Quiero imaginarme los días de su pubertad y saber qué sintió las primeras veces que miraba a mi madre y comprendo que es una tarea imposible, que no sólo me la vedan el desconocimiento y el anacronismo, sino también el pudor. Casi nunca hemos tenido una conversación verdadera: casi nunca me ha hablado de sí mismo. Cuando yo era niño me señalaba la cicatriz de una sangría que tiene en el cogote y me contaba que se la había hecho el alfanje de un moro en las guerras de África. Sé de él lo que he visto en sus fotografías, casi lo mismo que puede saber Nadia mirándolas. Ese aire de orgullo, soledad y decencia, esa manera de inclinarse con solicitud y ceremonia hacia mi madre en una de sus fotos de bodas. Casi diez años más joven de lo que yo soy ahora mismo, hermético y seguro, con un presentimiento de frialdad en su mirada y en sus labios. Se inclina hacia ella y le sonríe porque Ramiro Retratista le ha dicho que lo haga. Soy incapaz de imaginarlo vencido por una pasión que no sea la de su soledad y la de su trabajo, necesitando a alguien o echándolo de menos, desvelado por el recuerdo de una mujer, acariciando a mi madre y diciéndole una palabra de ternura en aquella habitación donde se mudaron al casarse y donde yo nací, el cuarto de la viga, tan cerca del cuartel que medían las horas según los toques de corneta. Lo que me desconcierta no es saber tan pocas cosas sobre él: es la certeza de que mi ignorancia es de antemano tan irremediable como si ya estuviera muerto. Pero podría marcar un número de teléfono y preguntarle, y sé que no seré capaz de hacerlo ni cuando esté frente a él y nos hayamos quedado solos en la mesa del comedor, solos y callados, mirando la televisión mientras mi madre, en la cocina, friega los platos y me prepara un café. Una vez, por la radio, me oyó traducir un discurso de no sé qué jerifalte extranjero. Oye la radio siempre, tiene un transistor que lleva consigo al campo y que guarda bajo la almohada cuando se acuesta, y lo primero que hace al levantarse, a esas horas inhumanas a las que se levanta para ir al mercado, es encender la radio en la cocina y oír las noticias mientras se prepara un café y disfruta del silencio de la casa donde todos duermen todavía. Aquella vez me dijo: «Nunca te había oído hablar tanto rato seguido.»

Tampoco él sabe casi nada de mí: qué pensaría si viera a Nadia, cómo hablaría con ella, levantaría mucho la voz, porque es extranjera, está convencido que con los extranjeros y por teléfono hay que hablar muy alto para que lo entiendan a uno. Cuando tenía once años, después del final de la guerra, sembraba yerbabuena junto a las acequias de la huerta para vendérsela luego a los moros de las tropas de ocupación, que la usaban para perfumar el té. Ahorraba una parte de su mínimo beneficio con la intención de comprarse alguna vez una vaca y gastaba el resto en cigarrillos de matalahúva y en entradas de gallinero para las actuaciones de las compañías de revista, que llegaban a Mágina en la feria de octubre y en las semanas siguientes al final de la aceituna, cuando había dinero en la ciudad y los hombres no estaban tan cansados que se caían de sueño después de la cena. Lo imagino subiendo a toda prisa de la huerta las tardes de domingo, igual que yo mismo muchos años después, impaciente por lavarse a manotazos de agua fría en la palangana de la cocina y vestirse con su traje de adulto y peinarse con brillantina frente a un trozo de espejo, subiendo luego con sus amigos, mi tío Nicolás y su primo Rafael, en dirección a la plaza del General Orduña, haciendo sonar jactanciosamente en los bolsillos algunas monedas, mirando las piernas de las muchachas y oliendo el rastro de perfumes intensos y vulgares que dejaban como una promesa en el aire al pasar junto a ellos. Lo veo salir de su casa de noche, después de descargar la hortaliza en el mercado, seguro al fin de su hombría, recién afeitado tal vez, deteniéndose en la esquina del Altozano para encender un cigarrillo, menos nervioso que resuelto, encaminándose hacia la calle del Pozo con las manos en los bolsillos del