy a su casa, me manda a por perejil, o a por vino, me pongo a mi nieto en las rodillas para jugar al caballito y se ríe de mí, o se aburre y se baja y me dice que lo deje ver tranquilo los dibujos animados. Mi hijo mayor, desde que es subcomisario y está destinado en Madrid, me mira por encima del hombro. Y si es mi mujer ni te lo cuento, Chamorro. Le pido que me acompañe a la novena de la Virgen y me contesta que con lo que tiene rezado ya le sobra, y que la humedad de la iglesia no es buena para su reuma.» Lo confortaba escucharse a sí mismo, cuidar con igual esmero su vocabulario que su flagelación. El teniente Chamorro se limpió las pizcas de borrachuelo de la cara y vertió un poco más de anís en la copa, alejando mucho de sí la mano que sostenía la botella, como por miedo al contagio. «¿Y qué me ha faltado a mí en la vida?», continuó el subcomisario: «lo tuve todo, con modestia, pero sin privaciones, con la estrechez de aquellos tiempos, estudios, suerte, hasta gané una guerra. Imagínate que hubieran ganado los tuyos en vez de los míos. Tú serías ahora general, o gobernador, algo muy grande. Y yo ¿qué soy?» «Un beato, Florencio, un beato tremendo.» «Católico, Chamorro, católico, apostólico y romano, a fuer de buen español.» El teniente Chamorro dio un golpe con los nudillos en la mesa: «Ya empezamos, hombre. Y yo entonces, porque no voy a misa ¿soy turco?»