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Se agachó junto a Marta y empezó despejar la arena de un lateral de lo que parecía una terraza que dejaba entrever un patio cuadrado con restos de ladrillos cocidos y cerámica.

La luz del sol se había apagado casi por completo cuando decidieron regresar al campamento. Los obreros murmuraban a causa del cansancio. Pero sobre todo les inquietaban las noticias suministradas por los periodistas: la guerra era inevitable y estaba a punto de comenzar.

Clara había dispuesto una cena en torno a hogueras donde lentamente se cocinaban media docena de corderos aromatizados con hierbas.

Un periodista holandés filmaba entusiasmado la escena, mientras que uno de sus colegas de la radio se quejaba de los problemas de conexión con el satélite para enviar la crónica de la jornada.

Yves Picot atendía a unos y a otros demostrando una paciencia infinita y procurando solventar los problemas que le planteaban con ayuda del bueno de Haydar Annasir, que siempre tenía solución para todo.

– Se le nota contento.

Picot se volvió al oír la voz de Clara.

– No tengo motivos para no estarlo.

– Pero esta noche parece usted más alegre.

– Bueno, hacía tiempo que no teníamos contacto con el mundo civilizado, y esta gente nos ha traído noticias frescas, además de recordarme que hay otra realidad al margen de excavar.

– O sea, que siente añoranza.

– ¡Menuda conclusión! No exactamente, pero llevamos cinco meses excavando, tragando polvo, no hemos hecho otra cosa que trabajar, y casi me había olvidado, que fuera de aquí hay vida.

– ¿Tiene ganas de marcharse?

– Estoy preocupado por la seguridad del equipo. Mañana llamaré a su marido. Quiero que Ahmed me explique el plan de evacuación. Se comprometió a tener preparados los medios para sacarnos de aquí cuando cayeran las primeras bombas.

– ¿Y si aún no hemos encontrado la Biblia de Barro ?

– Nos iremos en cualquier caso. No pretenderá que nos quedemos a excavar mientras los norteamericanos bombardean Irak. ¿Cree que harán una excepción y no bombardearán Safran porque un grupo de locos esté aquí excavando? Soy responsable de esta gente, han venido por mí, algunos son amigos personales y no hay nada ni nadie que merezca la pena para que yo ponga en riesgo sus vidas, nada, ni siquiera la Biblia de Barro .

– ¿Cuándo se irá?

– No lo sé, aún no lo sé. Pero quiero estar preparado. Me parece que ha llegado el momento de recapitular. Quiero hablar con mi gente, decidiremos entre todos, pero no caben engaños, ya ha oído a los chicos de la prensa.

– Las cosas no están peor que hace cinco meses, nada ha cambiado.

– Ellos dicen que sí.

– Los periodistas exageran, viven de eso.

– Se equivoca; puede que algunos lo hagan, pero no todos, y aquí tenemos tres periodistas holandeses, dos griegos, cuatro británicos, cinco franceses, dos españoles…

– No siga, ya lo sé.

– Difícilmente pueden estar exagerando todos, o inventando que Bush está a punto de invadir.

– Yo seguiré.

Yves Picot miró fijamente a Clara. No podía exigirle que lo dejara, pero le irritaba que pudiera continuar sin él.

– Va a trabajar bajo una lluvia de bombas.

– A lo mejor sus amigos no ganan.

– ¿Quiénes son mis amigos?

– Los que nos van a bombardear.

– ¿Le ha dado un ataque de nacionalismo? No juegue a provocar complejo de culpa en los demás; al menos no lo intente conmigo porque perderá el tiempo. Mire, se lo diré una vez, a mí su Sadam me parece un dictador sanguinario que merece estar en la cárcel. No daría ni un pelo por él, me importa un bledo su destino. Lo que siento es que muchos iraquíes vayan a pagar por su culpa.

– ¿Por Sadam o porque nos quieren robar nuestro petróleo?

– Por las dos cosas. Sadam es la coartada, no lo dudo. Yo no participo del juego de la política, hace mucho que me bajé de ese tren.

– Usted no cree en nada.

– Cuando tenía veinte años era de izquierdas, un militante apasionado, y llegué a conocer tan bien el partido de mis sueños por dentro que huí asqueado. Nadie era lo que parecía ni mucho menos lo que decía ser. Entendí que política e impostura van a menudo de la mano, así que me desenganché. Defiendo la democracia burguesa que nos permite la ilusión de creer que gozamos de libertad, eso es todo.

– ¿Y los demás? ¿Qué pasa con quienes no hemos nacido en su primer mundo? ¿Qué debemos hacer o esperar?

– No lo sé, a lo que alcanzo es a saber que son víctimas de los intereses de los grandes, pero también víctimas de sus propios gobernantes, y víctimas de sí mismos. Soy francés y defiendo la Revolución francesa, creo que todos los países deberían de tener una revolución parecida que dé paso a la luz y a la razón. Pero en esta parte del mundo los ilustrados como usted o su abuelo asientan su riqueza y su poder sobre la miseria de sus compatriotas, así que no me pregunte a mí qué pueden hacer. No me siento culpable de nada.