pantalón, el cigarro en un ángulo de la boca y los lentos andares masculinos de los hombres del campo, con las piernas un poco arqueadas, bajando hacia la plaza de San Lorenzo no para hablarle a mi madre ni para llamar a su casa, a donde sólo entrará al cabo de dos o tres años, sino nada más que para hacerle saber, a ella y a los suyos y a las vigilantes vecinas, que la ha elegido y que seguirá viniendo cada noche hasta que ella conteste a una de sus cartas, hasta que acceda a cruzar unas palabras con él cuando se encuentren en la calle Nueva un domingo, o en el claustro de Santa María, al salir de misa, sin mirarlo a los ojos, desde luego, sin contestarle nada al principio, procurando no enrojecer, haciendo como que no lo ha visto: él repite cada noche el mismo camino y ella espera oír sus pasos y no deja encendida la luz de su dormitorio para que él no vea su silueta inmóvil tras las cortinas, y los dos saben que han aceptado y emprendido el cumplimiento de un ritual en el que ni la voluntad ni los sentimientos intervienen demasiado al principio, un juego estricto, previsible, atravesado de incertidumbre, de paciencia y también de dolor, de una formalidad tan rancia como la de las cartas que él ha de escribirle y que ella tardará varios meses en contestar, insegura, inclinándose sobre la hoja rayada de papel como un niño en el pupitre de la escuela, apenas sabe escribir porque las clases se interrumpieron al principio de la guerra y cuando ésta terminó ya era demasiado tarde para reanudarlas: usan los dos al escribirse palabras que no entienden y que no pertenecen al mundo en el que viven, polvorientos arrebatos de un romanticismo abolido hace un siglo, estimada srta., ruego encarecidamente a Vd. se sirva otorgarme el favor de una conversación amistosa en la que la pondré al tanto de la honradez de mis sentimientos hacia Vd., que tanto arraigo han encontrado en el fondo de mi corazón. Alguna noche dejaría encendida como una seña la luz del dormitorio, y una o dos semanas después lo esperaría tras la reja de una ventana de la planta baja, y después de la primera conversación, desesperadamente entorpecida por la severidad y el silencio, seguirían hablándose durante meses sin que él se atreviera a rozarle las manos asidas a los barrotes, y luego haría un ademán de tomárselas y ella las retiraría como temiendo quemarse, y los dos fingían que estaban encontrándose a escondidas de todos, y si mi abuelo Manuel llegaba a la plaza a esa hora de la noche él se retiraba rápidamente y mi madre cerraba los postigos, quién era, le preguntaba amenazante, con quién hablabas, con nadie.

Luego, con la misma apariencia de casualidad con que habían empezado a hablarse en la ventana, él llegaba una noche y la encontraba medio asomada al quicio de la puerta, con los brazos cruzados sujetando las mangas de la rebeca echadas sobre los hombros y los pies juntos en el escalón, y desde entonces era allí donde hablaban, noche tras noche, sin que se cerrara del todo la puerta, para que desde el interior pudieran vigilarlos, conversaciones murmuradas y monótonas, tentativas de caricias, silenciosos rechazos, los hermanos menores vigilando desde los balcones o desde el interior del portal y mi abuelo llamándola cuando miraba con un gesto reflexivo el reloj de pared y consideraba que ya estaba haciéndose tarde: un día, puede que al cabo de dos o tres años, él se ponía corbata y se afeitaba más cuidadosamente y solicitaba el privilegio de entrar en la casa. No me cuesta nada imaginarlo, tan serio, sin sonreírle a ella, sentado en la mesa camilla, rehuyendo las miradas inquisitivas de mis abuelos y de mi bisabuelo Pedro y esperando las preguntas rituales, qué intenciones llevaba, de qué medios disponía para casarse con ella. Con el tiempo se fue quedando hasta más tarde, y es posible que alguna vez sus rodillas o sus manos buscaran las de mi madre bajo las faldillas de la mesa, y que escuchara el folletín que mi abuelo leía después de cenar y conversara con él sobre la cosecha de aceituna o sobre la lluvia: ése era el modo en que habían sucedido