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– Le respeto, padre. Pero Abraham me ha dicho que es él quien decide a quién y cómo habla de Dios.

– Haz lo que te ha dicho Abraham.

– Gracias, padre. Pediré a madre que me cuide las tablillas y que no permita que nadie las toque.

Dando brincos, el niño salió de la casa en busca de su madre. Después buscaría arcilla en el pequeño depósito donde su padre hacía sus propias tablillas. Estaba ansioso por empezar. Al día siguiente se reuniría con Abraham. Éste salía con las cabras antes de que despertara el alba, porque, le había explicado, era la mejor hora para pensar.

A Shamas le costaba madrugar, pero no le importaba hacerlo si era para escuchar a Abrán.

El niño estaba impaciente por comenzar, seguro de que su tío estaba a punto de desvelarle grandes secretos. Algunas noches no lograba conciliar el sueño preguntándose de dónde había salido el primer hombre y la primera mujer, la primera gallina, el primer toro, quién había desvelado el secreto del pan, y cómo habían descubierto los escribas la magia de los números. Se desesperaba intentando buscar respuestas hasta que se dormía exhausto, pero desasosegado por no ser capaz de encontrarlas.

Los hombres aguardaban expectantes sentados a la puerta de la casa de Téraj. El anciano les había convocado. En realidad era Abraham quien quería dirigirse a los padres de familia, pero el jefe de la tribu era su padre Téraj y le había pedido a este que llamara a los hombres.

– Debemos dejar Ur -les dijo Téraj-, mi hijo Abraham os explicará por qué. Ven, Najor, siéntate a mi lado mientras tu hermano habla.

Los murmullos se fueron apagando mientras Abrán, en pie, les miraba uno a uno. Luego, con una voz no exenta de emoción, les anunció que Téraj les conduciría hasta Canaán, una tierra bendecida por Dios donde se asentarían y nacerían sus hijos y los hijos de sus hijos. Les invitó a prepararse para partir en cuanto estuvieran dispuestos.

Téraj respondió a las inquietudes de los hombres y su hijo Najor se mostró animoso ante todos ellos. Abandonar la tierra de Ur no iba a resultarles fácil. Allí habían nacido sus padres y los padres de sus padres. Allí pastaban sus rebaños y tenían sus quehaceres. Canaán se les antojaba muy lejos; pese a ello, en todos prendió con fuerza la esperanza de una vida mejor en una tierra preñada de frutos, con pastos abundantes y ríos caudalosos en los que apagar la sed.

En Ur luchaban contra el desierto cavando canales para desviar las aguas del Éufrates y regar la tierra para que les diera trigo con el que amasar el pan. No era la suya una existencia regalada, por más que en la tribu de Téraj algunos de sus hombres fueran escribas y contaran con la protección del Templo y del Palacio. También había entre ellos buenos artesanos y disponían de rebaños abundantes. Las cabras y las ovejas les surtían de leche y carne, pero aun así pasaban buena parte de la existencia mirando al cielo, a la espera de que los dioses les regalaran lluvia que empapara el suelo y llenara las albercas.

Reunirían todas sus pertenencias y, conduciendo a sus rebaños, emprenderían viaje siguiendo el curso del Éufrates hacia el norte. Tardarían días en prepararse y en despedirse de otros familiares y amigos. Porque no todos podrían viajar: los enfermos y los ancianos que apenas podían caminar quedarían bajo el cuidado de otros miembros más jóvenes de la familia, los cuales algún día serían llamados a Canaán, pero que hasta entonces permanecerían en Ur. Cada familia debía decidir quién emprendía el viaje y quién se quedaba.

Yadin, el padre de Shamas, reunió a su esposa, a sus hijos y a las esposas de éstos, a sus tíos directos y a los hijos de sus tíos, los cuales acudieron también con sus hijos; así, todos los miembros de su familia más directa se juntaron al amanecer en su casa, donde se resguardaron del fresco tras los muros de adobe.

– Acompañaremos a Téraj hasta la tierra de Canaán. Algunos de vosotros os quedaréis aquí, al cuidado de lo que dejamos; los enfermos también quedarán bajo vuestra protección. Tú, Josen, serás el jefe de la familia en mi ausencia.

Josen, el hermano menor de Yadin, asintió aliviado. No quería marcharse: vivía en el templo, donde tenía la responsabilidad de redactar cartas y contratos comerciales, y no ambicionaba más que continuar desentrañando el misterio que encerraban los números y los astros.

– Nuestro padre -continuó diciendo Yadin- es demasiado anciano para acompañarnos. Sus piernas apenas le sostienen en pie, y hay días en que la mirada se le pierde en el horizonte y no logra articular palabra. Tú, Josen, procurarás que no le falte nada; y de nuestras hermanas se quedará Jamisal, que al estar viuda y no tener hijos podrá cuidar de nuestro padre.