– Cree que su cultura es superior a la nuestra…

– ¿Quiere que le diga la verdad? Pues sí, lo creo. El islam les impide hacer la revolución burguesa. Hasta que no separen política y religión no saldrán adelante. A mí me asquea ver a algunas de sus compatriotas tapadas de los pies a la cabeza, como esa mujer que le sigue a todas partes, Fátima se llama, ¿no? Me indigna que caminen detrás de sus maridos o que no puedan hablar tranquilamente con un hombre.

Fabián se acercó a ellos con una copa en cada mano.

– Es una suerte que éste no sea un país de estricta observancia islámica y podamos tomar una copa.

Les ofreció una copa a cada uno. Tanto Clara como Picot la cogieron como autómatas.

– ¿Qué os pasa? -preguntó Fabián.

– Le he dicho a Clara que tenemos que empezar a pensar en marcharnos.

– Por lo que nos han contado, no deberíamos de esperar mucho más -asintió Fabián.

– Mañana llamaré a Ahmed, para que coordine con Albert los detalles de nuestra evacuación. Estaremos hasta el último minuto en que no sea peligroso estar, pero ni un segundo más.

El tono de voz de Picot no admitía réplicas y Clara se dio cuenta de que tenía la batalla perdida.

– Clara, hemos conseguido mucho. ¿No se da cuenta? -dijo Fabián en un intento de animarla.

– ¿Qué hemos conseguido? -respondió airada.

– Hemos sacado a la luz un templo del que no había noticias, un pueblo del que nada se sabía. Desde el punto de vista profesional esta campaña ha merecido la pena, no nos vamos con las manos vacías, podemos sentirnos orgullosos del trabajo hecho. Hemos contado con gente extraordinaria que no se ha quejado de las jornadas agotadoras de trabajo. Llevamos cinco meses en que no hemos hecho otra cosa que excavar, nada más. No querrá que además nos juguemos la vida, ¿verdad?

Clara miró a Fabián pero no supo qué responder. En su fuero interno sabía que Picot y Fabián tenían razón, pero reconocerlo era tanto como darse por vencida.

– ¿Cuándo se irán? -alcanzó a preguntar.

– No lo sabré hasta que no hable con Ahmed. También quiero hablar con un par de amigos de París y con mis padres. Los banqueros siempre saben cuándo va a desencadenarse una guerra. Tú, Fabián, deberías hablar con tu gente de Madrid a ver qué te cuentan.

– Sí, mañana llamaremos. Ahora deberíamos atender a los periodistas y comernos esos espléndidos corderos. Estoy hambriento.

Desde el ventanuco del cuarto de Clara apenas se veía nada. No había luna, estaba escondida.

Hacía rato que no se oía el más leve ruido en el campamento. Todos dormían, pero Clara no lograba conciliar el sueño. Le había alterado la conversación con Picot tanto como la que posteriormente había mantenido con Salam Najeb, el médico que cuidaba a su abuelo.

Éste no se había andado con sutilezas: su abuelo había sufrido un desmayo, y el resultado de los análisis era preocupante. En su opinión debería ser trasladado a un hospital de verdad.

Clara había entrado a ver a su abuelo y se asombró de que en apenas un día hubiera envejecido tanto. Tenía los ojos hundidos y la respiración entrecortada. En cuanto le dijo que deberían trasladarle a Bagdad y de allí a El Cairo, su abuelo negó con la cabeza. No, no se iría hasta que no encontraran la Biblia de Barro . Ella no tuvo valor para decirle que Picot estaba dispuesto a marcharse.

El reloj marcaba las tres de la mañana y hacía frío; se puso una sudadera y con la luz apagada salió del cuarto dirigiéndose al de Fátima. La mujer tenía el sueño profundo y no se despertó pese a que Clara abrió la ventana para saltar al exterior.

Los guardias que la escoltaban dormían en la entrada principal y en el vestíbulo de la casa, pero no parecían preocuparse por la puerta de atrás.

Aguardó unos segundos hasta que su corazón dejó de latir aceleradamente y, agachada entre las sombras, empezó a poner distancia con el campamento dirigiéndose hacia el zigurat. Necesitaba tocar los viejos ladrillos de arcilla y sentir la brisa de la noche para tranquilizar su espíritu.

Los guardias dormitaban confiados, Ayed Sahadi les mataría si supiera que alguien era capaz de colarse en el perímetro arqueológico sin que se dieran cuenta. Pero no sería Clara quien se lo dijera. Buscó un lugar donde sentarse para poder pensar. Sentía que su vida estaba a punto de cambiar irremediablemente. Donde antes sólo había seguridad y certezas ahora vislumbraba dolor y soledad, y por primera vez se dio cuenta de que nunca se había parado a pensar; simplemente había vivido, sin preocuparse de nada, sin querer saber ni ver nada de lo que no le convenía a su egoísta comodidad.

No, no era mejor que Ahmed, que cobraría una cantidad sustanciosa por protegerla, sólo que al menos no era una hipócrita como él, ya que a ella no le dolía la conciencia.

Se quedó dormida acurrucada sobre un lecho de tierra y arcilla, y buscó en sueños a Shamas.