"No va a poder volver a caminar -le dije a Alexis-. Si lo sacamos es para que sufra más. Hay que matarlo". "¿Cómo?" "Disparándole". El perro me miraba. La mirada implorante de esos ojos dulces, inocentes, me acompañará mientras viva, hasta el supremo instante en que la Muerte, compasiva, decida borrármela. "Yo no soy capaz de matarlo", me dijo Alexis. "Tienes que ser", le dije. "No soy", repitió. Entonces le saqué el revólver del cinto, puse el cañón contra él pecho del perro y jalé el gatillo. La detonación sonó sorda, amortiguada por el cuerpo del animal, cuya almita limpia y pura se fue elevando, elevando rumbo al cielo de los perros que es al que no entraré yo porque soy parte de la porquería humana.

Dios no existe y si existe es la gran gonorrea. Y mientras el aguacero arreciaba enfurecido y se iba cerrando la noche entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible, si es que acaso alguna vez antaño, en mi ayer remoto, fue una realidad, escurridiza, fugitiva.

"Sigue tú matando Solo -le dije a Alexis-, que yo ya no quiero vivir". Y me llevé el revólver al corazón. Entonces, otra vez, como meses atrás en mi apartamento, Alexis desvió el tiro, que fue a salpicar el agua. En el forcejeo acabamos de caer al caño hundiéndonos por completo en la mierda, de mierda como ya estábamos hasta el alma. Creo recordar que Alexis también lloraba, conmigo, sobre el cuerpo del animalito. Al día siguiente, en la tarde, en la Avenida La Playa, lo mataron.

íbamos por la Avenida La Playa entre el gentío -por la calle lateral izquierda para mayor precisión, e izquierda mirando hacia el Pan de Azúcar- cuando de frente, zumbando, atronadora, se vino sobre nosotros la moto: pasó rozándonos. "¡Cuidado! ¡Fernando!" alcanzó a gritarme Alexis en el momento en que los de la moto disparaban. Fue lo último que dijo, mi nombre, que nunca antes había pronunciado. Después se desbarrancó por el derrumbadero eterno, sin fondo. Jirones de frases y colores siguieron, rasgados, barridos en el instante fugitivo. Alcancé a ver al muchacho de atrás de la moto, el "parrillero", cuando disparó: le vi los ojos fulgurantes, y colgando sobre el pecho, por la camisa entreabierta, el escapulario carmelita. Y nada más. La moto, culebriando, se perdió entre el gentío y mi niño se desplomó: dejó el horror de la vida para entrar en el horror de la muerte. Fue un solo tiro certero, en el corazón. Creemos que existimos pero no, somos un espejismo de la nada, un sueño de basuco.

Cuando mi niño cayó en la acera me seguía mirando desde su abismo insondable con los ojos abiertos. Traté de cerrárselos pero los párpados se le volvían a abrir, como los de ese muñeco lejano que otro día, en otro sitio, en virtud de otro muerto también recordé. Ojos verdes, incomparables los de mi niño, de un verde milagroso que no igualarán jamás ni siquiera las más puras esmeraldas de Colombia, esas que se llaman "gota de aceite". Pero los muertos, muertos somos y en esencia todos iguales, de ojos negros, cafés o azules, y el corrillo empezaba a cercarnos: con sus rumores, sus murmullos, su tumulto, con su infamia. Entonces entendí lo que tenía que hacer: llevármelo, substraerlo de la curiosidad infame pretendiendo que estaba herido antes de que nadie dijera que estaba muerto.

Para privarlos del espectáculo del levantamiento del cadáver que es el que nos toca dar a los que morimos en la vía pública, y que tan íntimo gozo les produce a los que creen que siguen vivos porque están de pie arremolinados, con su vileza en torno. Al primero que vi, un basuquero de esos que se han apoderado de la avenida y que duermen en sus bancas, le pedí el favor: que me detuviera un taxi y me ayudara a subir a mi niño. Él fue el que me lo detuvo, él fue el que me lo ayudó a subir. Le di unas monedas y el taxi arrancó.

Hay al otro lado de la avenida, por la calle lateral de enfrente, una clínica privada de rateros, lo cual es un pleonasmo que me sabrán disculpar los señores académicos que me leen habida cuenta de mi desesperación y de la prisa. Es la Clínica Soma, la primera en su género que hubo en Medellín y que fundaron tiempos ha, en mi matusalénica niñez, un grupo de médicos especialistas, de delincuentes, que se juntaron para explotar más a conciencia la candidez y desesperación del prójimo y verles más a fondo, hasta el fondo, como Dios manda, con rayos X, los bolsillos de sus clientes, perdón, pacientes.

"A estos hijos de puta les voy a dejar el cadáver", se me ocurrió con esa lucidez de relámpago que infaltablemente me ilumina en los momentos culminantes de mis desastres, y le indiqué al taxista que dando un rodeo, el que fuera, y cobrando lo que quisiera, me llevara allí, a la acera opuesta. "Aquí les traigo a este muchacho que acaban de herir en la calle", les dije en la recepción. Al darse cuenta de la real situación, que ellos no eran funeraria para poderle sacar partido a un cadáver, fue tal la desesperación que les acometió que la mía se hizo chiquita, y en medio del alboroto me mandaron adonde el director, a que muy humanamente me aconsejara el caritativo señor que me llevara a mi niño a la policlínica, la del gobierno, donde me lo podían atender gratis porque allí sí tenían los recursos para un caso tan grave y urgente.