Shamas escuchaba fascinado las disposiciones de su padre. Sentía un cosquilleo en el estómago, fruto de la impaciencia. Si por él fuera, ya se habría puesto en marcha en busca de esa tierra de la que hablaba Abrán. De repente sintió una punzada de preocupación: si se iban no podría escribir la historia del mundo que Abraham prometió contarle.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar?

La pregunta del pequeño sorprendió a Yadin porque era una osadía que un niño se atreviera a interrumpir a sus mayores. La mirada severa del padre hizo enrojecer al niño que bajó los ojos al suelo musitando un perdón.

No obstante, Yadin respondió a la inquietud de Shamas.

– No sé cuánto tardaremos en llegar a Canaán ni si tendremos que quedarnos algún tiempo en algún otro lugar. ¿Quién sabe lo que sucede cuando se inicia un viaje? Preparaos para estar listos en cuanto Téraj dé la señal de partida.

Shamas vio recortarse en el horizonte la figura recia de Abrán y corrió hacia él. Llevaba dos días intentando hacerse el encontradizo con su tío y ahora se le presentaba la oportunidad.

Abraham sonrió al ver a Shamas corriendo, con el rostro enrojecido por el calor y el esfuerzo. Clavó el cayado en que se apoyaba y aguardó a que el pequeño llegara hasta él mientras buscaba con la mirada algún árbol donde refugiarse de los últimos rayos de sol.

– Descansa -le dijo a Shamas-; ven, sentémonos al lado de aquella higuera, junto al pozo.

– ¿Cuándo comenzarás a contarme la historia del mundo?

– ¡Ah, es eso lo que te preocupa!

– Si nos vamos no podremos cocer arcilla para hacer tablillas… mi padre no me dejará cargar más de lo necesario.

– Shamas, escribirás la historia de la Creación porque le será grato al Señor. De manera que no debes preocuparte. El decidirá cómo y cuándo.

El niño no pudo ocultar una mueca de decepción. No quería esperar, sentía la necesidad de escribir esa historia, de comprender por qué Él había decidido complicarse creando el mundo, porque, por más que le daba vueltas, no entendía para qué lo hizo, salvo que se aburriera y quisiera jugar con los hombres lo mismo que sus hermanas jugaban con sus cuentas y muñecas. Pero a pesar de su intenso deseo tenía que hacer una confesión a Abraham.

– ¿Ili vendrá?

– No.

– Le echaré de menos, a veces pienso que tiene razón para enfadarse conmigo porque no atiendo a sus explicaciones y…

El niño dudó si debía continuar hablando. Abrán no le preguntó y aguardó a que el pequeño se decidiera.

– Soy el que peor escribe de la escuela, mis tablillas de ejercicios tienen errores… Hoy me he equivocado en un ejercicio de cálculo… He prometido a mi padre y a Ili que voy a mejorar, que nunca más tendrán que llamarme la atención, pero tú debes saberlo porque puede que quieras que sea otro el que escriba la historia del mundo, alguien que no cometa errores con el cálamo de caña…

Shamas calló aguardando la sentencia de Abraham. El niño se mordía el labio nervioso, arrepentido de no ser mejor estudiante. Ili le reprochaba que perdiera el tiempo especulando y haciendo preguntas absurdas. Se había quejado a su padre y éste le había regañado, pero lo peor había sido que le dijera que estaba decepcionado. Ahora temía la decepción de Abrán y que éste pusiera fin a su sueño de escribir la historia del mundo.

– No te esfuerzas lo suficiente en la escuela.

– No -respondió temeroso el niño.

– ¿Y aun así crees que si te cuento la historia de la Creación la escribirás sin errores?

– Sí, sí, bueno, al menos lo intentaré. He pensado que es mejor que me la vayas contando poco a poco y luego en casa despacio yo la escribiré, manejando la caña con cuidado. Cada día te enseñaré lo que haya escrito y, si lo hago bien, sigues contándome la historia…

Abraham le miró fijamente. Poco le importaba que la impaciencia del niño le llevara a cometer errores sobre la tablilla o que su mente especulativa le llevara a hacer preguntas que Ili el maestro no sabía responder, o que el ansia de libertad de Shamas le llevara a no prestar atención a las explicaciones del escriba.

Shamas tenía otras virtudes, la principal, que era capaz de pensar. Cuando hacía una pregunta esperaba una respuesta lógica, no se conformaba con las respuestas que se suelen dar a las preguntas que hacen los niños.

Los ojos de Shamas brillaban con intensidad, y Abraham pensó que de cuantos formaban parte de su tribu aquel niño era el que mejor comprendería los designios de Dios.

– Te contaré la historia de la Creación. Empezaré por el día en que Él decidió separar la luz de las tinieblas. Pero ahora regresa a tu casa. Yo te avisaré cuando llegue el momento.