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– Gracias, amigo -dijo Carlo con voz queda.

Se despidieron sin más.

Vamos a tomar algo -sugirió Mercedes-, estoy mentalmente agotada.

Se metieron en un viejo café. Lucía el sol sobre Roma, pero; los cuatro tenían destemplada el alma.

– Nos ha descubierto -afirmó Bruno.

– No, no; no lo ha hecho -respondió Mercedes-. Los, hombres de Marini no le dijeron nada porque no sabían nada.

– No perdamos el sentido de la realidad -apuntó Hans Hausser-. Ya somos mayores para volvernos paranoicos.

– Esperemos a que Luca nos llame para decirnos cómo le ha ido con la policía -propuso Carlo-. Y ahora, amigos, tengo que dejaros y pasarme por la clínica; si no lo hago, mis hijos van a empezar a preocuparse. Si os parece, nos vemos a la hora de la cena.

– Carlo -le interrumpió Mercedes-, creo que a ninguno nos vendría mal descansar. Ya nos veremos mañana.

– Sí, tiene razón Mercedes. Incluso nos viene bien separarnos durante unas horas para pensar y no dar vueltas a lo mismo -apostilló Bruno.

– Como queráis.

Los cuatro amigos se despidieron en la puerta del café. Necesitaban unas horas de soledad, de reencuentro consigo mismos.

Apenas había acabado de despachar con su secretaria, cuando Lara entró en el despacho de su padre.

– ¡Por fin te veo, papá! ¿Dónde te has metido con tus amigotes?

– Vamos, Lara, qué manera de calificar a unos ancianos…

– Es que no te dejas ver, papá, incluso estábamos preocupados, ¿verdad, Maria?

– Sí, doctora.

– Gracias, Maria, ya seguiremos mañana.

Maria salió del despacho del doctor Cipriani y le dejó con su hija.

– Espero que esta noche no te retrases -dijo Lara.

– ¿Esta noche?

– Pero, papá, no me digas que se te ha olvidado que es el cumpleaños de la mujer de Antonino y que vamos todos a cenar a su casa…

– ¡Ah, el cumpleaños! No, no se me había olvidado, pensé que te referías a otra cosa.

– Mientes fatal. ¿Qué le has comprado? Ya sabes que la mujer de Antonino es un poco especial.

– Pensaba acercarme ahora a Gucci.

– ¿Otra vez le vas a regalar un pañuelo?

– Es lo más socorrido.

– Mejor un bolso. ¿Quieres que te acompañe?

Carlo miró a su hija y sonrió. Sí, le vendría bien dar un paseo con ella y escuchar cuanto le quisiera contar de lo sucedido esos días en la clínica.

* * *

Alfred Tannenberg escuchaba impasible al Coronel. Hacía muchos años que se conocían, y el Coronel siempre le había rendido buenos servicios. Le costaba caro, mucho, pero lo valía. El Coronel pertenecía al clan de Sadam, ambos eran de Tikrit, y estaba en su círculo de confianza en el departamento de Seguridad del Estado, de manera que Tannenberg siempre estaba informado de lo que sucedía en Palacio.

– Vamos, dime quién mandó a esos hombres -le insistía el Coronel.

– Te juro que no lo sé. Eran italianos, de una empresa, Investigaciones y Seguros, les contrataron para seguir a Clara, pero no dijeron más, porque no sabían más. Si lo hubiesen sabido, te aseguro que habrían hablado.

– No creo que a nadie le interese hacer nada a tu nieta.

– Yo tampoco lo creo, pero si alguien le hace algo es como un castigo hacia mí.

– Y tú, viejo amigo, tienes muchos enemigos.

– Sí, y también amigos. Cuento contigo.

– Sabes que sí, pero necesitaría que me dijeras algo más. Tú tienes amigos poderosos. ¿Les has ofendido?

Alfred no se movió de su asiento ni alteró la expresión de su rostro.

– Tú también tienes amigos poderosos. Nada menos que George Bush, que va a mandar aquí a sus marines para echaros al mar.

El Coronel soltó una risotada mientras encendía un cigarro egipcio. Le gustaban porque eran aromáticos.

– Me tendrías que decir algo más; si no, me será difícil ayudarte a proteger a Clara.

Te aseguro que no sé quién envió a esos dos hombres. Lo que te pido es que refuerces la seguridad de la Casa Amarilla y estés atento a cualquier información. Soy yo el que te pido que me ayudes a averiguar quién mandó a esos desgraciados.

– Lo haré, amigo, lo haré. ¿Sabes?, llevo unos días preocupado. Creo que habrá guerra, por más que en Palacio piensen que Bush nos amenaza pero que en el último momento dará marcha atrás. Mi impresión es que va a intentar acabar lo que empezó su padre.

– Yo también lo creo.

– Me gustaría poner a mi esposa e hijas a salvo. Mis dos hijos están en el ejército, de manera que por ellos bien poco puedo hacer por ahora, pero las mujeres… me preocupa lo que costará.

– Yo me encargaré.

– Eres un buen amigo.

– Y tú también.

Alfred Tannenberg no sabía quién ni por qué había mandado seguir a Clara. Los investigadores eran italianos, de manera que alguien los contrató en Roma y habían seguido la pista de su nieta hasta Irak. O bien le buscaban a él. Pero ¿quién?

O bien querían asustarle, avisarle de que no podía romper las normas, que no le permitirían que entregara a su nieta la Biblia de Barro .