"Pues si eso es lo que se necesita y procede, apreciadísimo señor doctor -le contesté-, yo no lo llevo: lo lleva usted". Y me di media vuelta y fui saliendo tirándole en las narices la puerta. En sus sucias narices por las que el asqueroso se suena.

Y qué más da que nos muramos de viejos en la cama o antes de los veinte años acuchillados o tiroteados en la calle. ¿No es igual? ¿No sigue al último instante de la vida el mismo derrumbadero de la muerte? Me lo iba diciendo para tratar de no pensar, pensando por entre el gentío que tenía que encontrar una iglesia. Las de San Ignacio y San José, las más cercanas, por las leyes de Murphy iban a estar cerradas. Quedaba la Candelaria, que siempre estaba abierta, y hacia la Candelaria me dirigí, a pedirle a Dios que se acordara de mí y me mandara la muerte.

Mientras le rogaba al Señor Caído entre el chisporroteo de sus veladoras, me acordé de que le había dejado a Alexis el revólver en la cintura. No se lo había sacado. Era mi horrorizada aversión a las armas de fuego, que me impide pensar que existen. ¡Claro, se lo había dejado y ahora les quedaba a los delincuentes de la clínica! Que les aprovechara, que con ese mismo los mataran…

Dejé la iglesia y salí a la calle y todo seguía igual, el mismo sol, el mismo ruido, la misma gente, sin que pesaran sobre nadie en concreto los negros nubarrones del porvenir. Y cuando pasé por el parque alzaron, como siempre, su precavido vuelo las palomas.

Alejándome segundo a segundo del instante atroz de la muerte de Alexis y paso a paso por el centro, volví a dar a esa avenida funesta del barrio Belén con su quebrada, en los confines del día. Más empantanado mi destino que un sumario, huyendo del dolor volvía a él.

De súbito, sin anunciarse como había llegado esa tarde la Muerte, cayó la noche. Desemboqué en un cruce de avenidas. Hileras de luces de carros avanzaban con lentitud por las vías atestadas, como gusanos luminosos, luciérnagas terrestres que se arrastraran resignadamente por los atascaderos de esta vida. Eran los infinitos carros comprados con dineros del narcotráfico que en los últimos años embotellaban la ciudad. Dejé el lento río de las luces y me adentré en la oscuridad. Oí unos tiros. La noche de alma negra, delincuente, tomaba posesión de Medellín, mi Medellín, capital del odio, corazón de los vastos reinos de Satanás. Algún carro desperdigado me alumbraba por un instante la calle, iluminando con sus faros hasta cuatro palmos el porvenir.

En los días que siguieron mi nombre dicho por Alexis en su último instante me empezó a pesar como una lápida. ¿Por qué si durante los siete meses que anduvimos juntos pudo evitarlo tenía que pronunciarlo entonces? ¿Era la revelación inesperada de su amor cuando ya no tenía objeto? Si así fuera, con ese nombre que apenas si reconozco yo que no me atrevo a mirarme en el espejo, Alexis me estaba jalando a su abismo. Mi nombre en boca suya en el instante irremediable me seguía repercutiendo en el alma. No se me borraba, como dicen que no se les pueden borrar a los sicarios los ojos de sus víctimas. ¿Y cómo lo supieron? Nadie sabe lo de nadie.

Podríamos decir, para simplificar las cosas, que bajo un solo nombre Medellín son dos ciudades: la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero. La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar. Quiero decir, bajan los que quedan vivos, porque a la mayoría allá arriba, allá mismo, tan cerquita de las nubes y del cielo, antes de que alcancen a bajar en su propio matadero los matan.

Tales muertos aunque pobres, por supuesto, para el cielo no se irán así les quede más a la mano: se irán barranca abajo en caída libre para el infierno, para el otro, el que sigue al de esta vida. Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable, y si se reproduce más. Los pobres producen más pobres y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos, y mientras más asesinos más muertos. Ésta es la ley de Medellín, que regirá en adelante para el planeta tierra. Tomen nota.

Existe en las comunas una guerra casada desde hace años, de barrio con barrio, de cuadra con cuadra, de banda con banda. Es la guerra total, la de todos contra todos con que soñó Adamov, el dramaturgo, mi amigo, que ya murió y pobre y viejo, pero en París.

Todos en las comunas están sentenciados a muerte. ¿Que quién los sentenció, la ley? Pregunta tonta: en Colombia hay leyes pero no hay ley. Se sentenciaron unos a otros, solitos, y a sus parientes y amigos y a cuantos se les arrimen. El que se arrime a un sentenciado es hombre muerto, cae con él. Demográficamente hablando, así nos vamos controlando aquí. En mi Colombia querida la muerte se nos volvió una enfermedad contagiosa. Y tanto, que en las comunas sólo quedan niños, huérfanos. Incluyendo a sus papas, todos los jóvenes ya se mataron. ¿Y los viejos? Viejos los cerros y Dios.