siempre las cosas, con la lentitud impersonal y la asfixiante etiqueta de una ceremonia, y ni a él ni a ella se les pasaba por la imaginación ninguna otra posibilidad, igual que la siega no podía ocurrir más que en verano y la vendimia en septiembre y la aceituna en invierno, sin que fuera posible alterar el orden de las cosechas o acelerar su llegada. Seis o siete años después del primer encuentro en la ventana de la planta baja, cuando todos sus gestos y todas sus palabras ya habían adquirido una pesadumbre de tedio conyugal y cada uno seguía siendo tan desconocido para el otro como la primera vez que se vieron, se fijaba el día de ir a confesar y el día de la boda y a ella la ganaba de antemano, supongo, un sentimiento confuso de decepción y de pavor. Su madre y ella se quedaban hasta después de medianoche bordando las mantelerías de la dote, preparando las sábanas y las toallas y la ropa blanca con sus iniciales. Él le dijo que después de casarse tendrían que vivir algún tiempo en una habitación alquilada: seguiría trabajando en la huerta de su padre, conseguiría un puesto en el mercado, compraría una vaca de leche con el dinero que había ido guardando desde que les vendía manojos de hierbabuena a los moros por unos pocos céntimos. Sus padres les compraron muebles ceremoniosos y oscuros que probablemente nunca iban a usar y que no les cabían en la habitación, un crucifijo grande, una santa cena en relieve con marco de caoba, dos pequeñas pilas de agua bendita para colgarlas a los lados de la cama nupcial, copiosas vajillas que permanecerían siempre guardadas en el aparador, un juego de café cuyas tazas fueron rompiéndose sin que las emplearan nunca, cuchillos y cucharas y tenedores con baño de plata y con sus iniciales grabadas que perderían rápidamente el falso lustre de su brillo. Días antes de la boda todas las piezas de la dote se exhibieron en la habitación más amplia de la casa y todas las vecinas de la calle del Pozo y de la plaza de San Lorenzo entraban a admirarlas y felicitaban a mi madre. Frente a un prisma cóncavo de espejos, en casa de la modista, se probaba el vestido de novia mirándose a sí misma de soslayo con recelo y vergüenza, igual que mira en las fotografías nupciales que le hizo Ramiro Retratista en su estudio, delante de un jardín francés torpemente pintado, con estatuas blancas y setos de arrayán, bajo un cielo en blanco y negro de atardecer literario.

Acaso intuyó, en sus últimas noches de insomnio en casa de sus padres, que una vez más iba a ser estafada, y no supo por qué ni imaginó que su vida habría podido ser de otro modo: se iría a vivir al otro lado de la ciudad, casi del mundo que ella conocía, más allá del Altozano, de la Fuente de las Risas, de las calles donde había pasado la infancia. Al lugar donde iba a mudarse, cerca del cuartel y de la fundición, le llamaban en Mágina el Lejío: pensaba que allí no conocía a nadie, que anochecería antes y que el viento soplaba con más ímpetu que en los callejones empedrados de San Lorenzo. Tuvo una nostalgia intolerable y prematura de su madre, de sus hermanos pequeños, de su abuelo y del perro sin nombre, y se juró que iría a verlos sin falta todos los días, que no iba a permitir que se volvieran extraños para ella. Llevaba casada menos de un mes cuando una noche oyó pasos que subían por la escalera del cuarto de la viga y luego golpes en la puerta y la voz de su hermano Luis que la llamaba. Su abuelo Pedro acababa de morir. Murió después de cenar, sentado todavía a la mesa, inclinó la cara sobre el pecho como si fuera a dormirse y se desplomó despacio hacia un lado, con la boca abierta, respirando muy fuerte durante unos segundos. No habrían notado que estaba muerto si el perro no hubiera roto escandalosamente a ladrar, alzando sus patas delanteras hasta tocarle la cara, como si quisiera despertarlo, escondiéndose luego entre sus piernas mientras emitía un gemido que siguió repitiéndose hasta que unos días más tarde el perro también murió, no en la casa, sino en el cementerio, ovillado sobre la tumba de mi bisabuelo Pedro Expósito.