Sí, pensó, era eso, eran «ellos», sus viejos amigos. Pero en esta ocasión no se saldrían con la suya. Su nieta encontraría la Biblia de Barro y suya sería la gloria. No permitiría que nadie se cruzara en la vida de Clara.

Se sintió mareado, pero haciendo un esfuerzo sobrehumano continuó andando hacia el coche. Sus hombres no podían ver en él ningún signo de debilidad. Tendría que suspender el viaje a El Cairo. El especialista le esperaba para hacerle nuevas pruebas y operarle si fuera preciso. Pero no iba a volver a meterse en un quirófano, ahora menos que nunca. Podrían dormirle para siempre. Ellos eran capaces de eso y más. Y no porque no le quisieran: le querían, pero nadie se saltaba las normas. Además, pensó, por más que los médicos lo intentaran era inútil pretender que le alargaran la vida. A él lo único que le quedaba por hacer era acelerar aún más todos sus planes para que Clara comenzara a excavar.

Pidió que le llevaran al Ministerio de Cultura. Necesitaba hablar con Ahmed.

Éste estaba hablando por teléfono cuando Tannenberg entró en su despacho; aguardó impaciente a que terminara la, conversación.

– Buenas noticias: era el profesor Picot -dijo Ahmed después de colgar-. No se compromete a nada, pero dice que: vendrá a echar un vistazo. Si le convence lo que ve, regresará con un equipo para que empecemos a excavar. Voy a llamar a Clara, tenemos que organizarlo todo.

– ¿Cuándo llega ese tal Picot?

– Mañana. Viene desde París. Quiere que vayamos inmediatamente a Safran; también quiere ver las dos tablillas… se las tendrás que enseñar.

– No, yo no veré a ese Picot. Sabes que nunca veo a nadie que no deba ver.

– Nunca he sabido por qué criterio ves a unas personas y a otras no

– Eso a ti no te concierne. Te encargarás de todo; quiero que ese arqueólogo os ayude. Ofrécele lo que haga falta.

– Alfred, Picot es rico, no hay nada que podamos ofrecerle. Si se convence de que las ruinas de Safran merecen la pena, vendrá; de lo contrario, nada ni nadie le convencerá.

– ¿Dónde están los arqueólogos iraquíes? ¿Qué se ha hecho de ellos?

– Sabes que nunca hemos tenido grandes arqueólogos; somos pocos, y los que han podido se han marchado hace tiempo. Dos de los mejores están dando clases en universidades norteamericanas, y ya son más norteamericanos que la estatua de la Libertad; no regresarán jamás. Además, te recuerdo que hace meses que los funcionarios cobramos la mitad del sueldo, y que esto no es América, donde hay fundaciones, bancos, empresas que se dedican a financiar misiones arqueológicas. Esto es Irak, Alfred, Irak. De manera que no vas a encontrar más arqueólogos que a mí y a un par más que a duras penas nos ayudarán.

– Les pagaremos bien. Hablaré con el ministro, necesitaréis un avión que os traslade a Safran, o mejor quizá un helicóptero.

– Podríamos ir a Basora y de allí…

– No perdamos el tiempo, Ahmed. Hablaré con el ministro. ¿A qué hora llega Picot?

– Mañana por la tarde.

– Llevadle al hotel Palestina.

– ¿No podríamos invitarle a casa? El hotel no está en su mejor momento.

– Irak no está en su mejor momento. Seamos civilizados a la europea, allí nadie te metería en su casa sin conocerte, y nosotros no conocemos a Picot. Además, no quiero a nadie merodeando por la Casa Amarilla. Terminaríamos encontrándonos, y ya te he dicho que yo no existo para Picot.

Ahmed asintió a las indicaciones del abuelo de Clara. Se haría lo que él decía, como siempre. Nadie llevaba la contraria a Alfred Tannenberg.

– ¿El Coronel te ha dicho algo de los hombres que seguían a Clara?

– No, sabe menos que nosotros.

– ¿Era necesario matarles?

Alfred frunció el ceño. No le gustaba la pregunta de Ahmed. Éste se sorprendió de haber verbalizado su pensamiento.

– Sí, lo era. Quien les ha enviado ahora sabe a qué clase de juego jugamos.

– Van a por ti, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Por la Biblia de Barro ?

– Eso es lo que aún debo averiguar.

– Nunca te lo he preguntado, en realidad nadie se atreve á hablar de ello, pero ¿a tu hijo le mataron?

– Sufrió un accidente en el que él y Nur murieron.

– ¿Le mataron, Alfred?

Ahmed miró con dureza al anciano pero éste le sostuvo la mirada. Ni siquiera pestañeaba cuando le hurgaban en la herda abierta por la muerte de Helmut y su esposa.

– Helmut y Nur están muertos. No hay nada más que debas saber.

Los dos hombres se midieron durante unos segundos, pero fue Ahmed quien bajó la mirada, incapaz de soportar el hielo de los ojos acerados de aquel anciano que cada día se le antojaba más terrible.

– ¿Vacilas, Ahmed?

– No.

– Mejor así. He sido todo lo sincero que puedo ser contigo. Conoces la naturaleza del negocio. Algún día lo llevarás tú, seguramente antes de lo que tú te imaginas y yo quiero. Pero no me juzgues; no lo hagas, Ahmed, no se lo consiento a nadie, tampoco a ti, y de nada te serviría el escudo de Clara.

– Lo sé, Alfred, sé la clase de hombre que eres.

No había desprecio en el tono de voz de Ahmed, sólo la constatación de que sabía que estaba trabajando para el mismo demonio.